martes, 2 de febrero de 2010

Preparando cabina...


Buenas Noches, les habla el piloto del vuelo I Certamen de Ideasinmotor, de la Compañía de Lineas Escritas. Les agradecemos su confianza en nosotros y les recordamos que una vez finalizado el vuelo podrán seguir disfrutando de cualquiera de nuestras ofertas en nuestra web www.ideasinmotor.com

La temperatura en el exterior es de 5 grados y el cielo está despejado. La duración del veridicto final rondará los 4 días. El afortunado disfrutará de un vuelo por el blog durante todo el mes de Febrero y de un cheque valorado en 60 euros del FNAC con billete de ida en transporte público hacía el establecimiento antes mencionado. Esperemos pasen un buen viaje y disfrutren del vuelo.

Para más información les recordamos que contamos con canal en http://twitter.com/ideasinmotor y de nuestra página de fans de facebook http://www.facebook.com/home.php#/pages/Ideasinmotor/220986088723?ref=ts

Muchas Gracias.

lunes, 1 de febrero de 2010

Adjudicado

El hiriente tono de voz, impersonal, hierático, plano, y al mismo tiempo de una gallardía, eficacia y practicidad muy loables, sobresaltó a Jaime, el anciano achacoso y desvencijado, como la encina hueca que soporta su degradación sin alterar su carácter y austeridad, que dormitaba no sin esfuerzo, en la oscura sala, entre mustia y misteriosa, sin mas iluminación que la de su reloj y alguna estrella fugaz.

Hacia varios meses que aquel hombre no conseguía conciliar el sueño de forma placida, solo a ratos, pero nunca profundamente. A simple vista, su imagen no reflejaba ninguna de las complicaciones comunes en su avanzada edad, parecía disfrutar de buena salud, y las pruebas se acumulaban en la mesilla de noche. La ausencia de cápsulas, jarabes, sobres y pastillas, denotaba algo que tal vez no fuera la realidad.

La cuña de plástico en la que hacia sus necesidades cuando estaba acostado, se hallaba repleta, afortunadamente solo se trataba de aguas menores. Mientras dormía había ido percibiendo poco a poco, como una intima desazón, un intermitente desasosiego en sus tripas. La vejiga comenzaba a protestar de forma aguda, intensa, como el feroz alarido de una soprano, o el chirriar de de una puerta mal engrasada.

Notaba la garganta seca, áspera, como la brisa entre la hojarasca. En aquella esplendida madrugada, los opacos visillos, salpicados de extrañas manchas y multitud de huellas de humo, impedían contemplar los secretos que se ocultan en la noche en la vereda.

Don Jaime, se sentía indeciso, por momentos resignado, acuciado por el estrés que le creaba la necesidad del sueño y su incapacidad para lograrlo, esa misma noche había tardado casi 3 horas en llegar a un estado de inconsciencia que le asegurara el descanso; el anciano ofrecía una evidente dualidad entre el ajetreo de su mente y la quietud de su cuerpo, si descartamos los movimientos habituales que se hacen en la cama cuando se busca la posición ideal para dormir.

Aquel señor tomó el grito que el despertó de su letargo, como un reflejo de la realidad en la misma ensoñación. Su oficio de toda la vida, director de subastas, se ofrecía como vinculo entre la realidad y sus recuerdos.

De pronto, una sombra humana se dibujo en la pared, frente a el. Se asemejaba bastante con la silueta de uno de los empleados del centro. No pudo reconocer de donde salio, no lo vio llegar, pero de repente surgió, y cual no seria su estado de soñolencia o duda, que le pareció verle sonreír.

_ ¿Es usted Emilio?

La sombra no respondió

_ ¿Ya van a dar los desayunos?

La sombra continuo en absoluto mutismo.



_ ¿Fue usted el del grito? ¿Cómo sabia? Supongo que se lo habré contado alguna vez.

El silencio dominaba la sala y nada parecía alterar esa situación.

_ Cuando yo era director de subastas, en el Londres de la posguerra… que tiempos aquellos. Acérquese y se lo cuento, no me haga gritar que tengo la garganta destrozada. Tanto fumar en mi juventud, 3 paquetes diarios, ya me lo decía el metre del restaurante en el que me coloque de camarero...

Los excesos de la juventud se pagan en la vejez.

Que razón tenia, y no crea que hablo de alcohol y otras sustancias, bueno también, pero lo que me destrozo fueron las necesidades que sufrí en esa época de mi vida. Según el doctor la desnutrición me ha afectado a la circulación, el hígado y los pulmones.

Así que acérquese y le cuento, no se quede ay, que hay confianza.

La sombra permanecía inmóvil frente a su cama, inmutable, de pronto se balanceo unos segundos, encogió su estampa, y enseguida recupero su posición inicial. Aquello tan leve, don Jaime lo tomo como una señal de que aquel espectro pertenecía a uno de los empleados del centro.

_ Como quiera, si me escucha bien desde allí…

El anciano ceso en su discurso, esperando inútilmente que el otro tomara la iniciativa. El ente no presentaba en mínimo atisbo de complicidad, no participaba, al menos desde el punto de vista de aquel señor.

_Cuando termino la guerra, tuve la suerte de que mi tío Juan José encontró un trabajo para mi de camarero en un hotel de las afueras, o del centro, eso ya no lo recuerdo. Tengo la imagen de mis compañeros como si los acabara de ver, y ya pasó mas de medio siglo… pero los lugares….

Allí fue donde comencé a fumar. Ahora que se han ido mis hijas, usted no podría mirar hacia otro lado. Ella no me deja y es uno de los pocos placeres que me quedan. Eso y… el coñac antes de acostarme, el medico me lo tiene prohibido ya sabe, pero… que mas da ya a estas alturas.

Y entonces, sin apenas conceder el tiempo necesario, sin haber llegado aun la replica de aquel huidizo individuo, erguido sobre el gélido pavimento, un estruendoso portazo en la lejanía, seguido de un descarnado crujido y tintineo de cristales, procedente de otra de las salas, altero los biorritmos del hombre recostado.

Había interrumpido de forma abrupta, sus intentos de dialogar, su relato.

_ A alguien se le olvido cerrar las ventanas, y esa puerta, no es excusa que se haya dilatado con la humedad, por dios en mis tiempos trabajábamos con sabañones en las manos, una estufa es todo lo que teníamos para calentarnos en el hotel. Con lo malas que son las corrientes en esta época del año.

¿Vio a mis hijas? Casi no vienen a verme, están muy ocupadas, yo lo entiendo y esos pisos de ahora. No me hable, si casi no caben ni ellos y los niños. Mis nietos, tengo sus fotos en mi cartera, mañana se las enseño. Hace unos meses que no les veo, la última vez en navidad a pedirme el aguinaldo. La infancia hay que vivirla como hice yo en el pueblo, los abuelos como yo también fuimos niños una vez y… Tengo 7 nietos, el mayor tiene 13 años y el menor 2.

Cuando vivía en el mismo barrio, me visitaban más. Mis hijas nos dejaban a los niños a mi señora y a mí, cuando salían con amigos o tenían que hacer compras. Mi mujer y yo estábamos encantados, incluso nos ofrecíamos. La educación y el cuidado de los nietos también es responsabilidad de los abuelos, no cree. Al menos así me lo enseñaron mis padres, y a estos los suyos. La tradición.

Al morir mi esposa, mis hijas pensando en lo mejor para mí, vendieron la casa en la que viví, en la que ellas nacieron y me trajeron aquí. También es verdad, que al poco tiempo me enferme de gravedad.

Ya se que puede pensar que fue por la tristeza de la soledad en la vejez, la depresión por la falta de mi mujer, y tiene parte de razón. Pero en realidad el motivo fue otro.

Me da no se qué tenerle ay de pie, al menos si no quiere sentarse en la cama, traiga una silla. Apóyese en la pared. No le veo bien, aun así creo que no estará cómodo en esa postura. Le agradezco que me haga compañía.

Como le contaba. No fue esa la razón. Un amigo me dijo que no podía comer siempre de latas, precocinados, pastas y sopas de sobre, que debía contratar a alguien que me ayudara en la casa y me hiciera la comida. De ese modo tendría una dieta mas sana y la casa se vería mas aseada. Aunque jamás podría acercarse al sabor que le daba mi señora a sus guisos, y nadie podría sustituirla, después de darle vueltas unos días, me decidí a contratar a alguien. Mi mala suerte fue que la persona que me recomendó, no sabia cocinar, era horrible el sabor de todo lo que hacia. Pero como no quería despedirla, me daba como lastima. Al final no comía nada y con las mismas me enferme.

Que diferente como me ve ahora a lo que yo era en mi juventud. Podía trabajar 12 y 14 horas sin descanso, solo el necesario para comer algo. En el hotel hacíamos una comida al día… Es poco no cree, con el paso de los años me he do dando cuenta, mi cuerpo me lo ha ido mostrando…Aunque no me quejo. Mis viejos amigos de aquellos años me han abandonado, y los que no saben quienes son y si aun están vivos.

_ Marcela cierre la ventana del comedor. – se oyó decir a una mujer de mediana edad.

_ Enseguida.

_ Discúlpeme. A lo mejor le estoy entreteniendo en su trabajo, y luego su jefe le llama la atención por mi culpa. Si tiene que marcharse ya, vaya.

La sombra se revolvió y desperezó, como la vela de un barco, y como ella regreso a la situación anterior sin demora.


_ Tal vez se pregunte como llegue de camarero a director de subastas, tiene una explicación curiosa, el sindicato. - don Jaime se palpó en el cuello, tratando de encontrar el punto donde había comenzado a nota un intenso picor.

Y en ese mismo instante, recordó algo que se empeñaba en negar, no lo aceptaba. Sin embargo las palabras del cirujano permanecían grabadas en su mente, como la tinta en la piel de un tatuaje…

_ Tengo que darles una gran noticia, don Jaime se recuperara, y podrá hacer una vida normal, pero la quimioterapia le ha destrozado las glándulas salivares, las papilas gustativas y las cuerdas vocales.

_ Como. – exclamó una de sus hijas.

_ Que no podrá comer todo lo que quiera, no tendrá saliva, nada tendrá sabor para él, y… jamás conseguirá volver a hablar.

Era cierto, el anciano había quedado mudo unos años atrás, por lo tanto… Aquel encontronazo con la realidad, le hizo ver la verdad en lo que se había guiado por sus deseos. Y fue entonces, tras frotarse los ojos, y colocarse las lentes, cuando pudo asumir con angustia y desdén, que frente a el no había nadie, solo la sombra de un abrigo colgado de un perchero.

Una botella de agua mineral a la mitad, y un menú que incluía solamente purés y sopas, ratificaba las palabras del doctor.

_ Señoras, señores el siguiente lote que les ofrezco es un anciano afectado de cáncer de garganta, graves problemas cardiacos, insuficiencia respiratoria, bazo transplantado….
Comienza la puja en 30 libras…

_ ¿Qué? – don Jaime sobrecogido, inmerso en la duda, preso de un intenso y profundo temor a lo desconocido. No sabia, no podía concebir lo que le estaba ocurriendo. ¿Quién había hablado? ¿Qué sucedía? ¿Cómo es que era el un lote de una subasta?

Una intima nebulosa de emociones, entre la realidad y el delirio inundo su alma y anego su mente. El mundo real y el de sus anhelos, eran uno solo.

_ Don Jaime son las 8, a y media tiene que abandonar el albergue. Don Jaime, Jaime...

Aunque aquel muchacho lo intentase, al anciano le era imposible escucharle, ya no era consciente… El mensaje que recibió fue…

_ Ofrecen 40, he oído 50, alguien da más por Don Jaime….

