lunes, 1 de febrero de 2010

Aquí mi fusil

Cuando el primer soldado dejó caer su fusil a la hirviente arena se produjo un leve y casi imperceptible sonido, como si el arma no hubiera querido alterar ni entorpecer aquella sorpresiva maniobra de asalto. Pero conforme el resto de la tropa imitaba la acción de su compañero, el ruido se fue incrementando hasta transformarse en un estruendo que ni siquiera los apelmazados granos que conformaban aquel inmenso desierto pudieron amortiguar.

El oficial al mando de aquel bisoño batallón se hartó de gritar, injuriar y finalmente amenazar a los rebeldes, primero con el calabozo y después con un fulminante consejo de guerra, si no cambiaban de actitud y recogían sus fusiles. Sus imprecaciones resultaron estériles y hasta contraproducentes porque, como si fueran un solo hombre, aquellos ciento cincuenta soldados profesionales recién salidos de la academia militar de mayor prestigio del país decidieron sentarse desarmados sobre la arena pese a los más de 45 grados de temperatura con que los castigaba el ardiente sol de aquellas dunas.

Tras comprobar que las presiones al colectivo no surtían efecto, el teniente que mandaba la compañía se alejó unos metros de los soldados insurrectos para reunirse con sus subordinados inmediatos, un sargento y dos cabos.

– ¿Qué cojones está ocurriendo aquí? –les preguntó en el tono en que un padre interroga a sus hijos al cogerlos en falta.
– No lo sabemos, mi teniente –balbuceó como un niño asustado el sargento.
– ¿Quién ha empezado el motín?
– La verdad es que ninguno hemos visto al cabecilla, ha sido todo en un instante, uno ha empezado y los demás lo han seguido como borregos –explicó de nuevo el sargento.
– Pues como borregos habrá que tratarlos –dijo el teniente mientras se encaminaba de nuevo hacia donde se encontraba el grueso de la unidad militar que hasta entonces había dirigido sin ningún contratiempo. En medio de aquella sentada, se acercó al soldado que más cerca le quedaba y, agarrándolo de la camisa caqui, lo levantó en vilo hasta ponerlo de pie.
– Recoja su fusil, soldado –le exigió gritando el teniente–. ¡Ahora mismo!

El joven no pestañeó pese a que la orden le había sido dada a escasos centímetros de su rostro. Su superior insistió, pero ni siquiera cuando lo tiró al suelo, junto a su arma, el soldado la agarró. El oficial lo pateó dos, tres veces, pero el agredido, pese a emitir varios quejidos, apenas se inmutó. A continuación, el teniente golpeó a otro soldado, y después a otro más, y a otro... Sin resultados.

El teniente sacó entonces su pistola y fue apuntando alternativamente a los militares que acababa de pisotear, amenazando con matarlos allí mismo si no se levantaban inmediatamente. Desesperado ante la pasividad del grupo, se echó las manos a la cabeza, tiró al suelo su gorra y la pisó, y con el rostro desencajado les vociferó que estaban poniendo la misión en peligro, que el enemigo los podía detectar y que ése sería el fin de todos. El silencio fue otra vez la única respuesta que obtuvo. En vista de su postrero fracaso, sólo le quedó apelar al orgullo patrio: es por su país, les conminó, pero nuevamente tropezó con la indiferencia de sus soldados.

– ¡Cobardes! –les espetó–. Sus familias siempre se avergonzarán de su conducta –les dijo como epitafio a sus carreras militares. El teniente hizo un gesto con la mano a sus más inmediatos subordinados para que lo siguieran. Mientras caminaban en dirección opuesta al grueso de la milicia, pidió al cabo que portaba la radio que le pusiera en contacto con el general que le había encomendado aquella misión.

– Señor –empezó el teniente–. La compañía se ha sublevado y ha sido imposible realizar nuestro cometido. Esperamos instrucciones.

El general tardó en contestar; por un momento, el teniente pensó que se había cortado la comunicación, pero al fin, su superior consiguió articular palabra.

– Aunque no se lo crea, la noticia no me ha cogido de sorpresa. Ninguno de nuestros soldados obedece órdenes. Y en el ejército enemigo parece que está sucediendo lo mismo. Ya no entiendo nada.

La conexión quedó entonces en silencio.

Juan de Dios Valverde Jiménez (Jaén)

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