lunes, 1 de febrero de 2010

Intercambio de equipajes

Viaja más que el baúl de la Piquer
Dicho popular.


Esta historia que les voy a narrar me la contó la sobrina de una vecina, quien a su vez la supo por la cuñada de su tío abuelo, el cual fue pretendiente durante su temprana juventud de una señora bizca y sordomuda que trabajó como ayudante de cámara de la popular coplista Doña Concha Piquer. No sé si las múltiples voces han ido deteriorando la realidad hasta desencadenar en un puñado de chismes de vecindario. Lo que nadie puede poner en duda es el trágico desenlace de un suceso que se originó por una simple y absurda confusión de equipajes…
Todo comenzó una mañana de Febrero allá por los años treinta. Paco era un hombre rural y maduro que llevaba pensando en abandonar la hacienda más de seis meses, pero su sentido del deber lo retenían un día tras otro entre aquellos viejos paredones. Cada día se levantaba bajo la luz atezada de la aurora y emprendía de buen agrado su deber diario. Éste consistía en realizar labores agrestes como ordeñar las vacas, recoger los huevos del gallinero o limpiar con el escardillo las malas hierbas del patio. Era un hombre honrado y sencillo que disfrutaba con las tareas domésticas del cortijo, aunque había algo dentro de su ser que se empapaba de tristeza con el paso de los días. En su interior guardaba con recelo un sentimiento que no podía brotar entre los terrones pardos de la finca, y es que el bueno de Paco era todo un artista. No sabría si definirlo como poeta, pintor, músico o quizás una mezcla de estos y otros múltiples talentos, pero lo que sí puedo asegurar es que su corazón latía por y para el público.
A la hora de la siesta cuando el silencio reposaba plácidamente y el viento se convertía en una suave canción de cuna, él aprovechaba para marcharse al cobertizo y recitar tanto bellos sonetos como quemar sus talones bajo el silencio de una guitarra imaginaria. A pesar de liberar su arte en secreto, su frágil alma se sentía prisionera de un sueño pesado e infinito. Una noche cuando salía del cobertizo, desplegó sus párpados hacia una luna hermosa que regaba de luz ambarina los campos de labranza. Al instante se sintió bañado por su luminosidad, mientras un ligero calor le subía desde los pies hasta el rostro. Paco se dirigió corriendo a sus aposentos y exaltado comenzó a hacer el equipaje. En el introdujo todo lo que creía imprescindible para un viaje sin retorno.
Llegó caminando a la vieja estación de ferrocarril arrastrando su pesado maletón sobre los mugrientos andenes de aquel pequeño apeadero de provincias. Paco esperaba de pie erguido, luciendo un sombrero de ala ancha y media sonrisa entre los labios. De repente sintió la necesidad de celebrar la meditada decisión, por lo que sacó de su bolsillo una cajetilla de tabaco rubio reservada para momentos especiales. Como no tenía cerillas le pidió lumbre a un anciano lugareño dejando su incómoda carga a dos metros de distancia. Ambos se enzarzaron en una conversación que duró un cruce ferroviario y dos salidas de trenes regionales. Al girar sobre sus talones Paco se dio cuenta de que su maleta no estaba allí. Asustado se dirigió presuroso al lugar donde la había dejado, pero desafortunadamente no había nada. Miró de un lado para otro con los ojos completamente desencajados hasta que de repente un mozo del pueblo le preguntó sí aquel maletón era suyo. Paco dio un suspiro desde lo más hondo de sus entrañas y completamente aliviado, decidió no demorarse más y tomar el primer tren que pasara. Una vez sentado en el vagón abrazó sus bártulos como si fueran un cofre repleto de tesoros. Mecido por el suave traqueteo del tren se quedó dormido flotando en un sueño abierto a la esperanza.
Entretanto y en otro ferrocarril en dirección contraria viajaba la famosa coplista Doña Concepción Piquer López, conocida mundialmente como la mejor folclórica de la época, y a la que todos llamaban Conchita Piquer. Su linda figura había recorrido los escenarios de todo el mundo, donde deleitaba con su voz los oídos más exigentes. Su vida era todo un volcán de elogios en erupción, un torrencial de exquisitos regalos y de gallardos admiradores que pagaban grandes sumas para verla actuar. No obstante Conchita estaba cansada de llevar aquella vida ambulante. En los últimos meses le empezó a invadir un desasosiego que no se atrevía a confesar. Con el transcurrir del tiempo sus negras pupilas se tornaron grises, y sus labios se convirtieron en una dura línea apenas perceptible.