Don Jaime a la una, don Jaime a las dos, don Jaime a las 3

Adjudicado

Antonio Martínez (Madrid)

Historia de mi conciencia

“Todos, absolutamente todas las palabras pueden oponerse y entre ellas existe una gran distancia, lo frío y lo caliente, lo bueno y lo malo, la vida y muerte, todos los antónimos que te puedas imaginar, todos menos uno, el amor y el odio. Es cierto que ambos están relacionados, es cierto que ambos están unidos, es cierto que sólo hay un paso que los separe. La verdad es que no sé si decir que por suerte o por desgracia yo conozco esto, porque en verdad no sé que ha supuesto esto en mi vida. Ordenemos las ideas y empezamos desde el principio. La verdad es que mi vida jamás ha sido interesante, jamás ha pasado nada que tenga importancia, todo en mi vida puede catalogarse como irreverente, sin embargo a los diecisiete todo cambió. Mi vida se volvió un auténtico caos, una revolución sin medios para impedirlo. Aquel chico, aquel estúpido chico fue el responsable del desorden por el que se caracterizó esta etapa de mi vida. Aquel chico a quién odiaba, detestaba y aborrecía. Podía considerarse como un auténtico cabrón de la vida, o según mi criterio eso es lo que parecía. En aquellos momentos no llegué a comprender el porqué se fijó en mí y si soy sincera cada noche sigo haciéndome la misma pregunta, y aunque desconozco el motivo de su interés, lo cierto es que todo su interés cambio totalmente mi vida. Cada día que pasaba, cada minuto aún con más insistencia empezó a acercarse a mí, ha hablarme y bajo mi punto de vista a humillarme. En aquellos precios momentos maldije una y otra vez aquel momento de debilidad en el que mi boca pronunció mi nombre. Cada día más nerviosa y cabreada deseaba que ese imbécil se cayera por las escaleras y no llegara a encontrarme, sin embargo mis deseos nunca llegaron a cumplirse y cada día entraba en el mismísimo infierno. Todo mi comportamiento cambió, mi carácter e incluso mi propia mirada, en realidad llegó el momento en el que ocurría todo lo contrario era todo el mundo quien tenía miedo a decirme algo como resultado de mi posible respuesta. Pero, por suerte o por desgracia, como antes mencioné aún no lo sé, él no dejó de hablarme o incordiarme ya no sabía que hacía. Un día en el que mis nervios rebosaban todo lo planeado e imaginado, se acercó a mí y en un tono cordial dijo: “¿Estás bien?”. Yo que no soportaba escuchar su voz y mucho menos ver su cara, gritando con todas mis fuerzas le maldije y le ordené que jamás en su miserable vida volviera a dirigirme la palabra. Él algo atónico intentó disculparse o eso es lo que creo porque antes de que pudiera terminar o más bien antes de que pudiera empezar todo mi cuerpo entró en un cansancio total, mis ojos, sin yo quererlo o desearlo, se cerraron y cuando volví a abrirlos me encontraba rodeada de un montón de gente y empapada en agua. Cuando me recuperé, él que no se había movido de mi lado, me explicó que tuve una subida de tensión que fue lo que provocó el desmayo. La verdad es que no sé que fue lo que provocó mi cambio, pero la verdad es que cambié y que ese chico al que consideraba un auténtico estorbo empezó desde aquel día, desde aquel desmayo a aparecer ante mis ojos como un chico amable y sincero. Cada día hablábamos, quedábamos con más frecuencia y sin darme cuenta me vi sumergida en algo en lo que nunca imaginé. Jamás deseé esto pero llegó y tampoco quería cambiarlo así que cerré los ojos y me dejé llevar por todo aquello, por todos aquellos sentimientos que flotaban y que nos unían. De esta manera pasó el tiempo, un tiempo precioso que pasé junto a él y me pareció, ante todo, que fue como un efímero paraíso. E incluso podría decir que el tiempo que estuve con él, todos, absolutamente todos los problemas que antes tenía, desaparecieron y se convirtieron en felicidad por el simple hecho de estar con él. Pero como todo, y sobre todo, todo lo bueno, se acaba y como suele suceder en estos casos no de una buena manera. Todo el paraíso empezó a convertirse todo lo opuesto en un auténtico infierno del que desearía jamás haber entrado, sin embargo y a pesar de no querer entrar en este estado, nuestra relación entró en un auténtico camino de espinas y todos aquellos sentimientos que tenía con anterioridad empezaron a brotar de nuevo. Cada día era más insoportable estar con él y soportar sus comentarios. Al final de unas cuantas semanas de intenso esfuerzo por soportar sus continuas palabras acabamos por separarnos y dejar que el tiempo curará todas las heridas. Sin embargo el dolor y la desesperanza llenaron toda mi alma y me sumergí en un inmenso agujero negro del que jamás vi salida alguna. Y aunque el tiempo pasó y el dolor cedió, mi estado de ánimo seguía siendo pésimo. Durante largo tiempo pensé y deseé que el tiempo se parara y pudiera retroceder para que nada de esto hubiera pasado pero sin embargo y como era lógico de suponer mis deseos no se cumplieron y nada cambió. Poco a poco pero muy poco a poco fue saliendo de aquella oscuridad en el que me encontraba y volví a ver la vida como es y como ahora la vea. Ahora y después de tanto tiempo puedo hablar de lo que pasó y puedo afirmar que, aunque no se quiera, un chico, sólo un chico puede cambiarnos, y aunque no se adamita es un hecho cierto. De la misma manera puedo afirmar que, incluso hoy en día, no puedo decir si todo lo que me pasó fue por suerte o por desgracia porque hoy en día sigo sin saber que fue mayor si la felicidad que me ofreció o la oscuridad que me dio, lo que sí puedo afirmar, decir o gritar que por fin descubrí que cada momento en esta vida es único y que jamás volveré a desear cambiar algo y menos aquello ya que a pesar del dolor, la felicidad que experimenté y todos los momentos que viví con él no los cambiaría por nada del mundo, por absolutamente nada.”

Cristina Moyano Cidoncha (Mérida, Badajoz)

La ventana y ella

Estaba asomada a la ventana, no sabía que hacer, no sabía que pensar, sólo podía mirar como la lluvia caía, como las gotas se deslizaban por su ventana. Sentía una gran tristeza que poco a poco iba en aumento. Parecía como si la lluvia provocara ese sentimiento que la estaba consumiendo poco a poco. Y quizás por ese motivo no se movió y permaneció desafiante ante la ventana. Desafiante ante ese sentimiento y desafiante ante el mundo.

Todo podía cambiar y ella lo sabía pero por algún motivo no podía hacer nada. No se atrevió a mover ni a cambiar nada. Su vida no era perfecta pero ¿por qué arriesgarse a cambiarla? La lluvia seguía cayendo y parecía como sino fuera a parar nunca. Ese pensamiento la ahogaba porque de una forma u otra, ella sabía que sus emociones estaban conectadas de algún modo con esas gotas de agua. Y aunque se encontraba con la suficiente fuerza como para desafiarla le asustaba que ella pudiera acabar con esas diminutas gotas.

Su final, aunque no pensara que era muy alentador, no podía ser como ese. No quería quedar convertida en un millón de fragmentos rotos y esparcidos por el suelo. No podría aguantarlo. No podía soportar saber y ver en qué se había convertido. Pero permaneció inmóvil, delante de aquella fría ventana, mirando y esperando al destino, con la única esperanza de un final mejor.

Pero no se movió, no cambió, no reaccionó y quizás fue esto lo que la sentenció. No todo está en manos del destino, no todo está escrito y no se le puede dejar todo a la suerte. Y ella no quiso actuar, y ella no quiso implicarse en la vida. Permaneció delante de la lluvia, maldiciéndola por lo que representaba, pero sin querer hacer nada para cambiarlo.

Y la lluvia siguió, y la tristeza aumentó. Y su alma se desamparó. Y las gotas de agua la inundaron y se apoderaron de ella. Y las diminutas gotas se deslizaron por su cara y por primera vez, compartió su tristeza con la lluvia y la lluvia compartió su tristeza con ella. Al rato, la lluvia se cansó de esa tristeza y desapareció, dejándola sola con su dolor. Pero agradeció que se fuera y le otorgó sus lágrimas prometiendo que no las demarraría si ella no estaba delante.




CMC
Y por fin cuando dejó de contemplar su final, consiguió moverse y desafiar al mundo de otra manera. Y por fin se alejó de aquella ventana que le había hecho tanto daño. Pero no sabía que hacer, no sabía que pensar, no sabía cual era su deber, no sabía nada de nada. Y al darse cuenta de su ignorancia, sonrió por primera vez.

¿Cuánto tiempo se había tirado contemplando aquel horror? ¿Cuánto tiempo desperdiciado? Sólo cuando bajó las escaleras pudo entender que aquellos momentos en la ventana –que a ella le habían parecido interminables- habían sido en realidad unos minutos insignificantes para el mundo, pero no para ella. Todo tenía sentido o al menos más que antes.

El mundo giraba y giraba pero ella hacía tiempo que no se movía. Pero ya era hora de cambiar las cosas, ya era hora de aprender a vivir y forjar su propio destino. Sin embargo, ella no podía imaginar que su destino ya estaba forjado y que aquella ventana la había sentenciado.

Pero su ignorancia ante el mundo siguió vigente y la alegría volvió a ser algo especial en ella y durante algún tiempo no la abandonó. Pero un día la lluvia volvió, y ella recordó aquellos momentos y como si los estuviera viviendo, la tristeza volvió y la lluvia la compadeció pero esta vez no la abandonó. No la dejó sola ante el dolor y la acompañó. Pero algo interrumpió ese trance, una pequeña luz que la iluminó, unas palabras de consuelo, unas palabras de amor, unas palabras de ilusión:

“Me gustaría estar esta noche contigo y poder susurrarte los secretos de las estrellas, pero no serviría para nada porque tú eres la estrella más bella. Sé siempre tú”

Cristina Moyano Cidoncha (Mérida, Badajoz)

Inclemente

Las grandes exploraciones acontecen en la niñez, período de búsqueda nerviosa: curiosidad y ansia compiten por igual, dando tumbos en una contienda ofuscada cuya resolución sobreviene durante la madurez.

Por entonces, no pude hallar tu guarida, refugio en el que escudabas tus tiempos de retiro. Yo presentía tu retorno en las mañanas de un sábado cualquiera. Jamás faltabas a tu cita para procurarme estremecimientos a flor de piel. Mis ojos espantados echaban un vistazo timorato desde el filo de la manta. Simulaban la mirada fisgona de un espadachín que, tocado por su sombrero de ala ancha, embozado en su capa y asilado bajo una llovizna liviana que parecía caer a cámara lenta, recorría las noches cerradas de Baeza, abriendo incógnitas, rompiendo con el taconeo diligente y plomizo de sus botas el silencio profundo de la tenebrosidad nocturna.

Acurrucado, al abrigo de mi cama, yo daba revueltas perezosas, revolviéndome entre colchas y sabanas. Desde la calle me llegaba un cúmulo de gritos cristalinos:

¡No toques la ropa del tendedero, que aún está helada!...
¡El hojalatero! ¡Arreglo cacerolas y varillas de paraguas rotas!...
¡El afilador!... Y su musiquilla con sabor a leyenda ancestral.

Gritos acoplados que levantaban un augurio, y que ganaba evidencia en tanto en cuanto el avance de las horas seguía su rumbo inapelable; ecos que traían en volandas las exhalaciones de tu acechanza. Yo quedaba en los aledaños de tu presencia.

El atardecer melancólico taponaba el día. Emborrachado por colores sombríos y nostálgicos, caía en cascada, estallando en mil tonos a modo de caleidoscopio en cuyo interior se multiplicaban pesadillas o quimeras al aguardo de que nos volcásemos en ellas. Turno para arremangar los juegos explayados alrededor de la plaza o encajonados en los túneles del tren, escondites recónditos donde amplificábamos nuestra maraña de risas. Retreta: acudíamos a casa para cenar y meternos en la cama, acompañados por nuestros miedos en pie de guerra o exorcizados; dulces sueños o terrores nocturnos.

No te hacías de rogar. El silencio chirriaba en la oscuridad. Te reconocía con certificado de certeza durante la vigilia que desencadenabas en mi cuerpo cuando llegabas para mostrarte en plenitud desnuda.

Un susurro de aire silencioso y glacial jugueteaba entre las varas de los olivos cercanos, poniendo en juego su discreción para dejarse caer sobre el gris argento de las hojillas elípticas, para implantar nanas quejumbrosas que helaban las miradas en noches de luna entristecida. Así retornabas a mi habitación: citándome en corto, dejándote ver con esplendor, como si fuera tu puesta de largo flamante. Mi cuerpo, contrayéndose bajo unas mantas tejidas con hebras aromáticas de naftalina, huía del algodón humedecido de las sabanas, que mi piel reconocía como una guarida de frialdad. El frío perpetuo, imposible de despeñar por los laterales de la cama, no se rendía a los envites de los soplos cálidos irradiados por la bolsa de agua caliente, que con tanta dulzura preparaba mi madre para apaciguar mis tiritones nerviosos. Embozada por cobertores y oscuridad, mi niñez sentía el resuello mágico por ti levantado. Gemías tus avaricias para constreñirnos, para convertirnos en un ovillo dentro del camastro.

