jueves, 17 de diciembre de 2009

La fama tiene un precio

Cuando uno se encuentra al borde del suicidio, es cuando se agolpan ante nuestros ojos todos los recuerdos del pasado. Por un lado, aparecen los momentos bellos, esos que quisieras revivir, pero resulta imposible. No obstante, rememorar esos brevísimos instantes de felicidad te hace recordar quién eres, lo que significaste para millones de amas de casa y el aprecio que hacia ti sentían los pequeños del hogar. Pero entonces, ese sentimiento de redención desaparece, y en su lugar nos damos cuenta de en qué nos hemos convertido. Lo bueno se esfuma y, como por arte de magia, todos los momentos malos pasan velozmente ante nosotros, todos aquellos que nos han llevado hasta esta situación, al extremo. Y nos percatamos de que esos errores y esos vicios son más numerosos y pesan más, que haber sido un icono de la televisión.

Te miras al sucio espejo del maloliente baño del apestoso motel de carretera en el que estás hospedado, para huir del pasado, de las deudas de juego, de tu suegra y de la Asociación Protectora de Animales; compruebas que el suave terciopelo que antes recubría tu cuerpo, tiene una textura áspera y está lleno de mugre y manchas de lejía. Justo antes de introducirme en la bañera con una cuchilla de afeitar, hago uso de la última raya de coca, que me llama desde el dormitorio, así como de la petaca de aguardiente que me regaló el conejo de Duracell, recientemente fallecido por culpa de sus pilas, que le condujeron hasta una carrera de galgos hambrientos. Ya en la bañera, llena de agua sucia y cucarachas, y después de contemplar con mis vidriosos ojos las enormes goteras del techo, mi cabeza da vueltas como una lavadora. Me preguntó si será motivo de las dos botellas de J&B que me he tomado antes, yo solo, pero de repente me doy cuenta de que me hallo ante un flash-back, que me permite acordarme de mis inicios.

Mi infancia fue dura y traumática. Tras huir de una fábrica clandestina en Mongolia, donde tuva la suerte de conocer a multitud de niños simpáticos, fui recogido por una familia de millonarios, cuyo retoño me maltrataba delante del resto de juguetes. Pasaron los años, y cuando el diabólico chaval parecía haberme olvidado, comencé a coquetear con una osita de peluche monísima, que llevaba un lacito rosa en su cabeza. Lo malo es que ella carecía de conversación, ni tan siquiera pestañeaba cuando acariciaba su terso lomo 100% algodón Made in Taiwan. Sin embargo, cuando todo iba la mar de bien, el niño -ahora todo un adolescente-, me subió al coche de su padre; yo creía que nos íbamos de vacaciones, que al fin podría ver el mar y echar bronceador a ositas de peluche en bikini. Mas estaba totalmente equivocado: me tiraron a una cuneta en medio de la nada, muy lejos del paradisíaco Benidorm, y allí un perro arrancó uno de mis brazos.

Por fortuna, los ejecutivos de una fábrica de detergentes, que casualmente pasaban por el lugar, me recogieron, me lavaron con Perlán y me ofrecieron un contrato millonario, para ser el protagonista de una campaña publicitaria de suavizantes con mi nombre. Lo único que debía hacer era saltar felizmente entre las toallas, sonreír como un estúpido, poner voz de “pito” mientras decía chorradas sobre el olor a lavanda del producto, acariciar ásperas sábanas como si me gustase y hacerme el dormido sobre las camas. Era un trabajo muy agobiante y exigente: campañas de Navidad, firmas de autógrafos, grabación a diario durante muchas horas seguidas... ¡incluso fabricaron peluches a mi imagen y semejanza!

Fue a comienzos de los 90 cuando, con el fin de acabar con el estrés y de soportar la presión de la fama, empecé a relacionarme con la gente equivocada. El maldito Míster Propper fue el que me dio a probar el alcohol; de ahí la cirrosis que ahora no me deja ni dormir. Actualmente, ese malvado calvo se ha cambiado el nombre para pasar desapercibido, pero yo sé que ahora se llama Don Limpio y que regenta un corrupto casino en Navalmoral de la Mata. El adorable perrito de Scotex no es tan angelical como parece, pues él me inició en las drogas duras y hoy día ejerce de camello por Malasaña. Sólo guardo buenos recuerdos del borreguito de Norit, de aquel bello romance que vivimos; pero esa tierna historia terminó cuando abrieron un nuevo restaurante de Kebabs enfrente de casa.

Tras despedirme de la empresa por escándalo público y por aquellas comprometedoras fotos con Paris Hilton, aquí me encuentro, en esta repugnante bañera. Sólo deseo que los niños se queden con mi imagen de juventud. Ya sabéis: “Abrid las ventanas al frescor de Mimosín”.

Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)

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