miércoles, 30 de diciembre de 2009

El Retratista

- Ahora, señorita, no se mueva, por favor.

La joven se quedó quieta, tal como el hombre de bigote le indicaba. Reprimiendo sus ganas de bostezar, fijó sus negras pupilas en aquella caja mágica que habría de lograr devolverle un reflejo de su imagen.

- Un momento y enseguida estará. Siga quieta por favor.


D. Cristófolo, retratista profesional de la ilustre villa de Villaponf, llegado a ésta hacía unos cinco años. Su procedencia, todo un misterio para los habitantes de la misma. Contempló en la cámara oscura, la imagen invertida de aquella chica. Sonrió pensando en aquella engañosa visión que las lentes le devolvían: una bella muchacha colocada cabeza abajo, cuya ropa se mantenía quieta y colocada, cual almidonada de forma desmesurada. – Qué pena que esto no fuera real, ver toda esa tela alrededor de su cabeza, ver esas piernas que solamente se pueden adivinar -. El retratista era asaltado por múltiples pensamientos.


Un, dos, tres… El fogonazo hizo parpadear a la joven. El olor a magnesio quemado inundó la estancia. Ahora, ya estaba, podía abandonar la forzada rigidez de su cuerpo.


- Señorita, ya está.


La acompañante de la Srta. Rosalía, se dirigió a él, interesándose por cuándo podrían pasar a recoger el retrato de su señorita; para ella, una mujer sin estudios, pero de férrea disciplina y fe cristianas, cumplidora servicial de los mandados de su patrón, el padre de su señorita Rosalía, y veladora de la virtud de ésta, lo que hacía aquel hombre, Don Cristófolo, era magia. No podía entender cómo era posible que uno mismo quedara dibujado de forma real y precisa sobre una lámina de papel. ¿No sería cosa del demonio, o brujería todo aquello? No, eso ya se lo había preguntado al padre Cipriano, y éste, algo le había tratado de explicar, liándose con espejos, placas y sustancias extrañas, la verdad, que aquel cura tenía paciencia con sus feligreses, y ganas de que estos ganaran en sapiencia, pero a ella, la cabeza sólo le daba para cosas sencillas y llanas.


-Dígale a Don Torcuato, que dentro de una semana pueden pasar por él. Ha sido un placer -. Añadió dirigiéndose a la joven, ignorando por completo a la criada. Él sabía moverse en sociedad, él, el gran y único retratista de toda la villa y sus alrededores, no podía rebajarse a mirar a una “chacha”, él, comparable a Antonie Claudet, de eso nada, había clases y clases, y eso era algo que había que mantener, eso era la sociedad, lo que mantenía a ésta en su orden.


Recogió la placa de cobre recubierta de yoduro de plata, y se introdujo en su laboratorio, en su Santum Santorum particular. Allí, entre los vapores de mercurio, se sentía como el Gran Maestro de Ceremonias.


Había pasado más de media hora, contemplaba el resultado, Don Torcuato estaría más que satisfecho, su hija, exhalaba encanto y una enigmática y atrayente sonrisa en aquel retrato. Con todo el cuidado, instaló este tras de un cristal, al amparo de los estragos de la luz, y se dispuso a enmarcarlo.


– Ciertamente, es una joven hermosa - . Pensaba Don Cristófolo, sintiendo aquel palpitar tan conocido en su entrepierna.


Era un hombre soltero, distante, introvertido, que compartía su vida con la única compañía de su fiel mayordomo. Entregado por entero a su trabajo en los últimos años, eran pocos los bailes a los que acudía, aunque ahora, contemplando aquella imagen, decidió que este año sí que acudiría al baile en la casa de Don Torcuato, allí, con toda seguridad, tendría ocasión de entablar conversación con la señorita que le sonreía a través del cuadro. Tal vez pudiera llegar a hacerle otro retrato, pero distinto, de otro tipo, como aquellos que tantos problemas le trajeron en la anterior ciudad, A pesar de lo sucedido, no se había desprendido de ellos, y seguía disfrutándolos y dejándose perder en las largas y frías noches de su soledad.


Dirigió su mirada al baúl, a su particular arca del Santum Santorum, allí, encerrados con llave, al amparo de miradas curiosas, estaban sus tesoros, sus más bellos retratos. Introdujo la mano en su bolsillo, buscando la llave de la que no se separaba nunca, el día había terminado, nadie vendría a molestarle, podía disfrutar hasta la hora de la cena un poquito de ellos. El palpitar de su entrepierna retumbaba ahora ya en su cabeza, y la tela de su pantalón, había comenzado a distenderse allí precisamente donde el pensamiento se transformaba en hecho.


Sus retratos… Cuerpos de carnes prietas, las Gracias de Rubens en carne y hueso, sonrisas pícaras, miradas lascivas, y su lengua recorriendo el labio superior, sintiendo el contacto de su bigote, imaginando otro contacto, otro vello, y su boca tragando el exceso de saliva, y su entrepierna palpitando, deseando… La señorita Rosalía era digna del mejor retrato, imaginaba lo que el vestido ocultaba, recreaba el momento de retratarla libre ya de aquellas telas. Imaginaba ya el momento de contemplarla, anticipándose a un futuro incierto, seguramente imposible, o quizás no tanto. Conocía la sociedad, conocía la hipocresía, y los deseos ocultos e inconfesables de las muchas ilustres, respetables y aparentemente grandes señoras.


Sí, este año, él, el ilustre Don Cristófolo, él que sabía moverse en sociedad, el educado y galante, el único retratista de Villaponf, acudiría con sus mejores modales al baile de Don Torcuato. Rosalía le esperaba, y él, esperaba tenerla de nuevo delante de su cámara.


Raquel Villanueva Lorca (Ponferrada, León)

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