Como sombra fugaz avanzando por el pasillo con la complicidad de la noche, yo advertía tu presencia. Tu aliento de acero inoxidable se escurría sobre la solería de mi casa. Mostrabas tu vestigio certero: una gasa glacial. De golpe, sentía el imperio de tu empaque. Mis ojos ganaban tu realidad al observar tu figura fantasmagórica incrustada en los cristales calados del armario de mi dormitorio. Imponías tu faz dictatorial sobre el azogue enmarcado. En aquel momento, sin margen para el error, estaba al corriente de que crujías afuera, en la soledad de la noche. Mis jadeos candentes los resoplaba bajo las mantas. En el interior de aquel refugio de descanso levantaba un remanso encendido sobre el que deslizarme para merecer la placidez del sueño.

Un silbido, una ráfaga de aire persiguiendo a céfiros más veloces, que gruñían al doblar las esquinas de las calles pedregosas, levantaba el temeroso ladrido de un perro. Su eco, prolongado sobre sí mismo, acababa por disiparse en la distancia, buscando los límites de otras callejuelas a medida que perdía intensidad. Tú trajinabas apostándote por los rincones del pueblo, buscando víctimas cuyos hálitos morían sobre el cristal opaco de la superficie helada de los pilares rebosantes de lenguas de verdina.

Al fin, me dormía. Sabía al dedillo que te eternizabas a mi vera, espiándome, buscando un resquicio para meterte en mi cama, pero estaba al tanto de que, al despuntar el día, las bestias cargadas de aperos desgarrarían el silencio nocturno al chocar sus cascos contra los adoquines; terminarían por sacarme a rastras de mis sueños o de mis pesadillas. Y, a buen seguro, ese despertar vendría acompañado por el canto puñetero de un gallo o por el volteo escandaloso de las campanas del convento cercano, jubilosas ellas para agradecer al cielo la amanecida, una amanecida revestida por una mantilla blanquecina, la huella efímera de tu presencia innegable, palpable. Había nevada débil. Casi apenas cuajaba, y su espectro, inflamado de blancura, se colaba por las rendijas de los portones envejecidos, que trataban de tamizar, sin éxito, la luz del alba por los ventanales de mi habitación.
Así un año tras otro.

Ahora ya nevó sobre mis sienes y he desenmascarado tu madriguera.

Ya sé dónde te escondes y sé que has llegado de nuevo. Cuando proclames tu potestad, y reiteradamente asoles mi cuerpo, virarás en redondo para encarar tu refugio y mostrarme tu espalda. ¡¡Maldito invierno!! Te empotrarás en ese territorio sereno ya reconocido por mí. Dormitarás encajado en mis huesos, a la espera de un lapso de tiempo glorioso para ungirme con tu devastador caudillaje sobre mis manos, unas simples manos de la tierra que desean luchar contra ti, inclemente.

Juan Carlos Pérez López (Sevilla)

Viaje en el tiempo

El fin de semana fue más tranquilo que de costumbre; había ido a pasarlo al pueblo de su familia, aunque en la casa donde se hospedaba ya no vivía nadie. Montones de telarañas por todas partes le contaban que la vida allí pasó de largo hace tiempo. Quería olvidarse del bullicio de la ciudad y el pueblo era la mejor opción.

Era el primer domingo en años que se levantaba antes de mediodía, concretamente a las ocho de la mañana. No sabía muy bien porqué, pero se encontraba raro. Igual podía ser porque también era el primer domingo en mucho tiempo que no tenía resaca.

Pasó varias horas vagando por la casa sin saber qué hacer. El tiempo de las mañanas domingueras corre muy despacio para alguien acostumbrado a dormir hasta que el cuerpo ya no puede estar ni en la cama. No tenía ni una gota de alcohol que llevarse a la boca y empezaba a aburrirse. En la casa del pueblo no hay libros, aunque tampoco era muy dado a lecturas. ¿Internet? Lo más moderno de la vieja villa era una tele con sólo dos botones; ni qué decir tiene que no funcionaba.

Ya no sabía que hacer, así que se sentó en un sillón polvoriento a ver cómo desfilaban los minutos. Frente al sillón había un cuadro de un señor con pelo largo y barba que vestía una túnica roja y blanca. En el pecho tenía un corazón rodeado de espinas, con llamas en la parte superior. Bajo el maltrecho corazón, estaba escrita esta frase: “Amigo que nunca falla”. Obviamente, sabía de quién era aquel retrato, pero eso era lo de menos.

Sin darse cuenta empezó a hacer algo extraño: ponerse a pensar. El retrato le trajo a la memoria algunos malos recuerdos de la infancia: “si no vas a misa, vas al infierno. Si mientes, vas al infierno. Si no rezas, vas al infierno. Si te tocas, vas …” . Y así estuvo un buen rato, recordando con horror el sentimiento de culpa con el que le habían hecho crecer.

Sonaron varias campanadas, la hora de la misa dominical se acercaba. Al oír las señales, decidió acercarse a la iglesia y ajustar un par de cosas con el cura del pueblo. Cada vez que se acordaba de todo lo que le había contado en confesión, siendo un niño, se sentía estafado; aquel siniestro señor de negro le había robado los secretos de su niñez.

Caminó hacia la iglesia bajo un sol radiante, ese sol que calienta las frías mañanas de los domingos invernales. Miraba el empedrado de las calles solitarias y pensaba en la antigua autoridad del cura, siempre dispuesto a amargarle la existencia por la gracia de un dios que lucía ensangrentado sobre una cruz. Todo aquello le parecía aterrador y el cura no se iba a ir de rositas. Tendría que escuchar un par de cosas que no le iban a gustar.

A punto de llegar a la iglesia, mientras cruzaba por la puerta del único bar del pueblo, escuchó una voz que le llamaba. Enseguida reconoció bajo las incipientes arrugas a un viejo amigo de la infancia al que hacía décadas que no veía. Los rasgos habían cambiado, pero la sonrisa era la misma que hace unos años.

Después de los pertinentes saludos, contó al amigo de la infancia cuáles eras sus intenciones. Éste se echó a reír y le dijo:

-”Si quieres hablar con don Paco no tienes que ir a la iglesia, sino al cementerio. Se murió hace lo menos cinco años”, y apuró de un trago el vino que tenía en la mano.
Se quedó pensando en lo que le había dicho y le preguntó:
-”Si existiera todo eso que nos contó de pequeños, ¿tú crees que don Paco habrá ido al cielo o al infierno?”
El amigo de la infancia miró al campanario que había frente a ellos, luego dirigió su mirada al vaso vacío y dijo:
-”Pienso lo mismo que tú”.

Entraron en el bar y bebieron mientras recordaban los buenos momentos de la niñez, donde don Paco no tenía sitio.

Roberto Osa López (Madrid)

Verano... Invierno

Llevaba un buen rato esperando bajo la lluvia, con aquel paraguas ridículo comprado en los chinos. Había pasado ya más de una hora y ella no aparecía. Él siguió esperando, aferrándose a aquellas palabras como a un clavo ardiendo: Espérame en la plaza, huiremos juntos. Era uno de esos atardeceres pre-invernales en los que no para de llover, una de esas tardes cada vez menos frecuentes en las que la lluvia acompaña las horas golpeando los cristales de las ventanas. A él le encantaba la lluvia.

Lo malo de cuando llueve, es que a veces te toca mojarte. Aquella tarde le tocó. No le importaba. La espera, la lluvia, el frío; todo merecía la pena con tal de que ella llegase. Desde hacía meses los dos vivían al calor de un amor clandestino, lejos de sus tediosos matrimonios.

Se conocieron una noche de verano en una terraza de la plaza de Santa Ana, rodeados de guiris que bebían cerveza sin parar. Los dos estaban dentro de esa tribu de maridos y mujeres que siguen con sus respectivos simplemente por la pereza que les da vivir. Por suerte para ambos, de esa noche en adelante disfrutaron de un idilio estival que hizo aún más ardientes las noches en el Madrid de los que se quedan sin vacaciones en agosto.

Tras meses de ardor secreto, se hicieron una promesa: no repetir los encuentros furtivos, vivir de cara. Aquella tarde lluviosa era el día, por fin. Emprenderían juntos una nueva vida lejos de Madrid, lejos de sus mentiras, pero ella no llegaba. Combatía el frío y la pertinaz lluvia recordando las noches de verano. ¡Cómo disfrutaban mientras sus respectivos estaban de vacaciones! Nunca quedarse trabajando en agosto fue tan gratificante. Bendito verano.
Habían pasado las horas y allí seguía esperándola. Empezaba a anochecer y la lluvia iba remitiendo al mismo tiempo que el sol de aquella tarde era vencido por la noche. Miró el cielo gris, cada vez más negro. Sintió la humedad que le entraba por los pies, el frío en los huesos. Tiró aquel estúpido paraguas y se largó.

De repente era invierno.

Roberto Osa López (Madrid)

Una nueva esperanza

Durante mucho tiempo, vagó por el desierto sin un rumbo fijo, buscando un pequeño oasis en el que refugiarse. No sabía cómo había llegado a aquel páramo interminable, no recordaba haber entrado allí. Quizá estaba desde siempre, incluso puede que hubiera nacido en aquel lugar. No lo sabía.

Caminó largo rato en busca de un poco de agua a sabiendas de que no la encontraría. Tenía la boca pastosa y la vista nublada. La cabeza no le respondía, era como si la tuviera llena de clavos. El dolor en sus piernas se había convertido en algo crónico. Lo más lacerante era la falta de esperanza en salir del desierto, incluso en algunos momentos de desesperación llegó a pensar que aquel era su sitio, que no merecía nada mejor.

A menudo tenía alucinaciones, provocadas por el calor y la falta de alimento. En ellas veía a seres abominables que le recordaban que nunca podría salir de allí. Eran casi reales. Aquellos demonios estaban cada día más presentes, ellos fueron los que le robaron la esperanza.

Mientras arrastraba los pies entre el polvo de su particular calvario, tropezó con algo y cayó al suelo de bruces. Pensó que no volvería a levantarse, pero en seguida se dio cuenta de que había tropezado con una cantimplora. “¡Agua!”, pensó. La destapó y se la llevó a la boca con ansia, pero no cayó agua. La puso boca abajo, no aceptaba que estuviera vacía. Y no lo estaba. De la cantimplora salió un pequeño papel enrollado. Era un mensaje: “No te rindas.”

Se quedó pensando un rato, “¿qué broma es esta? Están jugando conmigo.” Metió la nota en uno de sus bolsillos, se colgó la cantimplora y empezó otra vez a andar. No había pasado ni cinco minutos cuando creyó avistar algo en el horizonte. Era imposible saber lo que sería aquello, estaba demasiado lejos. Probablemente sólo existía en su cabeza.

Estaba anocheciendo y aquella forma lejana empezaba a proyectar una luz blanca y uniforme. Corrió hacia allí con las pocas fuerzas que le quedaban. De repente todo le dolía menos, tenía hasta menos sed que antes de tropezarse, las piernas también le pesaban un poquito menos ahora. Lo que ahora pesaba más era la cantimplora. Iba llena de esperanza.

Roberto Osa López (Madrid)

Rodríguez

Desperté en el sofá, a medio día, después de una larga noche de juerga. No recordaba cómo había vuelto a casa, pero no tuvo que ser en las mejores condiciones. La televisión estaba encendida, con el volumen muy alto, tanto que la voz de Ramón García sonaba como si el “Gran Prix” se fuera a llevar a cabo en mi cuarto de estar. En ese momento recordé que estaba solo en casa. Menos mal, porque al mirar hacia abajo comprobé que no llevaba pantalones, ni calzoncillos, ni calcetines. Conservaba la camiseta puesta y las botas perfectamente atadas. No me preguntéis porqué, yo tampoco lo sé.

Mi mujer se había ido a pasar el fin de semana a casa de sus padres, aprovechando que eran las fiestas de nuestro barrio. Siempre las ha odiado. Llevábamos ocho meses casados y era la primera vez que me quedaba “de Rodríguez” desde entonces.

Al intentar levantarme del sofá fui consciente por primera vez de lo mucho que me dolía la cabeza. Tendríais que haberme visto; en el sofá, en pelotas, con las botas puestas y con un dolor de cabeza que yo en su primer momento achaqué al garrafón. No sé si fue culpa de la calidad o de la cantidad del whisky, porque aunque fuera bueno, a juzgar por mi indumentaria, aquella noche debí beber lo suficiente como para emborrachar a media Escocia.

En un segundo intento, conseguí levantarme del sofá e ir al dormitorio a quitarme las botas y, sobre todo, a ponerme unos pantalones. Al descalzarme, noté un fuerte escozor en mi brazo izquierdo, pero no le di importancia. Me dolía mucho más la cabeza.

