jueves, 31 de diciembre de 2009

La vuelta de tuerca

- Licenciada en derecho fiscal, inglés nivel medio hablado y escrito, informática avanzada, mecanografía experta….

La Sra. Ruíz revisaba minuciosamente el currículum a través de sus pequeñas lentes, irradiando un aire de superioridad que llegaba a amedrentar a Elena. La joven prestaba atención en silencio, intentando recordar qué posición debía adquirir para dar la imagen de una persona extrovertida y responsable, esforzándose en aparentar la templanza que no tenía.

- Tu labor consistirá en llevar los documentos jurídicos a las diferentes gestorías y organismos con los que trabajamos; el horario será de nueve a siete; tendrás una paga de cien euros al mes durante el primer año y posteriormente te contrataremos de manera indefinida con un sueldo acorde al puesto. ¿Tienes alguna pregunta?.

La joven asintió sin saber muy bien cómo comportarse. Era la primera entrevista a la que se presentaba y tenía muchas esperanzas depositadas en ella. No quería que nada pudiera salir mal.

- ¿Me pagaríais el transporte? – tembló su voz apenas audible ante la expresión asombrada de su entrevistadora.

-Guapa, necesitamos gente con ilusión, y veo que tú no la tienes – Elena sintió su alma arrastrada por el fango. - Lo siento, pero no podremos contar contigo.

Laura Jiménez (Moralzarzal, Madrid)

miércoles, 30 de diciembre de 2009

El Retratista

- Ahora, señorita, no se mueva, por favor.

La joven se quedó quieta, tal como el hombre de bigote le indicaba. Reprimiendo sus ganas de bostezar, fijó sus negras pupilas en aquella caja mágica que habría de lograr devolverle un reflejo de su imagen.

- Un momento y enseguida estará. Siga quieta por favor.


D. Cristófolo, retratista profesional de la ilustre villa de Villaponf, llegado a ésta hacía unos cinco años. Su procedencia, todo un misterio para los habitantes de la misma. Contempló en la cámara oscura, la imagen invertida de aquella chica. Sonrió pensando en aquella engañosa visión que las lentes le devolvían: una bella muchacha colocada cabeza abajo, cuya ropa se mantenía quieta y colocada, cual almidonada de forma desmesurada. – Qué pena que esto no fuera real, ver toda esa tela alrededor de su cabeza, ver esas piernas que solamente se pueden adivinar -. El retratista era asaltado por múltiples pensamientos.


Un, dos, tres… El fogonazo hizo parpadear a la joven. El olor a magnesio quemado inundó la estancia. Ahora, ya estaba, podía abandonar la forzada rigidez de su cuerpo.


- Señorita, ya está.


La acompañante de la Srta. Rosalía, se dirigió a él, interesándose por cuándo podrían pasar a recoger el retrato de su señorita; para ella, una mujer sin estudios, pero de férrea disciplina y fe cristianas, cumplidora servicial de los mandados de su patrón, el padre de su señorita Rosalía, y veladora de la virtud de ésta, lo que hacía aquel hombre, Don Cristófolo, era magia. No podía entender cómo era posible que uno mismo quedara dibujado de forma real y precisa sobre una lámina de papel. ¿No sería cosa del demonio, o brujería todo aquello? No, eso ya se lo había preguntado al padre Cipriano, y éste, algo le había tratado de explicar, liándose con espejos, placas y sustancias extrañas, la verdad, que aquel cura tenía paciencia con sus feligreses, y ganas de que estos ganaran en sapiencia, pero a ella, la cabeza sólo le daba para cosas sencillas y llanas.


-Dígale a Don Torcuato, que dentro de una semana pueden pasar por él. Ha sido un placer -. Añadió dirigiéndose a la joven, ignorando por completo a la criada. Él sabía moverse en sociedad, él, el gran y único retratista de toda la villa y sus alrededores, no podía rebajarse a mirar a una “chacha”, él, comparable a Antonie Claudet, de eso nada, había clases y clases, y eso era algo que había que mantener, eso era la sociedad, lo que mantenía a ésta en su orden.


Recogió la placa de cobre recubierta de yoduro de plata, y se introdujo en su laboratorio, en su Santum Santorum particular. Allí, entre los vapores de mercurio, se sentía como el Gran Maestro de Ceremonias.


Había pasado más de media hora, contemplaba el resultado, Don Torcuato estaría más que satisfecho, su hija, exhalaba encanto y una enigmática y atrayente sonrisa en aquel retrato. Con todo el cuidado, instaló este tras de un cristal, al amparo de los estragos de la luz, y se dispuso a enmarcarlo.


– Ciertamente, es una joven hermosa - . Pensaba Don Cristófolo, sintiendo aquel palpitar tan conocido en su entrepierna.


Era un hombre soltero, distante, introvertido, que compartía su vida con la única compañía de su fiel mayordomo. Entregado por entero a su trabajo en los últimos años, eran pocos los bailes a los que acudía, aunque ahora, contemplando aquella imagen, decidió que este año sí que acudiría al baile en la casa de Don Torcuato, allí, con toda seguridad, tendría ocasión de entablar conversación con la señorita que le sonreía a través del cuadro. Tal vez pudiera llegar a hacerle otro retrato, pero distinto, de otro tipo, como aquellos que tantos problemas le trajeron en la anterior ciudad, A pesar de lo sucedido, no se había desprendido de ellos, y seguía disfrutándolos y dejándose perder en las largas y frías noches de su soledad.


Dirigió su mirada al baúl, a su particular arca del Santum Santorum, allí, encerrados con llave, al amparo de miradas curiosas, estaban sus tesoros, sus más bellos retratos. Introdujo la mano en su bolsillo, buscando la llave de la que no se separaba nunca, el día había terminado, nadie vendría a molestarle, podía disfrutar hasta la hora de la cena un poquito de ellos. El palpitar de su entrepierna retumbaba ahora ya en su cabeza, y la tela de su pantalón, había comenzado a distenderse allí precisamente donde el pensamiento se transformaba en hecho.


Sus retratos… Cuerpos de carnes prietas, las Gracias de Rubens en carne y hueso, sonrisas pícaras, miradas lascivas, y su lengua recorriendo el labio superior, sintiendo el contacto de su bigote, imaginando otro contacto, otro vello, y su boca tragando el exceso de saliva, y su entrepierna palpitando, deseando… La señorita Rosalía era digna del mejor retrato, imaginaba lo que el vestido ocultaba, recreaba el momento de retratarla libre ya de aquellas telas. Imaginaba ya el momento de contemplarla, anticipándose a un futuro incierto, seguramente imposible, o quizás no tanto. Conocía la sociedad, conocía la hipocresía, y los deseos ocultos e inconfesables de las muchas ilustres, respetables y aparentemente grandes señoras.


