Antes no era consciente de lo solo que me sentía. Me engañaba a mí mismo, pensando que los amores y amoríos que hacían acto de presencia en mi vida eran auténticos. Que cuando mi cama se encontraba caliente, era debido a la compañía de alguien que me amaba. Pero entonces llegó ella, y me percaté de la soledad que me había servido de compañera durante toda mi vida. No obstante, su presencia me hacía sentir completo; descubrí que el concepto de la media naranja existía, pues ante nuestra inmensa felicidad, todas las demás naranjas palidecían y se marchitaban. Con ella había hallado el verdadero amor, ese que sólo aparece en las películas, y que estalla con el beso final o con el baile de graduación de algún instituto. Ella sí que era auténtica; vivimos un idilio de fantasía: era mi Barbie particular y yo, su Ken.
Se llamaba Magdalena. Aún recuerdo el día que la conocí, el día que comprendí que todo lo anterior era falso y superficial, en comparación con mi querida Magdalena. Fue el día de mi vigésimo segundo cumpleaños, por lo que consideré que el hecho de que ella entrase en mi vida en ese momento, no fue pura casualidad, sino todo un regalo, un presente envuelto en plástico y convertido en mujer.
Cuando contemplé su suave y estática mano, sobresaliendo de las sábanas de mi cama, en la que intentaba ocultarse, sentí un cosquilleo que nunca había experimentado, mis piernas temblaban y mi cuerpo no respondía a mis órdenes. Durante unos instantes, permanecí inmóvil, con una estúpida mueca en mi rostro, mas enseguida logré entender que el amor y la felicidad reales habían llegado a mi vida, así que estallé en mil carcajadas mientras bailaba con Magdalena hasta el amanecer.
Al principio, me costó acostumbrarme a su presencia, pues hacía tiempo que el solitario era mi único juego de cartas. No obstante, su piel sedosa y aterciopelada, y todo lo que me transmitía con la mirada -apenas pestañeaba y era muy callada-, esa sensación de sosiego y de hallarnos solos ante el mundo que me causaba esa penetrante mirada, consiguieron que el miedo que sentía al inicio, finalizara.
De todo su ser, el hierático gesto de su rostro era lo que más me gustaba, lo que mayor confianza me inspiraba: esa mirada perdida, como si pretendiese ver más allá de las personas y las cosas; esa redonda boca con esos turgentes labios, que daban la impresión de que fuese a cantar ópera; ese cabello tan artificial, que nunca se despeinaba.
Pero no puedo olvidarme de su escultural cuerpo, tan perfecto que alguna vez me llegué a cuestionar si no habría sido fabricado para mí, diseñado para el placer. Su figura estaba conformada por unas curvas peligrosas, dignas de la más cotizada de las Playmates o la más bella Vecinita, pero sin estar retocadas mediante Photoshop. Y eso que sus movimientos no eran demasiado sinuosos, con sus brazos siempre dispuesto a abrazarme, ya que no los cambiaba de posición; a mí me tocaba llevarla al bailar, pues era un poco patosa, pero su “perreo” era similar al mayor éxtasis concebido.
Salíamos con frecuencia, y los demás nos observaba y señalaban a Magdalena con el dedo, a la vez que se burlaban. Nuestra relación no era comprendida por el resto, ella no era una mujer como tal, rechazada por una sociedad repleta de prejuicios, que no entiende que el amor va más allá de una simple definición de diccionario. Su piel de látex (metafóricamente hablando) era moldeable y fina; si hubiésemos naufragado en un barco, es más que probable que ella hubiese flotado en el agua. Lo negativo es que debía ser extremadamente delicada, ya que siempre que veía un cardo o le regalaba rosas con espinas, se asustaba y se sentía molesta.
Nuestro amor y nuestra pasión se iban hinchando cada vez más, pero llegó un día en el que esta ilusión se desinfló como un globo. Se marchó sin despedirse y sólo me queda el aroma a plástico que desprendía, en mi cuarto. ¿Dónde estará? Sólo deseo que no esté bajo la cama de algún otro, no soportaría esa idea.
Se llamaba Magdalena. Aún recuerdo el día que la conocí, el día que comprendí que todo lo anterior era falso y superficial, en comparación con mi querida Magdalena. Fue el día de mi vigésimo segundo cumpleaños, por lo que consideré que el hecho de que ella entrase en mi vida en ese momento, no fue pura casualidad, sino todo un regalo, un presente envuelto en plástico y convertido en mujer.
Cuando contemplé su suave y estática mano, sobresaliendo de las sábanas de mi cama, en la que intentaba ocultarse, sentí un cosquilleo que nunca había experimentado, mis piernas temblaban y mi cuerpo no respondía a mis órdenes. Durante unos instantes, permanecí inmóvil, con una estúpida mueca en mi rostro, mas enseguida logré entender que el amor y la felicidad reales habían llegado a mi vida, así que estallé en mil carcajadas mientras bailaba con Magdalena hasta el amanecer.
Al principio, me costó acostumbrarme a su presencia, pues hacía tiempo que el solitario era mi único juego de cartas. No obstante, su piel sedosa y aterciopelada, y todo lo que me transmitía con la mirada -apenas pestañeaba y era muy callada-, esa sensación de sosiego y de hallarnos solos ante el mundo que me causaba esa penetrante mirada, consiguieron que el miedo que sentía al inicio, finalizara.
De todo su ser, el hierático gesto de su rostro era lo que más me gustaba, lo que mayor confianza me inspiraba: esa mirada perdida, como si pretendiese ver más allá de las personas y las cosas; esa redonda boca con esos turgentes labios, que daban la impresión de que fuese a cantar ópera; ese cabello tan artificial, que nunca se despeinaba.
Pero no puedo olvidarme de su escultural cuerpo, tan perfecto que alguna vez me llegué a cuestionar si no habría sido fabricado para mí, diseñado para el placer. Su figura estaba conformada por unas curvas peligrosas, dignas de la más cotizada de las Playmates o la más bella Vecinita, pero sin estar retocadas mediante Photoshop. Y eso que sus movimientos no eran demasiado sinuosos, con sus brazos siempre dispuesto a abrazarme, ya que no los cambiaba de posición; a mí me tocaba llevarla al bailar, pues era un poco patosa, pero su “perreo” era similar al mayor éxtasis concebido.
Salíamos con frecuencia, y los demás nos observaba y señalaban a Magdalena con el dedo, a la vez que se burlaban. Nuestra relación no era comprendida por el resto, ella no era una mujer como tal, rechazada por una sociedad repleta de prejuicios, que no entiende que el amor va más allá de una simple definición de diccionario. Su piel de látex (metafóricamente hablando) era moldeable y fina; si hubiésemos naufragado en un barco, es más que probable que ella hubiese flotado en el agua. Lo negativo es que debía ser extremadamente delicada, ya que siempre que veía un cardo o le regalaba rosas con espinas, se asustaba y se sentía molesta.
Nuestro amor y nuestra pasión se iban hinchando cada vez más, pero llegó un día en el que esta ilusión se desinfló como un globo. Se marchó sin despedirse y sólo me queda el aroma a plástico que desprendía, en mi cuarto. ¿Dónde estará? Sólo deseo que no esté bajo la cama de algún otro, no soportaría esa idea.
Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)
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