Intentaba pensar, recordar algo de la noche anterior, pero no había manera. Lo último que recordaba es estar en una caseta de la feria con Pedro y Javi bebiendo whisky como si se fuera a acabar el mundo. También tenía algún que otro flash de la orquesta que estaba tocando aquella noche, con sus camisas jodidamente horteras. Nunca me han gustado las camisas de los músicos que vienen a las fiestas del barrio.

Mientras estaba sentado en la cama, ya con pantalones, pensando en esas camisas tan feas, recordé que le había pedido una canción al líder de la orquesta. Si mis recuerdos son reales, sonó “Engánchate conmigo”, de Los Rodríguez. Es una canción que siempre me gustó y que acostumbro a pedir cuando estoy borracho.

No recordaba nada más. Miré el reloj de la mesita y me di cuenta de que ya eran las cuatro de la tarde, lo que me hizo pensar en comer, aunque no tenía demasiada hambre. Fui hasta la cocina arrastrando los pies, con los ojos casi cerrados. En el frigorífico había una nota con la letra de mi mujer: “No olvides ir a hacer la compra, estamos bajo mínimos”. Juro que no la había visto hasta entonces. Demasiado tarde, el Mercadona no abre los domingos. Abrí el frigorífico y encontré aún menos de lo que esperaba: medio limón, una bolsa de salchichas (caducadas, por supuesto) y un cartón de leche. Seguí buscando por los cajones de la cocina y encontré un sobre de sopa precocinada. No hay nada mejor para la resaca que una sopita de sobre y un par de aspirinas.

Con algo en el estómago, me fui a ver un rato la tele. La cabeza me seguía doliendo, y el brazo cada vez me escocía más, no entendía porqué. Pensé que me habría dado un golpe con algo. Vaya borrachera. Y encima ese domingo no había fútbol, qué putada.

Decidí darme un baño y de paso echarle un vistazo a la herida del brazo, pero al quitarme la camiseta frente al espejo me encontré con la verdadera razón del escozor: un tatuaje. Eran unas letras casi ilegibles en las que ponía “Engánchate conmigo”. ¡Joder, si a mi no me gustan los tatuajes! Me metí en la bañera y empecé a rascarme con la esponja, a ver si salía, pero era auténtico. A ver cómo le explico a mi mujer lo del tatuaje. Casi lloro del dolor y la impotencia.

Allí estaba yo, metido en la bañera, esta vez sin camiseta, pero con pantalones y un tatuaje en el brazo. Me empecé a encontrar mal, tanto que vomité allí mismo. En ese momento escuché la cerradura de la casa y después unos tacones por el pasillo. “Ya estoy aquí”, la oí decir mientras golpeaba la puerta del baño con los nudillos.

“Enseguida salgo”, dije yo. Y me quedé en la bañera un rato, intentando inventar alguna mentira convincente.

Roberto Osa López (Madrid)

Lisboa

Sin maleta ni destino, llegó apresuradamente a la estación de autobuses y pidió un billete para el viaje que antes saliera: la respuesta de la taquillera fue Lisboa. Abrió el sobre que llevaba en la mano, sacó un billete de cien euros inmaculado para pagar. Aquel sobre al que se aferraba contenía una buena cantidad de euros y una carta que había leído cientos de veces en los útimos días. La carta era, de hecho, lo único que era suyo, porque la ropa y el dinero eran robados.

Pensó en las ventajas que le ofrecía el autobús como medio de transporte, nadie le pedía el DNI para comprar un billete, al contrario que en el avión. Se tiró en su asiento y durmió como un tronco varias horas, estaba hecho polvo por la borrachera de la noche anterior con los amigos, que le despedían entre lágrimas etílicas.
-”Tranquilo, que iremos a verte de vez en cuando”, decía uno de los compadres con dudosa decisión. Recordó estas palabras y volvió a dormirse. El siguiente despertar vino precedido por el zarandeo de un desconocido; era el conductor del autobús, ya estaban en Lisboa.

Durante el somnoliento camino, no tuvo tiempo de preguntarse qué se le había perdido a él en una ciudad de otro país, con otra lengua. La única razón por la que se encontraba ahora allí, pisando sus empedradas calles, era el ansia por desaparecer de Madrid. Recorría la ciudad como quien se adentra en un jardín desconocido lleno de tesoros por descubrir.

Empezaba a anochecer. Llevaba ya varias horas de caminata perdido por las estrechas calles del barrio de Alfama, así que decidió hacer un descanso en una pequeña tasca junto a la muralla del castillo de San Jorge. Había dos hombres de unos sesenta años que hablaban acaloradamente mientras bebían un licor rojizo en pequeños vasos. Ante la ignorancia total hacia la lengua portuguesa, decidió pedir el licor que los dos hombres bebían de la única forma de la que era capaz; señalándolo. Al cuarto vaso, el camarero le hizo saber cómo se llamaba aquel pastoso licor.

-”Es ginginha”, le dijo en un castellano aceptable. Tomó dos vasos más ya a solas con el camarero y después salió del bar. Reanudó la marcha calle abajo mientras la ginginha le subía del estómago a la cabeza. Volvió a sacar de su bolsillo la carta, pero no la leyó, simplemente la apretó fuertemente en su puño, pensando en el contenido que ya casi se sabía de memoria y que recitaba en mitad de la solitaria plaza de Rossío a voz en grito.

Pasó la noche de antro en antro, bebiendo ese pastoso licor llamado ginginha, con el vaso en una mano y la carta en la otra. Cuando le echaron del último bar estaba amaneciendo. Le dolían los pies, no podía seguir caminando. Escuchó un sonido extraño y al darse media vuelta se topó con un tranvía. No tardó mucho en decidirse a subir, dentro se estaría caliente y había asientos.

Recorrió gran parte de la ciudad mientras el sol bautizaba un nuevo día, pero esta vez, desde la ventana del tranvía, le parecía otra Lisboa. Guardó la arrugada carta en el bolsillo, levantó la mirada y se dio cuenta de que había llegado al final del trayecto. Se apeó y leyó los carteles a su alrededor: Praça do Comércio. Estaba frente a la desembocadura del río Tajo y decidió sentarse en un banco a echar un vistazo. Las gaviotas anunciaban la proximidad del mar.

Por última vez, sacó la carta y leyó las últimas líneas:

“… deberá personarse en el centro penitenciario de Soto del Real (Madrid) a las 9:00 horas del día 21 de enero de 2010, para cumplir condena de veinte años y un día por…”

Dejó de leer. Arrugó la carta y la lanzó al río. Sacó el sobre y contempló con gusto que aún le quedaba un buen fajo de billetes de cien. Estaba cansado pero feliz. Era libre. Decidió ir a una pensión para darse un baño y dormir un poco. Estaba contento de haber caído en Lisboa.

Miró el reloj y pensó que los funcionarios de prisión ya le estarían esperando. Que esperen sentados.

Roberto Osa López (Madrid)

La otra historia de Caín y Abel

Por aquel entonces nos odiábamos. Bueno, sería más justo decir que yo le odiaba a él. Sin darse cuenta, mi hermano convirtió mi infancia en una pesadilla sin final. Siempre Abel era el ejemplo a seguir. Mi madre se pasaba el día diciéndome “que si tu hermano esto, que si tu hermano lo otro, que no sirves para nada, que si ojalá fueras como él”.

Al principio me daba igual, yo siempre he ido a lo mío, pero mi hermano en cambio siempre tenía que destacar; el que mejores notas saca, el que mejor se porta, el más guapo, el más bueno…

Sus éxitos se convertían en mis fracasos, sus premios en mis castigos, sus amigos en mis enemigos. Todo el mundo lo quería. Todo el mundo menos yo, claro. Un día, cuando aún íbamos a pre-escolar, el muy cerdo se chivó a la profesora de que había robado un paquete de plastilina, ya ves tú qué idiotez. Pues hasta en eso lo encumbraron como a un héroe.

Cada noche al irme a dormir tenía en la cama de al lado su carita sonriente de niño bueno. No dejaba de mirarme hasta que se dormía. Maldito niño repelente, me amargaste la vida.

Un buen día, siendo ya adolescentes, mis padres vinieron a decirme que habían encontrado a mi hermano muerto. Mi madre lloraba sin parar, mientras que mi padre intentaba consolarla sin mucho éxito. La policía les acompañaba. No me andé por las ramas y lo solté: “Sé que está muerto, lo he matado yo, joder”. Mi madre se desmayó, mi padre me repudió, y los policías hicieron su trabajo y me sacaron de allí.

Desde entonces vivo feliz en mi celda. Para la gente de bien soy la bestia que fue capaz de matar a su propio hermano. Pero, y ustedes, ¿qué habrían hecho en mi lugar?

Roberto Osa López (Madrid)

La chica que fumaba Ducados

Era imposible no percatarse de su presencia en cuanto llegaba a la oficina. No estoy hablando de su belleza, aunque era guapísima. A lo que me refiero es a ese olor tan característico a tabaco negro, tan poco común entre las chicas jóvenes. Es la única mujer atractiva que he conocido en los últimos diez años que fuma tabaco negro, concretamente Ducados.

Yo he fumado tabaco negro toda mi vida. Cuando tenía veintipocos pasé del Celtas sin boquilla al Ducados como si ascendiera en la escala social, pero con el paso de los años me he ido convirtiendo en un bicho raro por fumar Ducados. Mis compañeros siempre se han quejado del olor a tabaco negro en la oficina, hasta que el Gobierno prohibió fumar en los lugares de trabajo. Qué cerdos, sólo les faltó hacer una fiesta cuando se enteraron de que no tendrían que volver a aguantar el humo de mi cigarro.

Pero un lunes lluvioso del invierno pasado apareció ella. Tenía la piel muy blanca y el pelo tan negro como la noche. Llegó empapada de los pies a la cabeza y todos la miramos extrañados hasta que Gema, nuestra jefa de Recursos Humanos, nos la presentó.

La mayoría seguíamos mirándola igual de sorprendidos. La media de edad de mi oficina, en la que me incluyo, era de más de cincuenta años. Esta muchacha no tenía más de veinticinco y se convertía en la primera cara nueva desde hacía mucho tiempo. Nuestra empresa es pequeña y casi todos llevábamos alrededor de veinte años en ella, éramos como fósiles. Algún día, dentro de muchos años, igual alguien encuentra nuestros restos en ese maldito lugar.

El caso es que la llegada de la chica fue tomada por muchos (muchas, sobre todo) como una amenaza. Empezó a trabajar ese mismo día y no abrió la boca nada más que para lo estrictamente necesario.

La muchacha no era lo que se dice una trabajadora ejemplar, era bastante pasota, de hecho. Se pegó la primera semana mirando al techo y saliendo a fumar cada media hora. Nadie se podía explicar para qué coño la habían contratado, pero allí estaba.

Yo no le podía quitar el ojo de encima. Su sitio estaba junto a los servicios, así que me pasaba el día yendo a mear para poder contemplarla de cerca. Podía mirarla de arriba a abajo sin disimulo; un hombre de cincuenta es invisible a los ojos de las jóvenes, lo sé por experiencia.

La gente en la oficina andaba cuchicheando, había rumores de todo tipo, y todos tenían a la muchacha como protagonista. Un día, después de varios meses, tuve mi primera conversación con ella. Yo estaba en la puerta trasera del almacén fumando cuando llegó y me pidió un cigarro. Me quedaba sólo el que acababa de encender, así que tuvimos que compartirlo. Intenté mostrar algún interés por su adaptación a nuestro entorno laboral, pero no se lo tomó muy bien. Concentré toda mi energía en no parecer un salido, pero cuando me rozó la mano para coger el cigarro, un escalofrío me recorrió la espalda. Estoy seguro de que ella lo notó, pero seguramente le pareció patético.

Apuró nuestro cigarro en silencio, mirándome fijamente mientras me soltaba en la cara el humo de la última calada.

"Te van a echar, lo acabo de oír. He venido a avisarte", me dijo. "Van a hacer limpieza, los cincuentones le salís muy caros a la empresa". Tiró la colilla y se fue. Me quedé mudo. Lo único que fui capaz de hacer fue volver a mi puesto sin rechistar. No dejé de pensar en ello, por fin entendía los rumores.

Aquel día me fui a casa dando un paseo, pensando en lo que me había dicho. Estaba preocupado. Entré en un bar a comprar tabaco y me la encontré. Charlaba con dos chicas de su edad. Al verme, se empezó a reír y les dijo algo que no pude oír a sus amigas. Sentí vergüenza, pero también alivio. Salí del bar y me fui directo a casa.