Sí, este año, él, el ilustre Don Cristófolo, él que sabía moverse en sociedad, el educado y galante, el único retratista de Villaponf, acudiría con sus mejores modales al baile de Don Torcuato. Rosalía le esperaba, y él, esperaba tenerla de nuevo delante de su cámara.


Raquel Villanueva Lorca (Ponferrada, León)

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Soledades

Sentada en el banco de skay granate, frente a la mesa redonda de mármol blanco. Periódico abierto. Mirada perdida mas allá de los cristales medio empañados. Como los últimos mil y un viernes.

Sobre la mesa, un pequeño bolso marrón con el nombre grabado: Esther.

La luz temblorosa de los fluorescentes azulea el suelo de baldosas blancas y negras.

Antonio, el viejo camarero, con su bandeja bruñida y su paño, blanco, impecable. Pasea, como un malabarista, la bandeja cargada de vasos por encima de las cabezas, esquivando al personal con maestría torera.

A través de los cristales Esther mira a un perro zalamero decidido a ganar la atención de su amo. Un poco mas allá, esperando para cruzar la calle, un hombre. No muy alto. Pelo entrecano. Frente esculpida por incipientes surcos. Ojos entre azules y grises.

Una descarga eléctrica recorre la espalda de Esther -Es él. Es Raúl. ¡Y viene hacia aquí!

Raúl entra en el bar y se abre paso entre el guirigay de los futboleros embobados frente al televisor. Apoyado en la barra, levanta la vista hacia el espejo. Al fondo, frente al viejo cartel de Cava, ve los inconfundibles ojos marrones de Esther.

Mientras, Esther, muerta de ganas de llenarle de besos, hace como que lee.

Raúl se atusa el peinado y, con esa media sonrisa tan suya, se acerca por detrás.

- Le veo muy interesada en la evolución del Ibex, señorita-.

-¿Perdón?,- disimula Esther. -¡Raúl!, ¡cuanto tiempo!- Dibuja una sonrisa que pretende ser distante.

- Cada día estás mas guapa.

-Mintió él.

-Tú no has cambiado nada.

-Mintió ella.

Antonio, diligente, se aproxima.

¿Desean algo los señores?

¿Te apetece una copa de aquel vino?...¿cómo era?.. Tenía un escudo dorado...

Antonio recuerda muy bien ese vino. Lo servía a aquella misma pareja, hace...muchos años. Recuerda las manos de pianista de aquella chica, su forma de apartarse el pelo de la cara. Antonio, demasiado tímido, nunca se atrevió a decirle que estaba loco por ella. Se limitaba a seguirla hasta su casa y, de vez en cuando, hacerse el encontradizo para regalarse con aquella sonrisa.

Al fondo del botellero, oculta bajo una capa de tiempo, una botella del vino de cápsula dorada. Antonio la limpia, cariñoso, como a un recién nacido. Enseña la botella a la pareja, pero sus miradas están muy lejos. El resto del mundo ya no existe. Bucean en las pupilas del otro buscando el color de alguna tarde de invierno, el olor rojizo del aire, el calor de un amor olvidado.

Antonio libera el vino y lo deja jugar en su nuevo jardín de cristal. Los largos dedos de Esther acarician la copa.

-¿Aun le quieres?-

Raúl baja la mirada. Mueve la copa recreándose en las olas carmesí. Se moja los labios.

-No lo sé.

Los párpados de Esther bajan como una cortina, como el telón que pone fin a una larga historia. Levanta su copa y sorbe, lentamente, dejando que el vino disuelva la pena, la ilusión, la tristeza.

Raúl acerca su mano a la de Esther. Ella duda un instante, pero aparta la suya de forma casi imperceptible. Sus dedos no llegan siquiera a rozarse.

Se aparta el pelo de la cara y sonríe. Sonrisa de hielo.

Raúl habla, dicharachero, durante un rato. Esther asiente y sonríe, pero su mirada ya no es la misma. Ahora es la mirada con que lee el periódico o habla con un vecino.

Esther mira su pequeño reloj azul con aparente disimulo. Raúl se da por aludido, inventa una cita urgente, le da dos besos, deja un billete sobre la mesa y se pierde calle abajo.

Antonio no ha perdido detalle y se le escapa un pequeño grito de alegría que nadie advierte, fundido en el jaleo de los futboleros.

Esther toma un último sorbo y, castigando al personal con sus ojos marrones de gacela, sale del bar y se aleja entre las luces de neón.

Antonio limpia la mesa. Recoje la botella, casi llena, y las copas . En la trastienda, entre cajas de plástico colmadas de botellas, se sirve aquel vino en la copa de Esther. Lo observa a la luz de la bombilla amarillenta. Lo mueve despacio. Lo huele, casi lo escucha. Quisiera palparlo si fuera posible. Busca la marca de carmín en el borde de la copa, se la acerca a los labios, cierra los ojos y bebe muy despacio, besando a su amada.

José Manuel de los Rios (Barcelona)

domingo, 20 de diciembre de 2009

Arañas

Odio los insectos. Especialmente las arañas. Unos bichos que crean telas para atrapar a sus presas, llenos de pelo, con multitud de ojos, seis patas y fauces para devorar a sus pobres víctimas, son lo más parecido que ha creado la naturaleza a los monstruos del cine y de nuestras más oscuras pesadillas.

Pues bien, mi hermana es todo lo contrario. Ella adora todo tipo de animales repugnantes, desde los murciélagos hasta las serpientes. Por supuesto, pasando por los arácnidos. Y a mí me toca lidiar con esos seres, como aquel día en que su tarántula se escapó de la jaula y acabó dentro de mi cama.

Y ayer, al gota que colmó el vaso: mi hermana, la muy bromista, me metió a una de sus arañas en la mochila del colegio. Cuando fui a tomarme el almuerzo, la tarántula me dio un buen susto, además de haber envuelto mi bocadillo con su asquerosa tela. Lo primero que hice fue pegar un salto, soltar el bocata y dar un grito bien fuerte; después, aplasté al bicho con mi zapatilla.

El enfado que se cogió mi hermana fue monumental, tanto que hoy, al despertarme, no estaba en mi cama como es costumbre, sino atrapada en la jaula de su tarántula, pegado dentro de una tela gigante. Ahora puedo ver cómo ella se acerca mientras sus fauces parecen salivar al verme a mí, su próximo almuerzo. Y es que mi hermana es única vengándose.


Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)

jueves, 17 de diciembre de 2009

Crónica de la llegada de los no muertos (Primera parte)

Menudo aburrimiento de puente. Cualquiera pensaría que estoy loco por decir semejantes palabras, cuando un puente es el mayor anhelo de cualquier estudiante con dos dedos de frente. Y por supuesto que creo eso, pero es que estos días se me están haciendo eternos y pesadísimos. Estamos a domingo y aún me queda un día de vacaciones, de poder hacer lo que me venga en gana, pero en realidad estoy deseando que llegue el martes, poder ver de nuevo a los compañeros de la Facultad y, en definitiva, volver a la rutina. La culpa de que este puente de diciembre me esté resultando interminable, no es mía, sino del resto del mundo: mis padres se han marchado a nuestra casa de campo, a la cual yo no quise ir, con la intención de montar una pedazo de fiesta en el piso, pero terrible error, ya que todos mis amigos tienen exámenes hasta Navidad y se han quedado encerrados en casa. En un principio me molestó que todo el mundo pasara de mí, pero entonces pensé que era el fin de semana ideal para culturizarme un poco; mi idea era leer algún libro que tuviese olvidado, pero buscando por todos los rincones de mi casa, no encontré nada de interés que no hubiera leído ya, ni tan siquiera revistas o algún libro de recetas. Además, el sábado se fue la luz, por lo que no pude ver la televisión, jugar a la videoconsola o “trastear” con mi ordenador, y al ser día festivo, el cine del pueblo estaba cerrado. Para más inri, mis padres se han llevado el coche y no puedo ir a ningún sitio, sin que la nieve me cubra casi hasta el pecho, porque la semana pasada estuvo nevando sin parar.

No tengo nada que hacer, sólo tumbarme en la cama mientras observo el techo, sin pensar. Incluso me gustaría tener algo que estudiar o algún trabajo que hacer para clase, pero ni por esas, y si alguien se plantea que le gustaría tener que estudiar, es que realmente está aburrido... o loco. Pero menos mal, oigo un chasquido y el vídeo se enciende: ha vuelto la luz. Enciendo el televisor, pero me doy cuenta de que la mayoría de los canales están en negro o muestran el típico mensaje de “Debido a un fallo técnico, no podemos ofrecerles la programación habitual...” y bla, bla, bla. Pero sí que hay un canal internacional de noticias, cuyas imágenes me sobresaltan. Parece ser que en un hospital de Francia, un grupo de pacientes han atacado al personal del centro y al resto de enfermos, lo que ha provocado que el lugar permanezca en cuarentena hasta que se sepa qué ha sucedido. Pero lo que más me enerva del asunto son unas imágenes, grabadas por un videoaficionado, que emiten justo después, en las que un hombre, que permanece encerrado en el interior de su coche, en un atasco, filma cómo varios hombres y mujeres con la cara ensangrentada y pegando gritos, se abalanzan sobre el vehículo, mientras el hijo del que graba llora desconsoladamente; al final, logran romper la luna del coche y entran dentro, en el momento en que la cámara deja de grabar. Parece algo casi de película, pero el presentador del informativo hace hincapié en que los documentos son reales.

Pese a la impresión que me he llevado, soy bastante escéptico ante lo que he visto. Apago la televisión, me visto y me dispongo a bajar para comprar la comida. Mientras bajo las escaleras, oigo cómo los vecinos de abajo se pelean, lo cual no es ninguna novedad; mas esta vez parece más violento, incluso escucho cómo algo se rompe dentro del piso. Pero siempre se les pasa el enfado y la reconciliación acaba siendo mucho más escandalosa.

Cuando ya estoy en la calle, hay algo que realmente me inquieta, y es que a pesar de la cantidad de nieve que cubre el suelo, no hay ni un solo niño jugando. Al pasar por la plaza, tampoco veo a nadie, y cuando entro en la tienda de mi barrio, que siempre está llena, me sorprendo al comprobar que no se oye a ningún vecino. Tomo una bandeja de filetes de lomo, fruta y algo de beber, me acerco al mostrador y, para mi sopresa, tampoco veo al dependiente. Sin embargo, percibo un sonido extraño que proviene de la trastienda. Como nadie responde a mis llamadas, abro la puerta. Es entonces cuando veo al dependiente, que se encuentra tirado en el suelo, con un disparo de bala en la sien, que parece haber hecho él mismo, pues la pistola permanece en su mano. Hay sangre por todas partes, es una situación horrible.

Al salir de la trastienda, compruebo que en el establecimiento hay alguien. Se trata de un ser como los que acabo de ver por la tele, el cual camina lenta y torpemente. Tiene el rostro quemado y avanza completamente desnudo. Se acerca hacia donde yo estoy; cuando quiero darme cuenta, casi puede tocarme, así que empiezo a correr hasta llegar a la calle.

Debería ir a la comisaría de policía, pero está demasiado lejos; prefiero llegar a casa, que se me pase el susto y llamar a la policía, más sosegado, aunque no sé si creerán lo que acaba de ocurrirme.

Subiendo las escaleras de mi casa, sigo oyendo ruidos sospechosos a través de la puerta de mis vecinos. Está entreabierta y hago algo que no debería; entro en el lugar, camino un poco hasta llegar a la cocina, y allí veo algo que jamás se borrará de mi cabeza: mi vecino, con la apariencia de esos horrorosos seres, está agachado en el suelo, comiéndose los restos de su esposa muerta. Él se percata de mi presencia, gracias a su olfato, por lo que empieza a perseguirme. Éste es más rápido que el de la tienda, así que cuando salgo, cierro de un portazo y “vuelo” hasta mi casa.

Un vez dentro, echo la llave y cierro todos los pestillos posibles. ¡Pero qué está sucediendo! Unos golpes llaman a mi puerta; por la mirilla veo que es el vecino, que no para de emitir unos gruñidos muy desagradables. Pongo la radio, donde un locutor dice algo sobre un ataque de muertos vivientes, pero la señal se corta; enciendo el televisor, sólo hay un canal en activo, en el que se ve a un cámara y a una periodista corriendo por las calles de alguna ciudad, mientras ella grita que les persiguen. Llamo por el móvil a mis padres, pero la línea comunica.

Desde el exterior vienen unos gritos. Me asomo al balcón y veo que las calles ya no están desiertas. Multitud de seres se acercan con lentitud hacia mi casa. No sé por qué, pero esto me recuerda a alguna peli de zombies. ¿Qué hago yo ahora? En Estados Unidos sí que son previsores, que en cada casa guardan un arma para ocasiones como ésta.

Continuará...

Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)

Egocentrismo

No os lo vais a creer, pero hoy he vivido uno de los días más extraños de toda mi vida. Parece cosa de pesadilla, pero no he parado de pellizcarme desde esta mañana, hasta hacerme realmente daño, y no he logrado despertarme. Lo que vais a leer, es una historia digna del mejor relato de Stephen King o de la película más surrealista de Buñuel.