La locomotora agitaba los pensamientos de Conchita, los cuales divagaban confusos de un lado para otro analizando el motivo de su tristeza. No llegaba a encontrar ninguna razón para aquel estado de ánimo, ya que era una joven hermosa llena de éxito y abundancias. Sin embargo, en el fondo sabía que su corazón tenía un hueco que no podía taparse con joyas. De repente se acordó que debía repasar la letra del cuplé “cárcel de oro”, sonriendo para sí al darse cuenta de la ironía del asunto. Decidida se giró en el asiento para abrir su baúl en el que acarreaba los atuendos con los que tenía que debutar cada noche. Una ráfaga de fuego le recorrió la piel al darse cuenta de que en el interior no había ni un solo vestido. Rápidamente comenzó a revolver todos los objetos creando un caos espantoso en la maleta. Al cabo de unos minutos decidió serenarse para recapacitar sobre lo sucedido. Se acordó de la mugrienta estación de pueblo en la que tuvo que bajar para tomar el tren de la capital. Recordó el vacío, el trino de los pájaros y finalmente reparó en la extrañeza que le provocó ver su baúl a unos metros de donde lo había dejado. Exhausta por aquella desmesurada actividad se echó hacia atrás, emitió un largo suspiro y cerró los ojos. Conchita sabía que aquella noche no podría actuar en la “La Gallina Clueca”, uno de los teatros de mayor prestigio de Madrid. Abrió de nuevo el baúl y con una curiosidad impropia de ella tomó uno de los múltiples cuadernos, después miró a ambos lados del vagón y sintiéndose una niña traviesa comenzó a leer la primera página.
Al cabo de tres horas la famosa cupletista había leído centenares de versos y letras flamencas compuestas por el propietario de la pesada maleta. La joven artista cayó desfallecida de amor después de recitar a media voz las bellas palabras de aquel desconocido. La ternura desbordada del papel salpicaba con caricias el alma de Doña Concha, mostrando el espíritu frágil y poderoso de un hombre diferente al resto. Completamente convencida de sus sentimientos decidió buscarlo con la sutil excusa de devolverle sus pertenencias. Ella supuso que un corazón noble como el de su platónico amado no podía estar en otro lugar que no fuera un tablado, así que con frenética locura comenzó a buscarlo entre actuación y actuación.
Pasaron tres largos años en los que la cantante recorrió tanto elegantes salones como tabernillas de mala bebida. Viajó de norte a sur por todas las provincias de España mostrando una fotografía en blanco y negro que encontró en la maleta con el nombre de Francisco Serrano. A pesar de la búsqueda frustrada Conchita sintió que el amor que profesaba por él se acrecentaba con el paso del tiempo, hasta llegar al punto de la más absoluta desesperación. Una noche de luna llena la popular cantante tomaba un café en la plaza de las Dos Cruces de Sevilla, planteándose seriamente la idea de abandonar el escenario. Aquella búsqueda mermada había provocado que la desilusión cayera como una pesada losa sobre su cabeza. Desde entonces, cantar letras de amor se convirtió para ella en la mayor de las torturas. Tras un largo meditar, dio un último beso a la cara descolorida del retrato y la puso sobre la mesa con la premeditada intención de dejarla olvidada. Con paso lánguido se fue alejando de la bella placita, y mientras caminaba por las callejuelas del Barrio Santa Cruz se sintió embriagada por el aroma dulzón de los naranjos. De repente una voz irrumpió el silencio, y al mirar hacia atrás vio que el camarero del pequeño café corría con la fotografía de Paco entre sus dedos. Ella emitió un profundo suspiro al darse cuenta de que ni aún intencionadamente era capaz de deshacerse de aquel hiriente amor. Al tiempo que disimulaba su absurdo despiste el joven la interrumpió comentándole que casualmente el caballero de la imagen había estado esa misma tarde en el café. A la coplista se le encendieron los ojos y sus pestañas parpadearon varias veces simulando grandes abanicos andaluces. El gentil mozo le comentó además que esa misma noche iba a verlo actuar a un teatrillo de la zona donde actuaba con gran éxito cada viernes.
Sin demora alguna la famosa cupletista tomó el baúl y marchó a toda prisa a su encuentro. Al entrar se originó un gran revuelo entre la audiencia, la cual no podía creer que la célebre artista estuviera en tal humilde local. Al llegar al camerino golpeó la puerta con la mano derecha mientras que con la izquierda sostenía firmemente el baúl de su amado Paco. El corazón le latía con tanta fuerza que pensó que le iba a explotar de un momento a otro. La puerta se abrió de par en par y una voz susurrante le dijo gentilmente que pasara. Arrastró sus diminutos tacones y nada más pasar sus ojos se abrieron como candiles sin dar crédito a lo que veía. Conchita se quedó sin habla y completamente perpleja arrastró el maletón a la altura de Paco. Él por el contrario se abalanzó hacia ella y le propinó dos sonoros besos en cada mejilla al tiempo que le confesaba su más profunda admiración. Asimismo le dijo que aquel intercambio de equipajes fue una bendición ya que actuaba con esos glamorosos vestidos cada noche, y que por eso mismo era considerado en el teatrillo “la princesa de la copla”. Después dio una vuelta sobre sí mismo para mostrarle lo bien que le quedaba la colorida bata de cola, y riéndose débilmente para no estropear la gruesa capa de carmín, le dijo con orgullo que ambas tenían la misma talla. Finalmente y con lágrimas en los ojos le hizo entrega del baúl repleto de trajes gastados. Luego le rogó que por favor no le llamara Paco sino por su nuevo y definitivo nombre: Paquita “La Serranilla”.

Euclides (Las Cabezas de San Juan, Sevilla)

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