A la mañana siguiente, mi jefe me dijo que ya no contaban conmigo. En un par de semanas, iban a renovar la plantilla casi por completo.

Hoy, después de un año en el paro, aún recuerdo el cigarro que compartí con aquella chica el día que me enteré de que me iba a la calle. Recordé cómo se reía con sus amigas a mi costa, y sin embargo, no pasa un día en que no evoque con placer aquel momento en que estuve tan cerca de ella.

Sí, lo sé. Me estoy haciendo viejo.

Roberto Osa López (Madrid)

La asamblea de los muertos

Aprovechó un despiste del guardia para entrar en la medina. Era noche cerrada en Marrakech y el pequeño Omar no encontraba a su padre. Empezó a merodear por las calles, cada vez más oscuras y estrechas. Los estertores del verano hacían de la noche una tiniebla calurosa y llena de angustia. ¿Por dónde empezar a buscar? Marrakech es una ciudad caótica, llena de escondrijos y de trampas urbanísticas que recuerdan a “Las mil y una noches”.

Echó a correr en mitad de la oscuridad, sin rumbo, sólo pensando en su padre, un anciano casi ciego. ¿Dónde estaría? La última vez que estuvieron juntos, al principio del día, le había prometido que le esperaría a las puertas de la medina para volver a casa. Vivían en un poblado a extramuros y a menudo venían a Marrakech a vender leche y alguna cabeza de su modesto ganado. El padre, que ya no estaba para ordeñar, se sentaba en el suelo y tocaba la flauta por la voluntad, que era poca. No se movía nunca de su sitio, por lo que el joven Omar no sabía dónde buscarlo.

Siguió corriendo y gritando el nombre de su padre por las laberínticas calles del zoco. Todo era negro, estaba perdido entre paredes de barro hasta que vio un punto de luz moverse a gran velocidad. Era alguien que huía. Llevaba en la mano un candil, así que salió tras él en busca de luz. Lo siguió un buen rato, creyó haberlo perdido, pero lo encontró a la vuelta de una esquina tumbado en el suelo, exhausto, junto al portón de un riad. Estaba herido, gemía sin parar. Omar se acercó a él para preguntarle por su padre. El desconocido lo agarró fuerte de la chilaba y lo atrajo hacia sí. “La asamblea…” dijo. Murió en ese mismo instante. ¿Qué querría decir? Cogió el candil y siguió su camino esta vez con luz, pero igual de perdido.

Deambuló largo rato por las callejuelas, sin encontrarse con nadie. Harto de dar vueltas, se detuvo un momento a descansar. Mientras recuperaba el aliento, oyó unos gritos atroces, desesperados. Eran varias personas las que emitían los demoníacos alaridos. Corrió hacia los gritos, más por inercia que por valentía. Llegó a una de las arterias principales del zoco, por fin sabía dónde estaba y ahora no tenía dudas de que algo terrible estaba ocurriendo en la plaza, así que con cautela se encaminó hacia allí.

A medida que se acercaba, se percató de que los gritos iban desapareciendo, lo cual no le tranquilizó demasiado. Entró en la plaza tembloroso y antes de esperarlo se topó con cinco cuerpos decapitados sobre una carreta. Aún sangraban abundantemente. Delante de la carreta unos guardias ensartaban las cabezas sobre cinco picas perfectamente alineadas. Probablemente una ejecución de infieles, ladrones, reos de mala muerte, quién sabe. Lo que estaba claro es que los cinco recibirían el nuevo día en el centro de la plaza, a modo de advertencia para el pueblo. Los ejecutores bromeaban sobre los ademanes de las cabezas en las picas. Junto a ellos, un anciano ciego tocaba la flauta.

Roberto Osa López (Madrid)

Génesis

Después de mucho tiempo pensándolo, por fin estaba decidido a hacerlo. Subió las escaleras corriendo y salió a la azotea del edificio en el que trabajaba, en pleno centro de Madrid. A duras penas se ajustó las gafas y sacó un cigarro de un paquete arrugado. Temblando de nervios se lo llevó a la boca y lo encendió como pudo. No estaba siendo un buen día para él. Ni un buen mes. Ni un buen año.

Con el cigarro en la boca, deambulaba de una punta a otra de la terraza del edificio, mirando al suelo, siempre al suelo, ajustándose una y otra vez las enormes gafas. Se despeinaba constantemente mientras pensaba si realmente tendría huevos a hacerlo o no. Hacía tiempo que la depresión le había llevado a un estado de tristeza y desesperación permanente. “Ya está bien”, pensó. “Lo voy a hacer”.

Soltó el cigarro y con lágrimas en los ojos se subió al borde de la terraza decidido a tirarse. No quería mirar hacia abajo, siempre había tenido un vértigo atroz. Pensó que lo mejor sería hacerlo con los ojos cerrados, para no ver la distancia que le separaba del suelo. Así estuvo unos segundos, jadeando de nerviosismo y sin atreverse a abrir los ojos. Finalmente, decidió que debía echar un vistazo antes, más que nada por ver contra qué iba a impactar tras su caída.

Cuando abrió los ojos y miró hacia abajo, comprobó sin tiempo de reacción que sus gigantescas gafas se precipitaban en el vacío. “¡Joder, las gafas!”. Tras unos segundos de vuelo, las gafas se estrellaron contra el capó de un viejo taxi. El conductor bajó del coche soltando sapos por la boca, como buen taxista.

Desde el borde de la azotea, ya sin gafas, no podía ver bien lo que estaba pasando, pero los alaridos que venían de abajo eran información suficiente para él. En aquella absurda situación, no pudo evitar echarse a reir. Tanto, que decidió bajarse del bordillo, no fuera a caerse.

Hacía años que no reía así. “Las putas gafas”, se decía a sí mismo una y otra vez entre carcajada y carcajada.
Agotado por la risa, se echó en el suelo de la terraza a descansar y fumó el último cigarro de su paquete antes de volver al trabajo. Allí tumbado, mirando al cielo.

Roberto Osa López (Madrid)

En el parque

Aquel mediodía el parque irradiaba esa luz de los primeros compases de mayo. Estaba más bonito que de costumbre, lo que hacía que mereciese la pena salir de la oficina y comer al aire libre. Pasó por la tienda, compró algo rápido para comer y se encaminó hacia el banco donde cada día acudía durante su hora de comida. Mientras paseaba hacia el parque, aspiraba cada vez con más intensidad, atrapando en sus pulmones el olor a vegetación. La bolsa que llevaba en la mano no olía tan bien, pero ya estaba acostumbrado al característico hedor del bocadillo de calamares.

Siempre iba al mismo banco. Siempre comía lo mismo. Y siempre solo. Pero aquel día vio que su sitio no estaba vacío. Una mujer algo más joven que él estaba allí sentada, comiendo en silencio.

Maldijo su suerte. “¿Por qué se ha sentado en mi banco?”, se preguntaba. Soltero y cincuentón, su vida se ceñía al trabajo y a su casa. Vivía en un semisótano rodeado de libros viejos, llenos de historias increíbles y de olores de otras épocas. Incluso amaba el olor de esas antiguallas. Ni qué decir tiene que se guiaba siempre por el olfato. No le gustaba estar con gente, dedicaba demasiado tiempo a soñar como para ser sociable.

Pensó en irse a otro banco, “en el parque hay muchos, ¿qué más dará uno que otro?”

No daba lo mismo, al menos a él no. Mientras pensaba qué hacer, esperaba escondido junto a un árbol que hay detrás del banco. Volvió a mirar una vez más, esta vez acercándose un poco, hasta el punto de llegar a olerla. A partir de aquí la cosa cambió. Vaya si cambió. Ella desprendía una fragancia natural que le hizo marearse de placer.
Lástima que desde allí no pudiera verle la cara. “Seguro que es preciosa. E interesante. Alguien que huele tan bien no puede ser mala gente”. Se empezó a emocionar, “seguro que hasta está buena”, pensaba casi eufórico.

Aunque estaban muy cerca, ella no se había percatado de su presencia. Él seguía escondido deliberando consigo mismo. La timidez, la falta de huevos, o lo que cada uno quiera pensar, era lo único que le frenaba. No paraba de darle al coco para que se le ocurriera algo ingenioso que decir para romper el hielo, pero nada.

Con la bolsa entre las manos sudorosas salió por fin de detrás del árbol, con una sonrisa patética en la cara. Alzó la vista con la poca valentía de la que era capaz para mirarle a los ojos, pero ella ya no estaba allí.

Roberto Osa López (Madrid)

El efecto Simpson

Hace unos años conocí a un tío que siempre llevaba la misma ropa. Siempre. No me refiero a un mendigo, ni a una persona que trabaja con uniforme, ni a alguien que descuide su higiene. De hecho, la persona de la que hablo es un niño bien que vive en la zona más pudiente de Majadahonda.

El día que lo conocí llevaba una camiseta blanca, sin dibujos y sin marca de ningún tipo. De su cintura colgaban unos tejanos grises, raídos, muy anchos, sujetos por un cinturón rojo como el que me ponían a mí de pequeño para que no se me cayeran los pantalones. Cerraba su vestimenta un par de zapatillas blancas con los cordones rojos.
Lo conozco desde hace tiempo y nunca le he visto con otra ropa que no sea esa, incluso durante unos meses lo veía a diario, íbamos a la misma clase.

Un día, en la cafetería de la facultad, vino a pedirme una moneda suelta para sacar tabaco. Se la di. A cambio, le rogué que me dijera porqué siempre iba vestido igual. Al segundo me di cuenta de que había metido la pata y que se lo podía tomar mal, pero me equivoqué. El muchacho que siempre vestía igual sonrió. Lo hizo como lo hace el profesor afable ante una pregunta absurda del alumno despistado; con paciencia y resignación.

“Soy un personaje de Los Simpson, por eso siempre visto igual”. Me soltó eso y se largó. Yo me quedé pensando en él, pero también en Bart, en Homer, en Lisa, en Moe, en el entrañable Barney… y llegué a la conclusión de que siempre van vestidos igual, en eso tenía razón.

Terminé el café que estaba tomando y decidí que aquel día no iba a ir a clase. Di un largo paseo y luego me fui a comer a casa. Al encender la tele, Homer sujetaba del cuello a Bart mientras éste sacaba una lengua de medio metro. Me acordé del niño bien que siempre viste igual y sonreí.

No volví a verlo en años. Hace unas semanas, me encontré con un amigo común de ambos y le pregunté por el niño bien que siempre vestía igual. Me dijo que unos tíos entraron a robar a su lujoso chalet de Majadahonda. Dieron una paliza a su madre, él no estaba en casa. Se llevaron doce mil euros en metálico, un reloj del siglo XIX, joyas, cristales de Swarovsky, varias teles de plasma y montones de ropa carísima. Prácticamente lo único que dejaron fue un armario lleno de camisetas blancas, pantalones grises y varios pares de zapatillas blancas.

La pasada noche, mientras paseaba por el centro de la ciudad, reconocí en un banco de la calle al niño bien que siempre vestía igual. Me costó darme cuenta de que era él, ya no llevaba la ropa de siempre. Iba completamente de negro, con una chistera blanca en la cabeza. Tenía un cigarro apagado en la mano y la mirada perdida. De repente, se me vinieron a la cabeza los muchos disfraces con los que había visto a Homer en montones de capítulos; de astronauta, de diablo, de mujer, de cowboy…

Sentí la necesidad de acercarme a preguntarle qué hacía allí y porqué vestía así. No tuve valor. Seguro que me perdí una gran historia, pero no tenía derecho a hacerlo.

Roberto Osa López (Madrid)

Anoche vino a verme Lars Von Trier

Anoche, mientras dormía, recibí una visita inesperada. Estaba sumido en un profundo sueño cuando, de repente, una mano fría me zarandeó hasta despertarme. Cuál fue mi espanto al descubrir que la mano que me sacudía pertenecía al mismísimo Lars Von Trier.

Salté de la cama como si fuera el propio demonio el que me había privado de mi relajado descanso. Bien es cierto que entre el señor Von Trier y Satán existen algunas similitudes; de hecho hay quien piensa que el bueno de Lars es el diablo hecho hombre.

Yo, que hace unos días tuve la suerte o desgracia de ver Anticristo, su última película, me quedé paralizado ante tan inesperado visitante. Como no sabía qué decir, y me parecía feo echarlo de casa, sutilmente intenté hacerle ver que su presencia no era de mi agrado, y más a esas horas de la noche.

