Llevo varios años muerto, engrosando las listas de los esclavos del Infierno. Un vampiro que se alimenta de alimañas y de seres humanos peores que las ratas, para subsistir y continuar con esta pesadilla día tras día, con esta cruz invertida que he de aguantar sobre mi espalda.
Algunos de mis congéneres, sobre todo los más jóvenes, que en vida eran aburridos y comunes, disfrutan matando hombres, mujeres y niños, sin tener remordimientos cuando duermen durante el día. Ahora son unos monstruos sanguinarios, que parecen no recordar su existencia pasada, con un alma siniestra y un corazón negro.
Cada día se hace más largo que el anterior, simplemente buscando comida y huyendo de los cazadores de vampiros que se extienden por la ciudad. En más de una ocasión, me he visto forzado a acabar con la vida de alguno de ellos, sin pararme a pensar en todo lo que tiene: familia, amigos... Pero ellos no titubearían si me tuvieran a tiro.
Me arrepiento y grito cada vez que tengo que matar a alguien para saciar mi voraz apetito, pero el dolor es mayor si no lo hago, de modo que sigo mis instintos como si fuera una droga lo que me impulsa a actuar.
No me relaciono con nadie, pues los vampiros no somos seres sociables ni entre nosotros. Hay que olvidarse de los chupasangres románticos de las películas, o de aquellos otros que sirven a un ente superior o que se agrupan para matar humanos. Nada más lejos de la realidad, ya que somos solitarios y sólo nos preocupamos de que otro vampiro no nos quite nuestro alimento. Aunque parece que jamás estuvimos vivos, sí que recordamos a los parientes, y reconocemos a aquellos vampiros que conocimos en vida; pero hacemos como que no nos importa. Tenemos la capacidad de hablar, pero rara vez la usamos, si no es para asustar a algún humano antes de clavarle los colmillos.
Cada uno ha de buscarse un rincón oscuro y apartado, en el cual refugiarse antes del amanecer, para esconderse del sol y de nuestros asesinos. Mi morada es un callejón frío y repleto de sombras, al que nadie entra durante el día. Pero por las noches, siempre se llena de drogadictos, borrachos, mendigos, ratas y hombres perdidos por culpa de la noche. Y ahí es donde procuro saciar mi sed, mi hambre, como castigo por mis pecados. Satán me ha obligado a vivir de nuevo como vampiro; no es ningún regalo, he de servirle y no puedo acabar con mi vida.
Podría ser sencillo: dejarme atrapar por los cazadores, mantenerme en medio de la ciudad al salir el sol, apuñalarme el corazón o cortarme la cabeza, pero hay una razón por la que no puedo permitir que eso suceda: ELLA.
La mujer de la que estaba enamorado en vida, algo que mi condición de oscuro monstruo no ha podido cambiar. La mujer con la que siempre quise pasar el resto de mis días, hasta aquel accidente de coche. La mujer que me cambió por completo, cuando sólo era un desecho social, cuando estaba solo y perdido. Ella confió en mí y ahora sufre por mi pérdida. Mas no sabe que cada noche la observo, antes de acostarse. Me mantengo durante horas en su ventana, intentando que no vea en lo que me he convertido, avergonzado por ser lo que soy y por haberla dejado sola. Veo cómo pasa su día a día, triste y sin nadie en su cama.
Pero todo cambió el día que llevó a un nuevo hombre a casa, alguien que no era yo. Pasaron los años y la relación fue a más, hasta que se casaron y tuvieron hijos. Yo seguía espiando su vida por la ventana, sin poder llorar, pero con mi negra alma rota. Tenía que hacer algo para que ella supiese que aún estaba en el mundo y que la seguía queriendo.
No obstante, cuando vio mis ojos rojizos, mi pálida piel, mi carne muerta y mis colmillos, huyó de mi lado, no quiso creer que aún vivía. Y pese a que yo entendí su reacción, la seguí hasta la casa.
Mi nuevo ser se apoderó de mi mente, lo único que conservaba de mi humanidad. Me introduje en la casa. Estrangulé a los niños con mis propias manos. Cuando llegó el nuevo amor de mi amada, clavé mis colmillos en su cuello. Ella lo vio todo y se horrorizó. Intentó escapar de la casa, pero yo fui más rápido. En la puerta, ella suplicó que no le hiciera daño. Mi antiguo yo me instaba a dejarla ir, pero ahora era un vampiro y estaba dolido. Mis afilados colmillos absorbieron toda la sangre de su yugular, toda su vida, que ahora me pertenecía. Fue el sorbo más dulce, y el más amargo, que he bebido jamás.