Cuando me he levantado, todo parecía normal; un día más de mi cómoda existencia: me he duchado, me he vestido y, cuando iba a llamar a Toni y Joseba, mis compañeros de piso, a los que siempre me toca arrastrar de la cama, he visto que ya se habían marchado. Lo nunca visto, pues ellos entran a clase más tarde que yo. Pero tampoco le he dado más vueltas al asunto; lo que sí me ha extrañado, es que se habían comido mis cereales favoritos para desayunar, y eso que a ellos no les gustan. Esa ha sido la gota que ha colmado el vaso.

He bajado a la tienda de mi calle a comprar otra caja de cereales, ya que sin mi dosis matinal, no soy persona. Pero he aquí la sorpresa que me he llevado, al descubrir que el dueño de la tienda ¡era igual que yo! Tenía mi misma cara, mi pelo, mi cuerpo, hacía los gestos que suelo hacer yo... ¡hasta tenía una voz idéntica a la mía! Cuando se me ha acercado y me ha preguntado qué quería, he salido por patas del local. ¿Qué estaba pasando? ¿Serían imaginaciones mías? ¿Había tomado algo del chino en mal estado? Entonces, me he percatado de que no estaba loco: toda la gente a mi alrededor era igual que yo. Eso sí, cada uno vestía de forma diferente, pero a todos les quedaba bien la ropa. Pero ojo, que ninguno se extrañaba por la situación; cada uno iba a lo suyo, como si tal cosa. Cuando me he acercado a mí, digo... a un señor que pasaba por la calle, y le he preguntado si no se daba cuenta de que éramos como dos gotas de agua, él me ha respondido con un poético ¡venga ya! y ha seguido su camino.

Como no sabía muy bien qué hacer, he ido a clase, para seguir con mi rutina, pensando que todo sería una cruel broma. Y nada, al entrar al aula, he comprobado que el profesor era como yo, que los alumnos eran como yo y que hasta los apuntes eran como los míos. He salido pitando de la Facultad. Mas entonces he pensado: si todo el mundo es como yo y yo soy como el resto, eso significa que a todo el mundo le gustan las cosas que a mí, algo que me ha alegrado mucho... al principio.

He ido al cine y todas las películas tenían una pinta interesantísima, pero claro, las salas estaban repletas, y verme actuando no me ha gustado demasiado, no tengo ni idea de interpretación. Entonces me he dispuesto a comprar entradas para ver en concierto a mi grupo favorito: por desgracia, estaba todo vendido. Me he acercado a una tienda de ropa, ya que me hacía falta una camiseta, pero todos los modelos que me gustaban estaban agotados; allí sólo quedaba ropa vieja. Pero lo que realmente me ha “reventado”, ha sido el momento en el que he querido comprobar cómo eran las mujeres en este “universo paralelo”, y claro, todas eran como yo, pero con pelo largo y mejores curvas, cosa que me ha provocado una sensación entre morbosa y violenta; eso sí, aunque eran iguales que yo, me costaba ligar tanto o más que antes, y encima tenían mi misma voz, quitándoles todo el encanto femenino.

Esto no podía seguir así, la gente me tenía que dejar en paz, les tenían que gustar otras cosas, no sólo las mías. Muy decidido, he ido a la comisaría de policía para contar lo sucedido, y al terminar mi relato, los agentes se han echado a reír y me han esposado. La verdad es que eran, bueno... soy bastante escéptico.

Ahora estoy encerrado con camisa de fuerza en un manicomio. Lo bueno es que los cocineros siempre me van a preparar comidas que me gusten. Eso sí, en este momento preferiría ser cualquier otra persona menos yo.

Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)

El antídoto

Sentado en un tren con dirección desconocida, ÉL, detective privado, toma una copa de cava con ELLA, enviada para matarle por meterse con quien no debía en el pasado. ÉL no conoce sus oscuras intenciones, ELLA no se da cuenta de que se está enamorando del hombre a quien debe asesinar. Mientras saborean el último trago del dulce cava, cada uno piensa en diferentes cosas, guardadas en su mente, para que el otro no les pueda conocer demasiado. ELLA medita si acabar con la farsa y decir toda la verdad, pero sabe que si traiciona a sus superiores, su final será inmediato y cruel; ÉL piensa acerca de su nuevo caso, el de una organización de tráfico de drogas y armas, a cuyo dueño ha de desenmascarar.

Falta poco para el final del breve viaje, que se ha desarrollado en buena compañía. Las copas ahora se encuentran vacías, no como las miradas entre ELLOS, que desatan fuego y dudas. Ambos saben que todo terminará cuando el tren se detenga en la siguiente estación, mas no quieren que así sea, desean que todo se alargue más, hasta el infinito del placer.

Cuando ÉL está a punto de hacer un gesto de cariño, ELLA se levanta rápidamente y le grita que su cava estaba envenenado. ÉL no sabe qué decir, ni tan siquiera se levanta del asiento. Pero ella rompe a llorar y mientras corre hacia la salida, grita una dirección. Poco después, ÉL es capaz de reaccionar y la sigue con rapidez, pero en la estación, todo es tumulto, gritos y desesperación. ELLA se pierde entre la multitud, mientras ÉL ordena en su cabeza todo lo ocurrido, ya que no ha sospechado nada sobre ELLA, hasta lo ocurrido tan sólo unos segundos atrás.

Unas horas después, ÉL se halla tumbado en la cama del motel donde se hospeda. No puede pensar ahora en su nuevo caso, sólo en ELLA, en sus labios, su sonrisa y en la copa de cava. Todo se revuelve en su interior, y piensa en quién puede ser el responsable, de que esa hermosa mujer haya acabado con su vida, sin dolor, sin armas, simplemente con un vaso de cava. No sabe cuántas horas le quedan, cada respiración puede ser la última. Debe hacer algo. Entonces, recuerda el nombre de alguien a quien hizo daño años atrás, pero se lo merecía, pues era un mafioso sanguinario, con toda una organización a su alrededor, que él logró desbaratar y llevar a juicio. Y también recuerda a la hija del villano, la recuerda a ELLA.

Por último, en su cabeza cae el recuerdo de la dirección, gritada por ELLA. Con rapidez, se levanta de la cama, sale de la habitación y toma el primer taxi que ve pasar. La dirección coincide con una de las sedes del mafioso, así que todo encaja. Entra con cuidado en la estancia, que se encuentra abierta, y vislumbra una sombra al fondo de la habitación. Enseguida sabe que es ELLA, con sólo ver su silueta dibujada entre las sombras. ELLA se levanta de la silla y se dirige hacia ÉL; su figura es más sexy que nunca. La luna entre las ventanas, deja ver sus rostros. Se miran y comienzan a hablar.