-”Lars, macho, esto es allanamiento de morada”, le dije yo como si lo conociera de toda la vida.
-”Anda, cállate, que no sabes ni lo que es eso. Lo que pasa es que has visto mucho cine americano y las frases hechas te salen solas”, me decía el muy moderno. “Vengo a pedirte explicaciones; me ha dicho un pajarito que te vas cachondeando de mi por ahí porque en mi película sale un zorro hablando”.
-”¿Te lo ha dicho un pajarito? Un pajarito que habla, claro. Como el zorro de tu peli…”
-”Menos cachondeo”, decía Lars, “a ti lo que te pasa es que no entiendes mi cine, eres demasiado limitado. Estás anclado en las formalidades”.

Yo opté por entrar en su juego: “Muy bien Lars, puede que tengas razón en lo de que soy limitadito, hasta en lo de las formalidades. Y dado mi poco recorrido mental, ¿me puedes expicar lo del clítoris?”

-”Sal de las formalidades y lo entenderás”, me dijo el muy guasón, ante lo cual no tuve otra opción que contestar.
-”Mira Lars, te has presentado aquí sin avisar, me despiertas, me pones la cabeza como un bombo… Yo mañana madrugo, las formalidades, ya sabes. ¿Porqué no te vas a barrer el desierto? O mejor, cómprate una calavera y la peinas, que eso no es nada formal. Por cierto, Anticristo me parece una mierda, campeón”.

Intenté suavizar mi comentario añadiendo lo de “campeón” al final, pero el pobre Lars casi se pone a hacer pucheros, así que decidí pedirle disculpas.

-”Perdona, hombre. Si te sirve para sentirte mejor, tengo algunos amigos que no viven muy lejos que seguro que te suben el ánimo. Les encanta tu película de principio a fin, incluida la amputación del clítoris y el zorro parlanchín”.
-”Gracias, hombre. Pero no te preocupes por mi, si en el fondo lo que me gusta es que me den palos. Bueno, me voy a seguir impartiendo justicia en favor de mi peli. Hasta nunca.”

Y después de decir esto, el amigo Lars saltó por la ventana. Porque para qué salir por la puerta pudiendo salir por la ventana. Yo me volví a acostar. Esa noche soñé con un zorro que era mudo y llevaba al cuello un pizarrín, como Gabino Diego en Ay, Carmela.

Así que ya sabéis: si os visita el señor Von Trier, os molesta mientras dormís y luego sale por la ventana, por favor, no se lo tengáis en cuenta; es sólo que al muchacho no le gustan las formalidades.

Roberto Osa López (Madrid)

Relato corto

La puerta del metro se abrió, entre el apuro y el cansancio solo pudo buscar ansiosamente un lugar libre...

De pronto se encontró con la mirada de un joven que le miraba insistentemente como buscando entre sus recuerdos.

Sí a ella también le parecía conocido sin embargo no atinó a entablar conversación porque cuando la gente grande dice que recuerda rostros ... muchas veces no le creen ... claro si ni siquiera recuerda dónde guardó el monedero que uso ayer...

Los ojos de la señora se empañaron porque vio entre sus recuerdos un niño sentado en un pupitre de la escuela con otra mirada más brillante y una enorme sonrisa que iluminaba la cara y cualquier momento de recreo escolar aunque hiciese frío o tormenta ...

Era un alumno de quién sabe cuántos años atrás... Solamente pensó... emigración ... los muchachos de mi país sembrados por el mundo

La lucha y la soledad de cada emigrante, se le hacía cada día más patente.

Pensaba en sus tres hijas que una tras otra llegaron a Barcelona a trabajar y estudiar ¡que fuertes habían sido para emigrar y sobrevivir el exilio de aquél país donde estaban sus amigos, donde la gente por la calle hablaban unos con otros aunque no se conociesen...

El metro era un muestrario de nacionalidades de razas de esta polifacética Barcelona, donde se ven personas alegres enérgicas segurás de sí mismas por doquier

La propia televisión muestra un sector de sociedad con pentagrama en sol mayor

Pero donde también cruzamos rostros donde se adivina una cruda lucha diaria... y una valentía muy grande, de los inmigrantes que eligieron entre la pobreza y la lumbre y el calor del hogar lejano... ¿Cómo hemos llegado a esto?

Cómo pudieron los países endeudarse y empobrecerse tanto... ¿guerras? explotación? intereses creados? prostitución ideológica? egoísmo institucionalizado?

Tal vez ninguno de los que viajaba en el metro analizaba la situación... la señora desde su cansancio de 69 años no comprendía como tenían tanta fuerza estos obreros, estos padres de familia jóvenes, tal vez lejos del hogar para enviar unos euros a su familia.

Pero sí desde su corazón salía una oración: ten misericordia de nosotros, tus pobres hijos recorriendo el mundo. Cada uno paseando su soledad entre los otros.

Al menos algunos los esperaría alguien querido en su casa ? o tal vez una pieza escasa y con luz artificial ?

"Nuestra Señora del Camino ... bendice las encrucijadas, las ásperas cuestas... los valles y las montañas... pero sobre todo danos el agua de la amistad y el fuego del amor para seguir fuertes en el transcurso de estas jornadas camino a la Patria"

Mamá... en la próxima nos bajamos... el cochecito de la nieta y la voz enérgica de su hija la volvieron al momento, habían llegado POBLE NOU!!

La llamaba "su solcito" la niña más tierna del mundo!

Ana Cristina Delgado Tacoronte (Barcelona)

Dónde esta la felicidad

Te levantas cada mañana, café y traje gris hacia la oficina. Ocho horas frente al ordenador entre números, facturas y malas caras. Cuentas que no salen, la misma secretaria remilgada y servil desde hace 7 años. Tu despacho es frio, sobrio y lleno de títulos. Vuelves a casa en tu mercedes, tu mujer está demasiado entretenida en ese libro de autoayuda que ni repara en tu llegada. Tienes una hija adolescente que solo piensa en divertirse, escucha una música infernal y sus ropas son más parecidas a las de la última pasarela de Custo que cualquier trapo de Berska. Te has pasado toda una vida en hacer lo políticamente correcto, estudiaste en una buena universidad, buenas notas y entraste de becario en la multinacional que ahora diriges. Te has casado con la rubia espectacular de la clase de economía y vives en la mejor zona residencial a las afueras de la gran ciudad.

Los fines de semana te reúnes en el club de golf y sonríes mientras te cuentan una historia vacía sobre nada en particular. Las reuniones familiares son más cordiales que sinceras, vives toda una vida en el exterior y lo peor de ello es que tienes éxito. Has llegado a los 50 y te das cuenta que gastaste demasiados años en metas insulsas, has llegado a ser mucho para mucha gente a la que solo les importan tus resultados. Ahora lo tienes todo, todo lo que pensabas que habías de tener para ser feliz en esta vida y te das cuenta pasaste toda la vida corriendo tras ella y aun no la has alcanzado. Te has dado cuenta que por muchas metas que consigas nunca llega esa ansiada felicidad. ¿Dónde está el error? ¿Qué hice mal? ¿Por qué he perdido la comunicación con mi mujer? ¿Por qué jamás la he llegado a tener con mi hija? ¿Por qué me siento vacio a pesar de poseer una gran fortuna?
¿Y eres tu quien dice que estoy loca? ¿Quieres saber dónde está la Felicidad?

Me levanto cada mañana café en mano y sonrisa mientras miro por la ventana si sale un rayo de luz entre las nubes. Jersey de colores, zapatillas, pantalón cómodo y sombrero. No vivo una vida políticamente correcta sino que tengo mis propias normas. Se poco de muchas cosas y mucho de algunas, no tengo secretaria ni despacho pero un día lo tuve. Ni siquiera tengo coche, pero he tenido dos. No paso demasiado tiempo en el mismo lugar ni estoy rodeada siempre de las mismas personas, pero algunas siempre están.

Hoy vivo lejos de la gran ciudad, pero hubo un día en que me sentía anónima entre la gran multitud. Otro tiempo en que paseaba por calles estrechas y adoquinadas del barrio antiguo de una ciudad de reyes. Otros días en que las olas del mar me hacían sentir que estaba viva. Me emociona una puesta de sol, conducir hacia ningún lugar, me gusta sonreírle al gruñón del tendero de la fruta, tomar café en una terraza sin haber quedado con nadie, pintar las paredes del color que me siento, cortarme el pelo o andar descalza en mitad del parque para sentir la la hierba. Me siento feliz porque si, o preparo un bizcocho porque me salen riquísimos pero nunca me los cómo. Hay noches que necesito escribir o pintar o dibujar o pensar y no cierro los ojos hasta el amanecer. Prefiero ver el lado bueno de las personas a prepararme para lo peor. A veces he tenido dinero y otras no, a veces casa y otras no, a veces empleo que me gustan y otros no. No tengo raíz en ningún lugar ni una maleta tan grande que no pueda llevar conmigo allí donde mis esperanzas miren por encontrar emociones nuevas.

He pasado muchos años buscando un equilibrio entre el mundo y mis emociones. He conocido personas de toda condición humana, he tenido experiencias atribuibles a cualquier emoción que pueda sentir una persona. De todas y cada una de ellas aprendí, crecí, sentí, unas fueron positivas y otras me llevaron a los suburbios de la oscuridad que albergamos dentro de nosotros.

Hoy a mis 30 años puedo decir que todas y cada una de las vivencias que he tenido han sido producto de mis pensamientos, de mis sentimientos y que ellas y mi percepción del mundo me han convertido en lo que soy. He descubierto que el equilibrio y la riqueza más grande y absoluta esta dentro de nosotros, LA FELICIDAD!

Isabel Maria Martinez Carrillo (Almeria)

Viaje a la luz del que camina

Cádiz, salada claridad... Granada,
agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada.
Málaga, cantaora.
Almería dorada...
Plateado Jaén... Huelva: la orilla
de las Tres Carabelas.
Y Sevilla.

Manuel Machado.


