Hola, soy el semáforo situado en la Plaza Cardenal Cisneros, que cada día os permite llegar sanos y salvos a clase.
Voy a contaros mi historia, o al menos las partes interesantes, ya que no he viajado mucho, que digamos. En concreto, os voy a relatar el flechazo amoroso que sufrí hace unos meses y que provocó todo un cortocircuito en mí. Puede ser que no te lo tomes en serio, pero, si los seres humanos, los animales, las muñecas hinchables y María Teresa Fernández de la Vega tienen derecho a amar y ser amados, ¿por qué vamos a ser menos los objetos?
Mi trabajo es uno de los más importantes de Madrid, puesto que sin mí, la ciudad sería un absoluto caos. Yo evito accidentes, hago que la circulación sea más fluida, fastidio a los taxistas y sirvo a los perros de urinario. Además, soy uno de los seres más solidarios que existen, ya que los rumanos y los africanos pueden trabajar, limpiando parabrisas y vendiendo pañuelos, gracias a mí.
Sin embargo, no recibo ningún tipo de recompensa o agradecimiento. Más bien todo lo contrario, pues los conductores no paran de gruñir cuando me encuentran en rojo, y con los peatones ocurre lo mismo, siempre que estoy en verde. En ocasiones, vienen agentes de tráfico a regular la circulación, quitándome mi trabajo y usando continuamente ese silbato que tanto me irrita. En invierno, me oxido de humedad, y en verano, me electrocuto de calor. Además, es un trabajo monótono y aburrido, sin descanso para fumar, sin margen de error y encima, sin vacaciones. Pero sí que hay algo que me motiva a seguir cada día y que me alegra todas las mañanas.
La causa de no haber pedido la baja por depresión fue ELLA. Una chica alta, de cabello largo y castaño, y con unos preciosos ojos verdes, que cada mañana, a las 8:55 horas, como un reloj, cruzaba el paso de peatones, hasta llegar a mi lado y proseguir su camino hacia la Facultad. Sus curvas eran tan maravillosas como las del Gran Premio de Malasia, su sexy caminar derretía el asfalto y su mirada hacía que se me subiesen los colores (los tres, literalmente). Se me habían cruzado los cables por un peatón; ¡qué diría mi familia de mí!
Siempre que la veía llegar a la acera de enfrente, me ponía en rojo para dejarla pasar, pues ella se merecía que me comportase como un caballero (que entre los semáforos siempre ha habido clases, oiga); no quería que llegase tarde por mi culpa y me encantaba observar cómo se aproximaba a mí, como si se diese cuenta de lo que sentía por ella. Incluso un día se paró a mi lado y acarició mi fálica forma (en realidad, se estaba apoyando para ajustarse un zapato, pero de ilusiones también se vive, ¿o no?), por lo que sentí que entre ambos había una conexión especial, como aquella vez que me enamoré de la Minipimer.
A partir de ese momento, me volví huraño y envidioso. Sentía celos de los coches que hacían sonar el claxon a su paso, admirando su maravillosa figura. Sentía celos de los otros semáforos, que se ponían colorados cuando ella apretaba su botón para poder cruzar. Sentía celos de aquel semáforo tan pijo y chulo, que se ponía a pitarla cuando se hallaba cerca (no era por los sordos, sino para hacerse notar, el muy…). Creía que había química entre los dos, pero siempre pasaba de largo, mientras yo contemplaba cómo se alejaba, sin mirar atrás, a la vez que los taxistas se quejaban porque no cambiaba de color –y es que los de Madrid se piensan que la calle es suya, jolín-. Yo estaba que echaba chispas, y tantas chispas eché, que me acabé averiando y fui sustituido por esos agentes de tráfico que tanto odio.
Cuando los técnicos me metieron mano y me arreglaron, logré olvidarme de la chica, sobre todo gracias a la escultural forma de la farola que habían puesto junto a mí. Pero entonces la volví a ver, mas esta vez no iba sola. Caminaba de la mano de un joven apuesto, con el que se besó apasionada y morbosamente cuando se encontraron a mi vera. Me puse al rojo vivo… y todos los vehículos se detuvieron. Esto no podía quedar así.
Al día siguiente y como de costumbre, se disponía a cruzar por mi paso de cebra. Cuando estaba por la mitad del camino, me puse en verde para vehículos y un Seat Panda tuneado la atropelló a una tremenda velocidad. Todo sucedió muy deprisa. Ella yacía en el suelo, cubierta de sangre, mientras era socorrida. Pero yo sabía que era demasiado tarde. Me di cuenta de lo que había hecho, de que era un semáforo asesino, y mis colores se apagaron para siempre.
Aquella misma tarde me prejubilaron y declararon la Plaza del Cardenal Cisneros como punto negro. Actualmente, trabajo como chatarra en la nueva temporada de Bricomanía, así que ahí va un briconsejo: si realmente amas a alguien, tienes dos opciones; o le expresas lo que sientes sin tapujos y sin reparar en lo que pensará el otro, o directamente le atropellas. ¡Agur, amigos!
Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)
Voy a contaros mi historia, o al menos las partes interesantes, ya que no he viajado mucho, que digamos. En concreto, os voy a relatar el flechazo amoroso que sufrí hace unos meses y que provocó todo un cortocircuito en mí. Puede ser que no te lo tomes en serio, pero, si los seres humanos, los animales, las muñecas hinchables y María Teresa Fernández de la Vega tienen derecho a amar y ser amados, ¿por qué vamos a ser menos los objetos?
Mi trabajo es uno de los más importantes de Madrid, puesto que sin mí, la ciudad sería un absoluto caos. Yo evito accidentes, hago que la circulación sea más fluida, fastidio a los taxistas y sirvo a los perros de urinario. Además, soy uno de los seres más solidarios que existen, ya que los rumanos y los africanos pueden trabajar, limpiando parabrisas y vendiendo pañuelos, gracias a mí.
Sin embargo, no recibo ningún tipo de recompensa o agradecimiento. Más bien todo lo contrario, pues los conductores no paran de gruñir cuando me encuentran en rojo, y con los peatones ocurre lo mismo, siempre que estoy en verde. En ocasiones, vienen agentes de tráfico a regular la circulación, quitándome mi trabajo y usando continuamente ese silbato que tanto me irrita. En invierno, me oxido de humedad, y en verano, me electrocuto de calor. Además, es un trabajo monótono y aburrido, sin descanso para fumar, sin margen de error y encima, sin vacaciones. Pero sí que hay algo que me motiva a seguir cada día y que me alegra todas las mañanas.
La causa de no haber pedido la baja por depresión fue ELLA. Una chica alta, de cabello largo y castaño, y con unos preciosos ojos verdes, que cada mañana, a las 8:55 horas, como un reloj, cruzaba el paso de peatones, hasta llegar a mi lado y proseguir su camino hacia la Facultad. Sus curvas eran tan maravillosas como las del Gran Premio de Malasia, su sexy caminar derretía el asfalto y su mirada hacía que se me subiesen los colores (los tres, literalmente). Se me habían cruzado los cables por un peatón; ¡qué diría mi familia de mí!
Siempre que la veía llegar a la acera de enfrente, me ponía en rojo para dejarla pasar, pues ella se merecía que me comportase como un caballero (que entre los semáforos siempre ha habido clases, oiga); no quería que llegase tarde por mi culpa y me encantaba observar cómo se aproximaba a mí, como si se diese cuenta de lo que sentía por ella. Incluso un día se paró a mi lado y acarició mi fálica forma (en realidad, se estaba apoyando para ajustarse un zapato, pero de ilusiones también se vive, ¿o no?), por lo que sentí que entre ambos había una conexión especial, como aquella vez que me enamoré de la Minipimer.
A partir de ese momento, me volví huraño y envidioso. Sentía celos de los coches que hacían sonar el claxon a su paso, admirando su maravillosa figura. Sentía celos de los otros semáforos, que se ponían colorados cuando ella apretaba su botón para poder cruzar. Sentía celos de aquel semáforo tan pijo y chulo, que se ponía a pitarla cuando se hallaba cerca (no era por los sordos, sino para hacerse notar, el muy…). Creía que había química entre los dos, pero siempre pasaba de largo, mientras yo contemplaba cómo se alejaba, sin mirar atrás, a la vez que los taxistas se quejaban porque no cambiaba de color –y es que los de Madrid se piensan que la calle es suya, jolín-. Yo estaba que echaba chispas, y tantas chispas eché, que me acabé averiando y fui sustituido por esos agentes de tráfico que tanto odio.
Cuando los técnicos me metieron mano y me arreglaron, logré olvidarme de la chica, sobre todo gracias a la escultural forma de la farola que habían puesto junto a mí. Pero entonces la volví a ver, mas esta vez no iba sola. Caminaba de la mano de un joven apuesto, con el que se besó apasionada y morbosamente cuando se encontraron a mi vera. Me puse al rojo vivo… y todos los vehículos se detuvieron. Esto no podía quedar así.
Al día siguiente y como de costumbre, se disponía a cruzar por mi paso de cebra. Cuando estaba por la mitad del camino, me puse en verde para vehículos y un Seat Panda tuneado la atropelló a una tremenda velocidad. Todo sucedió muy deprisa. Ella yacía en el suelo, cubierta de sangre, mientras era socorrida. Pero yo sabía que era demasiado tarde. Me di cuenta de lo que había hecho, de que era un semáforo asesino, y mis colores se apagaron para siempre.
Aquella misma tarde me prejubilaron y declararon la Plaza del Cardenal Cisneros como punto negro. Actualmente, trabajo como chatarra en la nueva temporada de Bricomanía, así que ahí va un briconsejo: si realmente amas a alguien, tienes dos opciones; o le expresas lo que sientes sin tapujos y sin reparar en lo que pensará el otro, o directamente le atropellas. ¡Agur, amigos!
Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)
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