ÉL: “Sé quién eres. Pero también sé que tú no eres como tu padre”.

ELLA: “Afortunadamente para nosotros dos. Por cierto, el antídoto para el veneno está en mis labios”.

ÉL y ELLA, que ahora tienen nombre, se funden en un beso, el más reconfortante, dulce y apasionado del mundo.

Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)

El vampiro

Llevo varios años muerto, engrosando las listas de los esclavos del Infierno. Un vampiro que se alimenta de alimañas y de seres humanos peores que las ratas, para subsistir y continuar con esta pesadilla día tras día, con esta cruz invertida que he de aguantar sobre mi espalda.

Algunos de mis congéneres, sobre todo los más jóvenes, que en vida eran aburridos y comunes, disfrutan matando hombres, mujeres y niños, sin tener remordimientos cuando duermen durante el día. Ahora son unos monstruos sanguinarios, que parecen no recordar su existencia pasada, con un alma siniestra y un corazón negro.

Cada día se hace más largo que el anterior, simplemente buscando comida y huyendo de los cazadores de vampiros que se extienden por la ciudad. En más de una ocasión, me he visto forzado a acabar con la vida de alguno de ellos, sin pararme a pensar en todo lo que tiene: familia, amigos... Pero ellos no titubearían si me tuvieran a tiro.

Me arrepiento y grito cada vez que tengo que matar a alguien para saciar mi voraz apetito, pero el dolor es mayor si no lo hago, de modo que sigo mis instintos como si fuera una droga lo que me impulsa a actuar.

No me relaciono con nadie, pues los vampiros no somos seres sociables ni entre nosotros. Hay que olvidarse de los chupasangres románticos de las películas, o de aquellos otros que sirven a un ente superior o que se agrupan para matar humanos. Nada más lejos de la realidad, ya que somos solitarios y sólo nos preocupamos de que otro vampiro no nos quite nuestro alimento. Aunque parece que jamás estuvimos vivos, sí que recordamos a los parientes, y reconocemos a aquellos vampiros que conocimos en vida; pero hacemos como que no nos importa. Tenemos la capacidad de hablar, pero rara vez la usamos, si no es para asustar a algún humano antes de clavarle los colmillos.

Cada uno ha de buscarse un rincón oscuro y apartado, en el cual refugiarse antes del amanecer, para esconderse del sol y de nuestros asesinos. Mi morada es un callejón frío y repleto de sombras, al que nadie entra durante el día. Pero por las noches, siempre se llena de drogadictos, borrachos, mendigos, ratas y hombres perdidos por culpa de la noche. Y ahí es donde procuro saciar mi sed, mi hambre, como castigo por mis pecados. Satán me ha obligado a vivir de nuevo como vampiro; no es ningún regalo, he de servirle y no puedo acabar con mi vida.

Podría ser sencillo: dejarme atrapar por los cazadores, mantenerme en medio de la ciudad al salir el sol, apuñalarme el corazón o cortarme la cabeza, pero hay una razón por la que no puedo permitir que eso suceda: ELLA.

La mujer de la que estaba enamorado en vida, algo que mi condición de oscuro monstruo no ha podido cambiar. La mujer con la que siempre quise pasar el resto de mis días, hasta aquel accidente de coche. La mujer que me cambió por completo, cuando sólo era un desecho social, cuando estaba solo y perdido. Ella confió en mí y ahora sufre por mi pérdida. Mas no sabe que cada noche la observo, antes de acostarse. Me mantengo durante horas en su ventana, intentando que no vea en lo que me he convertido, avergonzado por ser lo que soy y por haberla dejado sola. Veo cómo pasa su día a día, triste y sin nadie en su cama.

Pero todo cambió el día que llevó a un nuevo hombre a casa, alguien que no era yo. Pasaron los años y la relación fue a más, hasta que se casaron y tuvieron hijos. Yo seguía espiando su vida por la ventana, sin poder llorar, pero con mi negra alma rota. Tenía que hacer algo para que ella supiese que aún estaba en el mundo y que la seguía queriendo.

No obstante, cuando vio mis ojos rojizos, mi pálida piel, mi carne muerta y mis colmillos, huyó de mi lado, no quiso creer que aún vivía. Y pese a que yo entendí su reacción, la seguí hasta la casa.

Mi nuevo ser se apoderó de mi mente, lo único que conservaba de mi humanidad. Me introduje en la casa. Estrangulé a los niños con mis propias manos. Cuando llegó el nuevo amor de mi amada, clavé mis colmillos en su cuello. Ella lo vio todo y se horrorizó. Intentó escapar de la casa, pero yo fui más rápido. En la puerta, ella suplicó que no le hiciera daño. Mi antiguo yo me instaba a dejarla ir, pero ahora era un vampiro y estaba dolido. Mis afilados colmillos absorbieron toda la sangre de su yugular, toda su vida, que ahora me pertenecía. Fue el sorbo más dulce, y el más amargo, que he bebido jamás.

Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)

La adolescencia perdida

UNA BREVE E INTENSA REFLEXIÓN SOBRE EL TORO GUAPO
(imprescindible leer mientras se escucha la canción El toro guapo de El Fary)
Con esta amena y atrayente sintonía, comienza una de las canciones que más me marcó en plena pre-adolescencia, cuando uno no conoce realmente sus gustos y se “empapa” de todo aquello que le rodea. Un período complicado, sobre los 15 ó 16 años de edad, un momento en el que comenzamos a experimentar cambios, tanto físicos como mentales, que nos motivan a querer pertenecer a un grupo con nuestros mismos intereses.

Fue en el Instituto cuando escuché este tema por primera vez. Un compañero de clase me prestó su disc-man, con la intención de que oyera una canción en concreto. En el instante en que estas notas empezaron a hacer vibrar mi cuerpo y lograron que sonriera de alegría, -algo extraño en mí por aquellos momentos- , percibí que esta canción me acompañaría por el resto de mi vida, como si de un eterno pero ligero equipaje se tratara.

No es que fuera una brillante composición, a la altura de los grandes músicos de la época clásica; ni tan siquiera me llamaba la atención por su letra, por la historia que contaba, que no es más que una fábula que convierte a un toro bravo, casi en un galán de cine, tema original y divertido, por otra parte. Lo que realmente me hizo sentir algo especial, fue el optimismo que rezumaba toda la canción; su alegría, procedente de la música, -que ofrece una melodía dinámica y que nos transporta a cualquier paraje natural de España- ; así como de la voz. Una voz desgarrada y muy particular, que cualquiera podría reconocer con sólo escuchar una palabra, y que pertenece a uno de los artistas más grandes y famosos del panorama nacional. Una voz que impregna arte y cariño a las canciones que tienen la suerte de estar acompañadas por ella; una voz capaz de transmitir dolor, cariño o rencor, dentro de unas composiciones que danzan a su son.