Algunos de mis congéneres, sobre todo los más jóvenes, que en vida eran aburridos y comunes, disfrutan matando hombres, mujeres y niños, sin tener remordimientos cuando duermen durante el día. Ahora son unos monstruos sanguinarios, que parecen no recordar su existencia pasada, con un alma siniestra y un corazón negro.
Cada día se hace más largo que el anterior, simplemente buscando comida y huyendo de los cazadores de vampiros que se extienden por la ciudad. En más de una ocasión, me he visto forzado a acabar con la vida de alguno de ellos, sin pararme a pensar en todo lo que tiene: familia, amigos... Pero ellos no titubearían si me tuvieran a tiro.
Me arrepiento y grito cada vez que tengo que matar a alguien para saciar mi voraz apetito, pero el dolor es mayor si no lo hago, de modo que sigo mis instintos como si fuera una droga lo que me impulsa a actuar.
No me relaciono con nadie, pues los vampiros no somos seres sociables ni entre nosotros. Hay que olvidarse de los chupasangres románticos de las películas, o de aquellos otros que sirven a un ente superior o que se agrupan para matar humanos. Nada más lejos de la realidad, ya que somos solitarios y sólo nos preocupamos de que otro vampiro no nos quite nuestro alimento. Aunque parece que jamás estuvimos vivos, sí que recordamos a los parientes, y reconocemos a aquellos vampiros que conocimos en vida; pero hacemos como que no nos importa. Tenemos la capacidad de hablar, pero rara vez la usamos, si no es para asustar a algún humano antes de clavarle los colmillos.
Cada uno ha de buscarse un rincón oscuro y apartado, en el cual refugiarse antes del amanecer, para esconderse del sol y de nuestros asesinos. Mi morada es un callejón frío y repleto de sombras, al que nadie entra durante el día. Pero por las noches, siempre se llena de drogadictos, borrachos, mendigos, ratas y hombres perdidos por culpa de la noche. Y ahí es donde procuro saciar mi sed, mi hambre, como castigo por mis pecados. Satán me ha obligado a vivir de nuevo como vampiro; no es ningún regalo, he de servirle y no puedo acabar con mi vida.
Podría ser sencillo: dejarme atrapar por los cazadores, mantenerme en medio de la ciudad al salir el sol, apuñalarme el corazón o cortarme la cabeza, pero hay una razón por la que no puedo permitir que eso suceda: ELLA.
La mujer de la que estaba enamorado en vida, algo que mi condición de oscuro monstruo no ha podido cambiar. La mujer con la que siempre quise pasar el resto de mis días, hasta aquel accidente de coche. La mujer que me cambió por completo, cuando sólo era un desecho social, cuando estaba solo y perdido. Ella confió en mí y ahora sufre por mi pérdida. Mas no sabe que cada noche la observo, antes de acostarse. Me mantengo durante horas en su ventana, intentando que no vea en lo que me he convertido, avergonzado por ser lo que soy y por haberla dejado sola. Veo cómo pasa su día a día, triste y sin nadie en su cama.
Pero todo cambió el día que llevó a un nuevo hombre a casa, alguien que no era yo. Pasaron los años y la relación fue a más, hasta que se casaron y tuvieron hijos. Yo seguía espiando su vida por la ventana, sin poder llorar, pero con mi negra alma rota. Tenía que hacer algo para que ella supiese que aún estaba en el mundo y que la seguía queriendo.
No obstante, cuando vio mis ojos rojizos, mi pálida piel, mi carne muerta y mis colmillos, huyó de mi lado, no quiso creer que aún vivía. Y pese a que yo entendí su reacción, la seguí hasta la casa.
Mi nuevo ser se apoderó de mi mente, lo único que conservaba de mi humanidad. Me introduje en la casa. Estrangulé a los niños con mis propias manos. Cuando llegó el nuevo amor de mi amada, clavé mis colmillos en su cuello. Ella lo vio todo y se horrorizó. Intentó escapar de la casa, pero yo fui más rápido. En la puerta, ella suplicó que no le hiciera daño. Mi antiguo yo me instaba a dejarla ir, pero ahora era un vampiro y estaba dolido. Mis afilados colmillos absorbieron toda la sangre de su yugular, toda su vida, que ahora me pertenecía. Fue el sorbo más dulce, y el más amargo, que he bebido jamás.
Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)
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