Querida Lucía.
Te escribo para contarte con todo detalle las hazañas de este inesperado viaje que ha resultado ser un mágico camino a través de un haz de luz. Todo comenzó con una inesperada carta de un primo de mi abuelo quien emigró a Alemania en su temprana juventud. En ella me comunicaba que iba a emprender una travesía por tierras andaluzas e insistía en mi compañía. Sus palabras eran toda una letanía de súplicas para que le acompañase en su itinerario, al ser yo el único familiar que le quedaba con vida. Comprendí que realizar tal viaje sin nadie a su lado sería arduo debido seguramente a la fragilidad física de sus huesos. En su carta me comentaba que chapurreaba un germano-andaluz complicado de entender para cualquier ser humano, por lo que supuse que el idioma sería otro inconveniente a la hora de desplazarse por tierras andaluzas.
Mientras lo esperaba en el aeropuerto imaginé que aparecería un anciano decrépito y algo aturdido. Para mi desconcierto se presentó un fornido individuo de cabellera plateada que derrochando un extraordinario dinamismo me dedicó el más entusiasta de los abrazos. Sin más preámbulos nos pusimos en camino ese mismo día, ya que él argumentó en un perfecto castellano no querer perder ni un minuto en su aventura.
El primer lugar que decidió visitar fue la provincia de Sevilla, así que madrugamos para atravesar la espectacular Sierra Norte. Cuando llegamos a la primera colina aparcamos el auto frente a un nogal. Al bajar del coche cerré mis ojos para aspirar con toda mi capacidad pulmonar el aroma fresco que desprendía la hierba mojada. Al abrir los párpados contemplé en el horizonte amplias dehesas llanas alternadas con voluptuosos bosques de encinas milenarias. Numerosas huertas destacaban sobre un monte pardo ofreciendo toda una gama de tonalidades verdes, impregnando de aromas dulzones la señorial serranía. Subimos de nuevo al coche y condujimos a escasa velocidad debido al vértigo que nos provocaban los múltiples precipicios del sistema montañoso. De repente nos detuvimos para deleitarnos con la visión conmovedora de elegantes ciervos castaños bebiendo de la Rivera del Huesna. Después continuamos conduciendo en dirección a la capital, dejando atrás un idílico horizonte de colinas aceitunadas, salpicadas por pueblecitos encalados que reposaban plácidamente sobre las faldas de las montañas.
Llegamos a Sevilla, ciudad dotada de un patrimonio histórico-artístico de incalculable valor y capital en su día de la noble Al-Andalus. Comenzamos la mañana paseando por el laberinto de las estrechas callejuelas del Barrio Santa Cruz. A media tarde disfrutamos de un agradable café en un bello rinconcito llamado “Plaza de Santa María la Blanca”. Mientras paseábamos por las calles me di cuentas que éstas estaban repletas de naranjos, los cuales perfumaban con su aroma a azahar la suavidad del ambiente. El centro histórico era encantador, aunque no lo eran menos los múltiples puentes enarcados sobre el río Guadalquivir, cuyas orillas dividen el señorial barrio de Triana del resto de la ciudad. En la primera madrugada me enamoré al contemplar desde la calle Mateos Gagos y bajo una luna gitana, a la más altiva e insigne de los monumentos, la madre y señora de Sevilla ¡La Giralda!
Tras la capital hispalense fuimos a recorrer de punta a punta todo el litoral andaluz, donde disfrutamos tanto de extensas playas doradas, como nos emocionamos al descubrir solitarias calitas escondidas tras las rocas. En pintorescos pueblecitos pesqueros nos aconsejaron visitar las cuevas prehistóricas de los alrededores, y no marcharnos sin gozar del derroche y lujo que ostenta Puerto Banús.
Después de atravesar el litoral nos pusimos en camino para ir a la ciudad moruna de Granada. Recuerdo que de niño había visitado la Alhambra, sin embargo no me acordaba de haber ascendido por las retorcidas y empedradas calles del barrio del Albahicín. Al llegar al Mirador de San Nicolás, contemplamos con los ojos cargados de lágrimas la soberbia fortaleza palaciega. Sus honorables muros reinaban orgullosos, luciendo las galas doradas que el sol le ofrecía con cada crepúsculo.
Aquellas andanzas me encandilaron el alma en cada tramo, culminando en éxtasis con la visión verdinegra de la Sierra de Cazorla. Su prodigioso paisaje cárstico jugaba a crear complejas e irreales formaciones humanas en las rocas. Aparcamos el coche al lado de un impresionante salgareño, y nos adentrarnos en el valle para poner nuestros cinco sentidos a merced de los encantos del bosque. Tras sortear numerosos baches y riachuelos logramos llegar a una amplia meseta colmada de una diversa vegetación de coníferas.
Con el corazón encogido y cientos de fotografías inverosímiles por revelar pusimos fin a nuestro viaje. No obstante es en mi alma donde quedará siempre grabada la imagen de las numerosas fuentes y plazas, o el rubor de la brisa marinera acompañada de los quejidos de una guitarra. Jamás podré olvidar las románticas bahías almerienses. En mis retinas se han infiltrado las insólitas imágenes de las marismas onubenses, y mi corazón se impregnó de las tonalidades marinas, tanto de un atlántico azulado como de un mediterráneo verdoso y terracota. ¡Y cómo olvidar los asados de los pueblecitos blancos de la serranía de Cádiz! ¡Ay aquel “pescaito” que degustamos en las tasquitas populares de la costa!
Al concluir el recorrido me he dado cuenta de que soy un auténtico desconocedor de la heterogeneidad y belleza de mi propia región. Ahora entiendo porque tú siempre me insistías que debía conocer en profundidad mi tierra. Sin embargo lo más insólito de todo este viaje Lucía, ha sido que tras finalizarlo aquel lejano pariente se marchó sin dejar rastro alguno. Muchos han sido los intentos de ponerme en contacto con él, pero todos han sido en vano. Algo que no se me borra de la mente es la pasión que él demostraba sentir por las cigüeñas. Solía repetir una y otra vez que le encantaría ser una de ellas para disfrutar desde el cielo de tan bella panorámica. Ayer, cuando te esperaba en la puerta de la iglesia observé a una de ellas circunvolar sobre mí más tiempo de lo usual. Luego apareciste tú, resplandeciente como siempre y luciendo un volátil vestido blanco. Te rodeé con un brazo tu esbelta cintura mientras que con el otro señalaba al cielo para mostrarte el ave en cuestión, pero por alguna razón que no llego a comprender despareció de repente. No obstante me dejó el precioso regalo de una pluma albina que encontré prendida en tu cabello.
Al tiempo que tus labios dibujaban una sutil sonrisa me preguntaste como me había ido el viaje, a lo que te respondí con un suspiro desde lo más profundo de mis entrañas. Por esa razón te escribo esta carta, para contarte a través de papel y pluma lo que la voz y la garganta no han podido hacer.
Y es que Lucía ésta es una tierra de embrujo que hechiza la luz del caminante, región de colores y aromas donde el duende vive en la noche y se desvela hasta la aurora. Esa es Andalucía, lugar de mil rincones y sabores, ladrona de los espíritus de quienes la adoran.

Euclides (Las Cabezas de San Juan, Sevilla)

Sentada en el vacío

¿Qué es la vida? Una ilusión,
Una sombra, una ficción,
Y el mayor bien es pequeño:
Que toda la vida es sueño
Y los sueños, sueños son.
Calderón de la Barca.