Este artista es El Fary, mítico cantante español, siempre asociado a la copla, pero que tocó todos los palos posibles, desde el flamenco hasta la música de discoteca, pasando por las sevillanas o el pop. Un cantante y compositor que lo dio todo por la música, a la que se acabó dedicando tras trabajar como jardinero o taxista. Para muchos, sólo era el “friki” que aparecía en Torrente, pero ellos jamás entenderán la valía de este pequeño gran hombre, el poder de sus canciones para reflejar sentimientos.

Siempre recordaré aquellos años de juventud, novedad e iniciación, que tenían como banda sonora estas notas: el primer beso, las primeras fiestas, los verdaderos amigos, el probar cosas nuevas, el amor de una madre... Miles de momentos que se amontonan en mi cabeza al volver a poner este tema; unos felices, otros tristes, pero todos esenciales para entender cómo soy ahora. Sobre todo, nunca olvidaré que, si había algo que me apesadumbraba, escuchaba esta canción, que lograba hacerme olvidar todo por unos minutos.

Hace casi dos años que este hombre nos abandonó, pero nos queda su principal legado: su voz. Gracias, Fary. Gracias, Torito Guapo.

Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)

La fama tiene un precio

Cuando uno se encuentra al borde del suicidio, es cuando se agolpan ante nuestros ojos todos los recuerdos del pasado. Por un lado, aparecen los momentos bellos, esos que quisieras revivir, pero resulta imposible. No obstante, rememorar esos brevísimos instantes de felicidad te hace recordar quién eres, lo que significaste para millones de amas de casa y el aprecio que hacia ti sentían los pequeños del hogar. Pero entonces, ese sentimiento de redención desaparece, y en su lugar nos damos cuenta de en qué nos hemos convertido. Lo bueno se esfuma y, como por arte de magia, todos los momentos malos pasan velozmente ante nosotros, todos aquellos que nos han llevado hasta esta situación, al extremo. Y nos percatamos de que esos errores y esos vicios son más numerosos y pesan más, que haber sido un icono de la televisión.

Te miras al sucio espejo del maloliente baño del apestoso motel de carretera en el que estás hospedado, para huir del pasado, de las deudas de juego, de tu suegra y de la Asociación Protectora de Animales; compruebas que el suave terciopelo que antes recubría tu cuerpo, tiene una textura áspera y está lleno de mugre y manchas de lejía. Justo antes de introducirme en la bañera con una cuchilla de afeitar, hago uso de la última raya de coca, que me llama desde el dormitorio, así como de la petaca de aguardiente que me regaló el conejo de Duracell, recientemente fallecido por culpa de sus pilas, que le condujeron hasta una carrera de galgos hambrientos. Ya en la bañera, llena de agua sucia y cucarachas, y después de contemplar con mis vidriosos ojos las enormes goteras del techo, mi cabeza da vueltas como una lavadora. Me preguntó si será motivo de las dos botellas de J&B que me he tomado antes, yo solo, pero de repente me doy cuenta de que me hallo ante un flash-back, que me permite acordarme de mis inicios.

Mi infancia fue dura y traumática. Tras huir de una fábrica clandestina en Mongolia, donde tuva la suerte de conocer a multitud de niños simpáticos, fui recogido por una familia de millonarios, cuyo retoño me maltrataba delante del resto de juguetes. Pasaron los años, y cuando el diabólico chaval parecía haberme olvidado, comencé a coquetear con una osita de peluche monísima, que llevaba un lacito rosa en su cabeza. Lo malo es que ella carecía de conversación, ni tan siquiera pestañeaba cuando acariciaba su terso lomo 100% algodón Made in Taiwan. Sin embargo, cuando todo iba la mar de bien, el niño -ahora todo un adolescente-, me subió al coche de su padre; yo creía que nos íbamos de vacaciones, que al fin podría ver el mar y echar bronceador a ositas de peluche en bikini. Mas estaba totalmente equivocado: me tiraron a una cuneta en medio de la nada, muy lejos del paradisíaco Benidorm, y allí un perro arrancó uno de mis brazos.

Por fortuna, los ejecutivos de una fábrica de detergentes, que casualmente pasaban por el lugar, me recogieron, me lavaron con Perlán y me ofrecieron un contrato millonario, para ser el protagonista de una campaña publicitaria de suavizantes con mi nombre. Lo único que debía hacer era saltar felizmente entre las toallas, sonreír como un estúpido, poner voz de “pito” mientras decía chorradas sobre el olor a lavanda del producto, acariciar ásperas sábanas como si me gustase y hacerme el dormido sobre las camas. Era un trabajo muy agobiante y exigente: campañas de Navidad, firmas de autógrafos, grabación a diario durante muchas horas seguidas... ¡incluso fabricaron peluches a mi imagen y semejanza!

Fue a comienzos de los 90 cuando, con el fin de acabar con el estrés y de soportar la presión de la fama, empecé a relacionarme con la gente equivocada. El maldito Míster Propper fue el que me dio a probar el alcohol; de ahí la cirrosis que ahora no me deja ni dormir. Actualmente, ese malvado calvo se ha cambiado el nombre para pasar desapercibido, pero yo sé que ahora se llama Don Limpio y que regenta un corrupto casino en Navalmoral de la Mata. El adorable perrito de Scotex no es tan angelical como parece, pues él me inició en las drogas duras y hoy día ejerce de camello por Malasaña. Sólo guardo buenos recuerdos del borreguito de Norit, de aquel bello romance que vivimos; pero esa tierna historia terminó cuando abrieron un nuevo restaurante de Kebabs enfrente de casa.

Tras despedirme de la empresa por escándalo público y por aquellas comprometedoras fotos con Paris Hilton, aquí me encuentro, en esta repugnante bañera. Sólo deseo que los niños se queden con mi imagen de juventud. Ya sabéis: “Abrid las ventanas al frescor de Mimosín”.

Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)

Mis Noches con Magdalena (Una historia de amor con segundas lecturas)

Antes no era consciente de lo solo que me sentía. Me engañaba a mí mismo, pensando que los amores y amoríos que hacían acto de presencia en mi vida eran auténticos. Que cuando mi cama se encontraba caliente, era debido a la compañía de alguien que me amaba. Pero entonces llegó ella, y me percaté de la soledad que me había servido de compañera durante toda mi vida. No obstante, su presencia me hacía sentir completo; descubrí que el concepto de la media naranja existía, pues ante nuestra inmensa felicidad, todas las demás naranjas palidecían y se marchitaban. Con ella había hallado el verdadero amor, ese que sólo aparece en las películas, y que estalla con el beso final o con el baile de graduación de algún instituto. Ella sí que era auténtica; vivimos un idilio de fantasía: era mi Barbie particular y yo, su Ken.

Se llamaba Magdalena. Aún recuerdo el día que la conocí, el día que comprendí que todo lo anterior era falso y superficial, en comparación con mi querida Magdalena. Fue el día de mi vigésimo segundo cumpleaños, por lo que consideré que el hecho de que ella entrase en mi vida en ese momento, no fue pura casualidad, sino todo un regalo, un presente envuelto en plástico y convertido en mujer.

Cuando contemplé su suave y estática mano, sobresaliendo de las sábanas de mi cama, en la que intentaba ocultarse, sentí un cosquilleo que nunca había experimentado, mis piernas temblaban y mi cuerpo no respondía a mis órdenes. Durante unos instantes, permanecí inmóvil, con una estúpida mueca en mi rostro, mas enseguida logré entender que el amor y la felicidad reales habían llegado a mi vida, así que estallé en mil carcajadas mientras bailaba con Magdalena hasta el amanecer.

Al principio, me costó acostumbrarme a su presencia, pues hacía tiempo que el solitario era mi único juego de cartas. No obstante, su piel sedosa y aterciopelada, y todo lo que me transmitía con la mirada -apenas pestañeaba y era muy callada-, esa sensación de sosiego y de hallarnos solos ante el mundo que me causaba esa penetrante mirada, consiguieron que el miedo que sentía al inicio, finalizara.

De todo su ser, el hierático gesto de su rostro era lo que más me gustaba, lo que mayor confianza me inspiraba: esa mirada perdida, como si pretendiese ver más allá de las personas y las cosas; esa redonda boca con esos turgentes labios, que daban la impresión de que fuese a cantar ópera; ese cabello tan artificial, que nunca se despeinaba.

Pero no puedo olvidarme de su escultural cuerpo, tan perfecto que alguna vez me llegué a cuestionar si no habría sido fabricado para mí, diseñado para el placer. Su figura estaba conformada por unas curvas peligrosas, dignas de la más cotizada de las Playmates o la más bella Vecinita, pero sin estar retocadas mediante Photoshop. Y eso que sus movimientos no eran demasiado sinuosos, con sus brazos siempre dispuesto a abrazarme, ya que no los cambiaba de posición; a mí me tocaba llevarla al bailar, pues era un poco patosa, pero su “perreo” era similar al mayor éxtasis concebido.

Salíamos con frecuencia, y los demás nos observaba y señalaban a Magdalena con el dedo, a la vez que se burlaban. Nuestra relación no era comprendida por el resto, ella no era una mujer como tal, rechazada por una sociedad repleta de prejuicios, que no entiende que el amor va más allá de una simple definición de diccionario. Su piel de látex (metafóricamente hablando) era moldeable y fina; si hubiésemos naufragado en un barco, es más que probable que ella hubiese flotado en el agua. Lo negativo es que debía ser extremadamente delicada, ya que siempre que veía un cardo o le regalaba rosas con espinas, se asustaba y se sentía molesta.

Nuestro amor y nuestra pasión se iban hinchando cada vez más, pero llegó un día en el que esta ilusión se desinfló como un globo. Se marchó sin despedirse y sólo me queda el aroma a plástico que desprendía, en mi cuarto. ¿Dónde estará? Sólo deseo que no esté bajo la cama de algún otro, no soportaría esa idea.

Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)

Un día extraño

Hoy ha sido un día muy extraño.

Cuando me he despertado esta mañana para ir a la Facultad, mis padres ya no estaban en casa. Lo raro del asunto es que mi madre no trabaja, y mi padre entra a la oficina horas después de que yo me haya ido a clase. Además, ni siquiera han dejado una nota diciendo dónde están. Luego mi madre se quejará si no le pongo una nota en el frigorífico, en la que esté escrito dónde estoy, con quién y a qué hora pienso regresar a casa. Tampoco me ha preparado nada para desayunar, y mi madre es de las que repiten varias veces al día, lo de la comida más importante y demás.

Parece ser que los vecinos tampoco estaban en su casa, ya que tienen cinco niños pequeños y no se oía nada, con el jaleo que montan cada mañana y que me sirve de buen despertador.

Mi padre se ha dejado el coche en el garaje, así que no tengo ni idea de adónde habrá tenido que ir andando, pues vivimos a las afueras de la ciudad. Lo bueno es que así me he ahorrado el esfuerzo de ir a la Facultad en bicicleta. Otro hecho muy raro es que, mientras por mi barrio no había nadie por las calles, al ir conduciendo por el centro de la ciudad, he visto a multitud de personas caminando en fila, muy rectos, sin hablar entre ellos y sin desviarse de su camino, todos en la misma dirección. Pero tampoco le he concedido especial importancia y he seguido con el coche hasta el aparcamiento de la Universidad.

Ya dentro de mi Facultad, menuda sorpresa me he llevado al llegar al aula y comprobar que estaba cerrada, con un cartel en la puerta, que decía algo de que se habían suspendido las clases de la mañana, porque los alumnos nos teníamos que pasar por la enfermería del edificio, para una inspección. Me he dirigido hasta allí, pero algo me ha hecho pasar de la revisión médica y volver a casa: mis compañeros estaban esperando su turno en la puerta de la enfermería, alegres y charlando, pero cuando salían de la habitación, su semblante era serio y no decían ni pío. Antes de llegar a casa, he decidido pasarme a ver a mi novia, pero nadie me abría la puerta. Así que he saltado la valla de su jardín, donde he visto un grupo de lo que parecían ser vainas, al lado de las cuales yacía desnudo el padre de mi chica, cubierto por un líquido viscoso. Me he ido, pensando que estaría durmiendo, y también porque no quería que me viese colándome en su jardín.

En una parada de semáforo, un hombre mayor se ha lanzado sobre el capó del coche, gritando que ya estaban aquí, varias veces. Vaya susto me he pegado. Acto seguido, una multitud de gente ha comenzado a perseguirle por una calle. Yo he salido del coche, he ido a mirar lo que ocurría y me he encontrado con mi tío Donald. Al ir a saludarle, él se ha percatado de mi presencia, ha alzado su brazo derecho para señalarme y se ha puesto a chillar enfurecido. Lo dicho; hasta ahora, este día está siendo de lo más extraño.

Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)

Tragicomedia del Semáforo Enamorado

Hola, soy el semáforo situado en la Plaza Cardenal Cisneros, que cada día os permite llegar sanos y salvos a clase.

Voy a contaros mi historia, o al menos las partes interesantes, ya que no he viajado mucho, que digamos. En concreto, os voy a relatar el flechazo amoroso que sufrí hace unos meses y que provocó todo un cortocircuito en mí. Puede ser que no te lo tomes en serio, pero, si los seres humanos, los animales, las muñecas hinchables y María Teresa Fernández de la Vega tienen derecho a amar y ser amados, ¿por qué vamos a ser menos los objetos?

Mi trabajo es uno de los más importantes de Madrid, puesto que sin mí, la ciudad sería un absoluto caos. Yo evito accidentes, hago que la circulación sea más fluida, fastidio a los taxistas y sirvo a los perros de urinario. Además, soy uno de los seres más solidarios que existen, ya que los rumanos y los africanos pueden trabajar, limpiando parabrisas y vendiendo pañuelos, gracias a mí.

Sin embargo, no recibo ningún tipo de recompensa o agradecimiento. Más bien todo lo contrario, pues los conductores no paran de gruñir cuando me encuentran en rojo, y con los peatones ocurre lo mismo, siempre que estoy en verde. En ocasiones, vienen agentes de tráfico a regular la circulación, quitándome mi trabajo y usando continuamente ese silbato que tanto me irrita. En invierno, me oxido de humedad, y en verano, me electrocuto de calor. Además, es un trabajo monótono y aburrido, sin descanso para fumar, sin margen de error y encima, sin vacaciones. Pero sí que hay algo que me motiva a seguir cada día y que me alegra todas las mañanas.

La causa de no haber pedido la baja por depresión fue ELLA. Una chica alta, de cabello largo y castaño, y con unos preciosos ojos verdes, que cada mañana, a las 8:55 horas, como un reloj, cruzaba el paso de peatones, hasta llegar a mi lado y proseguir su camino hacia la Facultad. Sus curvas eran tan maravillosas como las del Gran Premio de Malasia, su sexy caminar derretía el asfalto y su mirada hacía que se me subiesen los colores (los tres, literalmente). Se me habían cruzado los cables por un peatón; ¡qué diría mi familia de mí!

Siempre que la veía llegar a la acera de enfrente, me ponía en rojo para dejarla pasar, pues ella se merecía que me comportase como un caballero (que entre los semáforos siempre ha habido clases, oiga); no quería que llegase tarde por mi culpa y me encantaba observar cómo se aproximaba a mí, como si se diese cuenta de lo que sentía por ella. Incluso un día se paró a mi lado y acarició mi fálica forma (en realidad, se estaba apoyando para ajustarse un zapato, pero de ilusiones también se vive, ¿o no?), por lo que sentí que entre ambos había una conexión especial, como aquella vez que me enamoré de la Minipimer.

A partir de ese momento, me volví huraño y envidioso. Sentía celos de los coches que hacían sonar el claxon a su paso, admirando su maravillosa figura. Sentía celos de los otros semáforos, que se ponían colorados cuando ella apretaba su botón para poder cruzar. Sentía celos de aquel semáforo tan pijo y chulo, que se ponía a pitarla cuando se hallaba cerca (no era por los sordos, sino para hacerse notar, el muy…). Creía que había química entre los dos, pero siempre pasaba de largo, mientras yo contemplaba cómo se alejaba, sin mirar atrás, a la vez que los taxistas se quejaban porque no cambiaba de color –y es que los de Madrid se piensan que la calle es suya, jolín-. Yo estaba que echaba chispas, y tantas chispas eché, que me acabé averiando y fui sustituido por esos agentes de tráfico que tanto odio.

Cuando los técnicos me metieron mano y me arreglaron, logré olvidarme de la chica, sobre todo gracias a la escultural forma de la farola que habían puesto junto a mí. Pero entonces la volví a ver, mas esta vez no iba sola. Caminaba de la mano de un joven apuesto, con el que se besó apasionada y morbosamente cuando se encontraron a mi vera. Me puse al rojo vivo… y todos los vehículos se detuvieron. Esto no podía quedar así.

Al día siguiente y como de costumbre, se disponía a cruzar por mi paso de cebra. Cuando estaba por la mitad del camino, me puse en verde para vehículos y un Seat Panda tuneado la atropelló a una tremenda velocidad. Todo sucedió muy deprisa. Ella yacía en el suelo, cubierta de sangre, mientras era socorrida. Pero yo sabía que era demasiado tarde. Me di cuenta de lo que había hecho, de que era un semáforo asesino, y mis colores se apagaron para siempre.

Aquella misma tarde me prejubilaron y declararon la Plaza del Cardenal Cisneros como punto negro. Actualmente, trabajo como chatarra en la nueva temporada de Bricomanía, así que ahí va un briconsejo: si realmente amas a alguien, tienes dos opciones; o le expresas lo que sientes sin tapujos y sin reparar en lo que pensará el otro, o directamente le atropellas. ¡Agur, amigos!

Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)

lunes, 30 de noviembre de 2009

I Certamen Ideasinmotor



Instrucciones de vuelo:

1. Lea las bases del Certamen
aquí. Sabemos que son como las instrucciones de IKEA, nadie las lee pero existen.

2. Piense en aquella historia que siempre explica a sus amigos entre cervezas y risas. Ese relato corto que todo su entorno conoce y su entorno es capaz de explicárselo.

3. Redáctela en formato digital. Es posible que su letra sea muy bonita o que sea una gran oportunidad para utilizar la máquina de escribir que le regalaron por su comunión. Créame, no es el momento, estamos en el siglo XXI.

4. Envíela a ideasinmotor(a)gmail.com. Vuelva a recordar que estamos en el siglo XXI y la carta perfumada enviada por correo ordinario no se estila.

5. Espere a ver su historia en el apartado del margen derecho "I Certamen Ideasinmotor" nuestro link le hará viajar sin escalas a http://certamensinmotor.blogspot.com

6. Envíe su link a todos sus amigos. Seguro que tiene facebook ponga un enlance en su perfil.

7. De acuerdo, usted es un clásico... llame a sus familiares y digales que su historia, aquella que le pasa al 96,5% de la población mundial, y que suele narrar en Navidad, aparece en un blog. Es posible que un pequeño comentario de un familiar o amigo persuada al jurado.

8. Piense en la victoria es usted quien más se merece esos 60 euros del FNAC y ese billete sencillo de metro.

Por muy tentativo que parezca, este certamen no sustituye mi post de Diciembre.