miércoles, 23 de diciembre de 2009

Soledades

Sentada en el banco de skay granate, frente a la mesa redonda de mármol blanco. Periódico abierto. Mirada perdida mas allá de los cristales medio empañados. Como los últimos mil y un viernes.

Sobre la mesa, un pequeño bolso marrón con el nombre grabado: Esther.

La luz temblorosa de los fluorescentes azulea el suelo de baldosas blancas y negras.

Antonio, el viejo camarero, con su bandeja bruñida y su paño, blanco, impecable. Pasea, como un malabarista, la bandeja cargada de vasos por encima de las cabezas, esquivando al personal con maestría torera.

A través de los cristales Esther mira a un perro zalamero decidido a ganar la atención de su amo. Un poco mas allá, esperando para cruzar la calle, un hombre. No muy alto. Pelo entrecano. Frente esculpida por incipientes surcos. Ojos entre azules y grises.

Una descarga eléctrica recorre la espalda de Esther -Es él. Es Raúl. ¡Y viene hacia aquí!

Raúl entra en el bar y se abre paso entre el guirigay de los futboleros embobados frente al televisor. Apoyado en la barra, levanta la vista hacia el espejo. Al fondo, frente al viejo cartel de Cava, ve los inconfundibles ojos marrones de Esther.

Mientras, Esther, muerta de ganas de llenarle de besos, hace como que lee.

Raúl se atusa el peinado y, con esa media sonrisa tan suya, se acerca por detrás.

- Le veo muy interesada en la evolución del Ibex, señorita-.

-¿Perdón?,- disimula Esther. -¡Raúl!, ¡cuanto tiempo!- Dibuja una sonrisa que pretende ser distante.

- Cada día estás mas guapa.

-Mintió él.

-Tú no has cambiado nada.

-Mintió ella.

Antonio, diligente, se aproxima.

¿Desean algo los señores?

¿Te apetece una copa de aquel vino?...¿cómo era?.. Tenía un escudo dorado...

Antonio recuerda muy bien ese vino. Lo servía a aquella misma pareja, hace...muchos años. Recuerda las manos de pianista de aquella chica, su forma de apartarse el pelo de la cara. Antonio, demasiado tímido, nunca se atrevió a decirle que estaba loco por ella. Se limitaba a seguirla hasta su casa y, de vez en cuando, hacerse el encontradizo para regalarse con aquella sonrisa.

Al fondo del botellero, oculta bajo una capa de tiempo, una botella del vino de cápsula dorada. Antonio la limpia, cariñoso, como a un recién nacido. Enseña la botella a la pareja, pero sus miradas están muy lejos. El resto del mundo ya no existe. Bucean en las pupilas del otro buscando el color de alguna tarde de invierno, el olor rojizo del aire, el calor de un amor olvidado.

Antonio libera el vino y lo deja jugar en su nuevo jardín de cristal. Los largos dedos de Esther acarician la copa.

-¿Aun le quieres?-

Raúl baja la mirada. Mueve la copa recreándose en las olas carmesí. Se moja los labios.

-No lo sé.

Los párpados de Esther bajan como una cortina, como el telón que pone fin a una larga historia. Levanta su copa y sorbe, lentamente, dejando que el vino disuelva la pena, la ilusión, la tristeza.

Raúl acerca su mano a la de Esther. Ella duda un instante, pero aparta la suya de forma casi imperceptible. Sus dedos no llegan siquiera a rozarse.

Se aparta el pelo de la cara y sonríe. Sonrisa de hielo.

Raúl habla, dicharachero, durante un rato. Esther asiente y sonríe, pero su mirada ya no es la misma. Ahora es la mirada con que lee el periódico o habla con un vecino.

Esther mira su pequeño reloj azul con aparente disimulo. Raúl se da por aludido, inventa una cita urgente, le da dos besos, deja un billete sobre la mesa y se pierde calle abajo.

Antonio no ha perdido detalle y se le escapa un pequeño grito de alegría que nadie advierte, fundido en el jaleo de los futboleros.

Esther toma un último sorbo y, castigando al personal con sus ojos marrones de gacela, sale del bar y se aleja entre las luces de neón.

Antonio limpia la mesa. Recoje la botella, casi llena, y las copas . En la trastienda, entre cajas de plástico colmadas de botellas, se sirve aquel vino en la copa de Esther. Lo observa a la luz de la bombilla amarillenta. Lo mueve despacio. Lo huele, casi lo escucha. Quisiera palparlo si fuera posible. Busca la marca de carmín en el borde de la copa, se la acerca a los labios, cierra los ojos y bebe muy despacio, besando a su amada.

José Manuel de los Rios (Barcelona)

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