El fresquito de la mañana despierta a los pájaros y los anima a cantar ¡Qué alegre despertar, sentir que la vida se abre paso ante mí envuelta en un cadente himno a la libertad! El orgulloso gallo alza su garganta emplumada para cacarear, y la sinfonía del viento mece las flores del camino, los campos de trigo, las hojas de los árboles y las pajas de los enredados nidos. Así me levanto cada alborada con música en el aire, olor a tostadas y el silbido de la cafetera que humeante espera en la mesa.
Me vestía en mi humilde habitación, paseaba por las calles empedradas de mi pueblo, saludaba cada día a las vecinas mientras mi madre tiraba de mi brazo izquierdo diciendo:
-¡Vamos hija, venga! ¡Que te embobas mirando una mosca! ¡Agarra el cuaderno! Siempre tienes que llegar tarde. ¡Qué trabajito! ¡Cada mañana el mismo tormento!-
Mi mamá tenía la paciencia del Santo Job, quien la iluminaba desde el cielo cuando me quedaba dormida en el desayuno con los ojos entreabiertos, soñaba y soñaba y así transcurría el tiempo.
Una vez llegaba a la escuela me acomodaba al final de la clase, y sentada en el último asiento, con una mano en la mejilla y párpados fijos en el techo escuchaba a la maestra que alzaba la voz para preguntarme:
-¡Micaela! Te preguntaba que quién escribió “El libro de buen amor”-.
En esos instantes yo sentía mi cara blanca con las mejillas sonrojadas, una de ellas seguramente con la mano señalada. Así, sin saber que responder agachaba la cabeza abochornada y decía:
-No lo sé señorita, pero alguien cuya alma estaba enamorada-
En la clase se producía todo un sinfín de risas, pataletas e incluso palmas, al mismo tiempo que la indignación se dibujada en el rostro de la señorita de lengua castellana. Durante las tardes de verano, esas tardes largas, cuando en la siesta reina el silencio sobre las palabras, me acomodaba en mi viejo sillón de mimbre rememorando el sueño de la noche pasada, pero como alguien dijo una vez: que todo en la vida es sueño y los sueños, sueños son.
Veinte años más tarde. Año 2009
Son las seis de la mañana y acaba de despertarme el sonido de una ambulancia al pasar. Sus luces fulgurantes se reflejan en el cristal, disipándose su periódica sirena y mezclándose finalmente con el bullicio de la ciudad. Las primeras palabras que escucho provienen de mi viejo transistor que anuncian el cambio climático, cuentan el número de muertes en carreteras y aconsejan ahorro e inversión. Así es el inicio de cada día antes de comenzar mi jornada laboral. El cielo es un manto gris de nebulosa suciedad y el sol juega al esconder tras inmensos edificios de cristal. El suelo es un mapa de sombras, rayas, colores, señales que indican por donde se puede o no pasar. Parece que la vida fuera un juego de mesa en un grandioso tablero cuya misión es avanzar, con reglas estrictas donde se sigue un mismo patrón a un simple compás, y si no entiendes las normas y no te atreves a apostar... ¡Jaque mate te dirá el destino! Jaque mate y... ¿Qué mas da?.... Todo es un conjunto de reglas, todo es un juego, un pasatiempo aburrido tedioso y real, con pautas impuestas sin pistas, sin contraseñas ni risas, sólo metas que alcanzar. Llegado al punto primero debes continuar sin mirar atrás, llegado al punto segundo debes seguir e intentar progresar, llegado al punto tercero (¡Estoy cansada!) debes avanzar o te alcanzarán, llegado al punto cuarto... y así una y otra vez, pero...
¿Qué fue de la niña que bailaba con príncipes en la salita de estar? ... ¿Qué fue de esa chiquilla que reía dormida e incluso en sueños se le escuchaba cantar? ... ¿Qué fue de esa muchacha¬¬? ¿Dónde está? .... Se fue a la penumbra de su propia alma, se escondió detrás de su mirada vacía y de sus prepotentes palabras, se marchó a un país aún más lejano que el reino que de niña imaginaba. Tan remoto era que ni ella misma se encontraba y tan mudo como cuerdas sin guitarra, como teclas sin piano, como agujeros sin flauta. Se apagó así su música, su voz, las notas de su interior y las remplazó por la computadora, el teléfono y la televisión.
Erguida anda por la calle, mirando al frente con paso firme, fuertes pisadas en tacones altos y cara maquillada. Pintaba sus labios de color granate, resaltando la luz de sus ojos verdes esmeralda. Tenía la piel blanca como la leche, y cabello azabache ocultando un mar de canas. Podríamos definir a Micaela como una mujer bonita, lánguida y vulnerable ante los ojos de quienes la contemplan, suscitándoles confianza. Sin embargo, ya hace tiempo que Micaela no confía en nada, tan sólo en su sombra que en la penumbra le acompañaba, tan sólo en sus palabras cuando a si misma se hablaba, y a veces hasta de ello se extrañaba. Su vida era una monótona existencia sin emociones, sin sentido y sin anhelos. Sólo la embargaba el recuerdo, y la añoranza es cruel cuando se adhiere al cuerpo. Es dura y fría como el acero, oscureciendo la mente de pasados hechos que no vuelven a revivirse, porque el pasado es bello cuando el presente es vida pero no cuando está muerto.
Se levantaba cada mañana a las seis en punto y al estirar brazos y cuello se miraba en el espejo para escrutar cada arruga, cada mancha, y horrorizada veía pasar el tiempo por su tez pálida. Tan sólo contaba con treinta y cinco años y si no fuera por el matiz del cabello y el denso carmín aparentaría una anciana, larguirucha y amargada por esa sensación de estar siempre disgustada. Ella lo sabía y cuidaba su piel, se enjoyaba y perfumaba su cuello a vainilla en los veranos cálidos, y a lavanda en las mañanas de invierno. Pero ese dulzor en su piel se apagaba tornándose a trigo seco, no consiguiendo disimular su tristeza con colores ni esencias, sin poder disfrazar su vacío y sin saber cómo hacerlo....
Su trabajo, sin embargo, era mágico y bello, cuya labor consistía en admitir o no publicaciones, divulgar sueños. Pasaba las horas en una compañía editorial, marcando y leyendo. Escogía los textos por orden de llegada, los clasificaba en su archivador, preparaba su mesa y el ordenador. Con prolijidad extrema en bolígrafos y cuadernos, no consentía que ningún intruso tocara sus cosas sin pedirlas primero. No toleraba que se las devolvieran sin ser colocadas tal y como ella las había puesto, por eso su espacio estaba siempre perfecto, nadie se atrevía a tomar nada prestado, nadie osaba a hacerlo, ni pedirle nada y por ello tampoco ofrecerlo.
Una vez sentada y tomado el tomo, seleccionaba primero cual sería el tema del que trataba, en segundo orden el tipo de vocabulario: palabras repetidas, científicas, exactas. En tercer orden cómo era la historia, iniciándose, desarrollándose y terminando la trama. Evaluaba siempre con la misma técnica, ya fuera una novela histórica, cómica o un trágico drama. No profundizaba en ninguno de ellos, no se sentía por ningunos embriagada, jamás suspiraba al finalizar un texto, jamás sonreía ni se le encendía la mirada. Nunca la vieron sobresaltarse al leer líneas profanas, nunca se sorprendió al leer descubrimientos interesantes y ni siquiera enfadarse si leía textos tediosos, infantiles o patrañas. Ella sólo leía, marcaba y seleccionaba, igual que si estuviera en una fábrica. Pasaban las horas, los días, los meses trabajando como si de una autómata se tratara. Tristemente así podríamos describirla: una mente cuadriculada, un cuerpo sostenido a un alma anclada al recuerdo, amarrada a la añoranza, flotando en el olvido y arrastrándose por el camino de la desgana.
Aquel seis de Junio se produjo un extraño acontecimiento, al menos inquietante, en esa veraniega mañana en la que el sol hacía clarear los ojos de la editora del departamento número seis más amargada. Sus párpados más cerrados que abiertos y su nariz arrugada, se acercaban a un bloc como tantos otros, pero éste sin embargo lo leía con entusiasmo, con sorpresa y con una rapidez desmesurada. Hizo que el resto de compañeros de la sala se pasmasen, unos a otros se miraran y se dieran pequeños toques en los pies o en las espaldas, murmurando entre ellos y volviendo sus caras. ¡Tantos años trabajando juntos! Era la primera vez que en ella veían un atisbo de vida, una mirada liviana, una mueca emergiendo de sus labios. Con ceño fruncido se acercaba el papel a la cara, un gesto de desconcierto e incomprensión, movimiento de manos levantadas, pasando con energía cada hoja y sin tener un rotulador para ir señalando frases, expresiones y palabras. Leía y leía con tanta avidez que la curiosidad fue tan palpable que hasta el aire se hizo espeso, con un cuchillo se cortaba, así se volvió denso el éter y enrarecida la atmosfera por ver a Micaela embelesada. A la compañera de la mesa izquierda a quién nunca dirigía ni media palabra, la miró de repente y le comentó:
- ¡Justo lo que necesitaba!-.
A la mañana siguiente entraba por la puerta Micaela, con rostro iluminado, sonriente y cándida con vestido de seda fresquito y demasiado alegre para la fábrica de palabras. Iba de verde la señora, de verde esperanza como sus verdes ojos, como el verde caminar de un poeta, verde de alegre salero, verde de azul el cielo, verde su sombra. Era su pelo negro como las olas, su piel clara como un espejo, como el mar de plata de Cádiz y como la nevada sierra de Granada en enero. Cuerpo verde, de piel blanca y cabellos negros como el más puro beso.
-¡Buenos días!-. Se sentó en su reclinado asiento, agarró el escrito entre sus manos, hoy de terciopelo. Ojeó de nuevo el bloc, lo miró con regocijo y cariño, con estremecimiento. Sus ojos lo miraban como si un bebé le estuviera amamantando el pecho.
-¡Bellas frases!- dijo para sus adentros: -¡Bellas palabras! Tan claras, concisas y a la vez tan extensas y cargadas de duelos. Porque el batirse entre el alma y la mente, entre las carencias y los afectos… Esas frases son en estos momentos, agua fresquita descubierta en el desierto. Me siento tan llena de dicha por leer estas palabras de desaliento, compasión y complicidad, narrativa que tiene el fin perfecto, que marca el principio de mis nuevos días y me dan el ímpetu que ahora mismo siento. ¡Oh sí! Volveré a sonreír, memorizaré cada letra, cada vocal y coma, cada exclamación, ¡Qué maravillosos consejos!-.
Micaela se había convertido en una mujer huraña y desconfiada por una razón: el dolor. El color de su alma de niña era rosa y dulce como bola de algodón. De sonrisa diáfana, brillantes ojos y charlatana, con boca prudente, obediente y abnegada. Pero se produjo un hecho, un acontecimiento que la cambió. Sucedió una tarde de verano cuando las amapolas se abren por los caminos, y sus pétalos descarnados se desnudan sin pudor. Ocurrió una tarde de julio cuando el sol clarea las sombras y amarillea el verdín. Pasó esa tarde en la cual la niña dormitaba en un sillón, con la cabecita en un cojín. Al abrir sus ojos y al mirar que el silencio la envolvía, y el silencio sólo era silencio y nadie le respondían, entendió sólo entonces que su sonrisa a nadie cautivaba, que sus ojos expectantes a nadie le importaban, que sus gracias sólo a su espejo iluminaban. Nació sola en el mundo, jamás se había percatado de su soledad, nunca se sintió desolada. Ella creía que la amaban y sentía ese calor húmedo del beso en la mejilla cada mañana, ella lo sentía. Pero al despertar esa tarde de julio envejeció, comprendió entonces que no había nadie a quien dirigirse, nadie con quien reír y que le hablara, ¡Era tan extraño no haberse dado cuenta antes de la soledad que por su vida cabalgaba! Nació sola, vivió sola y pensaba morir sola sentada. Pero repentinamente algo sucedió, se levantó sacudiendo las arrugas de su falda y comenzó a escribir la siguiente carta:
Querido Don Ernesto Amador:
He recibido su obra, la cual me susurra en mis noches y me despierta en las mañanas. Me hace sonreír en las tardes y a todas horas envuelve mi piel, calando en mí como gota de rocío en la madrugada Sevillana. He recibido su obra, y me he quedado absorta, increíblemente asombrada, porque muy señor mío y con todos mis respetos, debo confesarle que somos almas cercanas, próximas en sentimientos y al mismo tiempo ¡tan aisladas! Siento que conozco sus sueños y añoranzas, sus ilusiones y penas, su corazón y alma aunque desconozca el temple de su voz, semblante y mirada. Sin saber los años por los que ha errado su piel morena o clara, desconozco el caparazón que lo envuelve, y aún así, es como si pudiera reflejar en la niña de mis ojos la luz que de usted se desprende, esa luz mágica de las horas tempranas, difusa y clara. Azulino es su fuego, su claridad me está abrasando y me besan en la mejilla sus palabras. Quizás soy arriesgada y al leer mi carta un gesto de sorpresa le invada. Quizás soy presurosa, o presuntuosa o una loca desquiciada, ¡sí quizás puedo ser todo eso, o más! o... no lo sé... quiero pensar por usted, y si así lo hago, nada de lo anterior tiene sentido. No quiero ponderar lo que digo, los sentimientos no se expresan si se justifican a si mismos. Sólo agradecerle su obra, y darle una y mil gracias por encender una vida hasta ahora apagada, por saborear de nuevo el algodón de mi infancia. Ahora no sólo lo recuerdo si no que hasta siento su textura en mi boca, el viscoso azúcar entre mis palmas, la ilusión de agarrarlo como un trofeo, llevándolo alto para alcanzar la luna, las estrellas o alguna constelación lejana. Gracias por ofrecerme su algodón, lo comeré hasta quedar empalagada.
Micaela escribió así su carta y pasó días asaltada por indecisiones, hasta que decidida tomó las riendas de sus deseos y fue a la oficina de correos. La señorita iba a trabajar ahora radiante cada mañana y en las tardes veraniegas en la piscina se refrescaba, cerraba sus párpados y se sumergía entre las aguas, zambulléndose como una sirena en los mares de plata. Se sentía acariciar por los rayos y la suave brisa la arropaba. El sol, esa bola de fuego tan lejana y ardiente que ilumina el cielo, que clarea la vida, ésa bola de fuego atraía a Micaela. Lo miraba con ternura, con cariño, con afecto, ese calor la abrazaba, la invadía y besaba sus senos. Pasaba la tarde mirándolo con sus ojitos entreabiertos, pensativa, relajada y dejándose llevar por el rubor de la brisa y el calor que la embriagaba. Pasaba así el tiempo hasta que oscurecía y el sol se despedía hasta la mañana. Entonces ella se levantaba, sintiendo su piel llena de luz y su alma lavada.
Al llegar a su casa encontró la carta tan esperada. Ella no podía creerlo e intentó apaciguar sus ansias, tomó respiro hondo en sus pulmones, bebió despacio dos vasos de agua y se sentó un rato con la carta cerrada. Procuraba estar tranquila para no tropezarse con las palabras, quería pasar por cada una de ellas con serenidad y calma. Así pasaron varios minutos antes de abrirla, sosteniendo tímidamente la nota y acariciando el sobre que lo guardaba, la desplegó y leyó en voz alta:
Querida Micaela Santa-Cruz:
He recibido su carta y agradezco su entusiasmo, franqueza y confianza. De hecho su sinceridad me asombra, la entiendo y no me sobrepasa. Creo que nuestras conciencias están más cercanas inclusive de lo que usted expresa. Sería un placer maravilloso conocer a la otra parte de mí ser, esa parte que ahora al conocerla entiendo que me faltaba. Cuando ello ocurría no me daba cuenta de su ausencia, ya que la carencia sólo se conoce cuando se ha tenido o se recuerda. Le mando mi fotografía ya que el cuerpo es el templo del alma y entreabre mi espíritu a través de los poros de mi piel y de mi mirada. Por el paso de los años se dibujan arrugas alrededor de mis mejillas, y en mis manos puede traslucirse si he acariciado el viento en la mar salada. Quizás en una fotografía sólo se vislumbra la silueta de un espantapájaros ahuyentando los pájaros de la bandada. No temo su reacción ya que mirará mis pupilas y verá en ellos su fachada, contemplará mis manos como si de las suyas se tratara, y sentirá que por fin me encontró. Encontró lo que tanto buscaba, no entendía y no hallaba.
Micaela vislumbró la foto, la observó y se sintió reconfortada. Sus ojos eran grises y cenicientos de pupilas dilatadas, y las pestañas espigas en la noche que a las pobladas cejas abanicaban. Sus ojos eran grises y su cara pandereta, tan redonda como la luna, tan gentil como su áurea, tan apacible como las noches de verano en las calles y en las terrazas. Su cara era sonrisa de blanco lucero, de céfiro en el mar, en la sierra o en el cielo. Miró de nuevo la foto, sintió serenidad y paz en el desorden de su alma. Guardó la carta en el cajón con la pulcritud de quien guarda un tesoro o palabras sagradas.
Era el veinticuatro de agosto. La fecha del esperado encuentro. Micaela sin embargo estaba sosegada y dichosa con el día que le esperaba. Iba a conocer a Don Ernesto, ése hombre que le trajo de nuevo la ilusión al hueco de una vida gastada. Hombre que con la belleza de un relato, hizo despertar en ella sentimientos olvidados, risas lejanas y momentos mágicos en los albores de su infancia. Llegó Micaela a la plaza, con un vestido rojo escarlata. Su cabello ondulado al sol, gran sonrisa y discurso musitado a media voz. Y allí estaba esperando aquel hombre, sentado, erguido y mirándola despacito. Se le veía paciente y tranquilo, con una sonrisa que enmarcaba la cara como si de un cuadro se tratara. Era maravilloso ver y comprobar cómo la imaginación a veces es tan fiel como la realidad que los asociaba.
-¡Buenas tardes!- saludó Don Ernesto entregándole su mano y sin desviar la mirada- ¡Buenas tardes señorita Micaela! ¡Qué maravillosa oportunidad tenerle frente a mí sentada! Deseaba tanto verle que mis manos no respondían a mi cabeza y temblaban. Ahora al estar frente a mí, tal y como yo evocaba, vino de nuevo la razón y la calma y me siento aquí en ésta insólita plaza como si en mi hogar me hallara.
-¡Gracias Don Ernesto! Sólo puedo decirle gracias, porque su obra está siendo el rumbo, el timón y la vela de una vida llena de agujeros. Una vida llena de aires que soplaban a ninguna parte, y ahora tengo mi propio timón, barca y velero.
-¡Nada Señorita!, ¡no es nada! Es un placer y una dicha devolverle a su semblante esa sonrisa, nunca la pierda y no vuelva a enredarse en telarañas. Líbrese de esa maraña, de ese pozo vacío en el que esta cayendo el mundo, esa plaga que nos está consumiendo la ilusión y la aspiración de una esperanza. Deshágase de la pena, de la nostalgia y saque fuerza de ese corazón grande que late, de sus manos generosas y de su boca agradecida. Demos buenas palabras, dulce alimento, pan que satisface el hambre en la pobreza de las almas perdidas. Tenemos mucho que dar y al dar el vacío se elimina, ¡Nos sentimos a veces tan cómodos en la cárceles de rutinas que aprisionan nuestra mente, que nos convencen de una seguridad impía! Nos sentimos satisfechos al mirarnos el ombligo y que éste nos devuelva la sonrisa ¡Hipocresía! No traspasamos el cristal de la ventana, sólo desviamos la cortina.
Son las seis de la madrugada, Micaela despierta. -¿Un sueño?- Un sueño mágico, profundo... todo fue un sueño. Un sueño que desvió el rumbo de su vida, entendió lo que el corazón y la mente a gritos le pedían. Resucitó de su letargo y sus oídos como flores adormecidas, despertaron abriéndose a la música que su alma componía. Y descifró la letra y cantó a voz en grito, ¡Bella diva! Cada noche y día, escuchaba la voz de su espíritu susurrándole palabras benditas y cuando se aturrullaba entre su almohada y sus oídos se ensordecían, recurría al libro que le devolvió la dicha que no era otro que ella misma…

Euclides (Las Cabezas de San Juan, Sevilla)