lunes, 1 de febrero de 2010

Lisboa

Sin maleta ni destino, llegó apresuradamente a la estación de autobuses y pidió un billete para el viaje que antes saliera: la respuesta de la taquillera fue Lisboa. Abrió el sobre que llevaba en la mano, sacó un billete de cien euros inmaculado para pagar. Aquel sobre al que se aferraba contenía una buena cantidad de euros y una carta que había leído cientos de veces en los útimos días. La carta era, de hecho, lo único que era suyo, porque la ropa y el dinero eran robados.

Pensó en las ventajas que le ofrecía el autobús como medio de transporte, nadie le pedía el DNI para comprar un billete, al contrario que en el avión. Se tiró en su asiento y durmió como un tronco varias horas, estaba hecho polvo por la borrachera de la noche anterior con los amigos, que le despedían entre lágrimas etílicas.
-”Tranquilo, que iremos a verte de vez en cuando”, decía uno de los compadres con dudosa decisión. Recordó estas palabras y volvió a dormirse. El siguiente despertar vino precedido por el zarandeo de un desconocido; era el conductor del autobús, ya estaban en Lisboa.

Durante el somnoliento camino, no tuvo tiempo de preguntarse qué se le había perdido a él en una ciudad de otro país, con otra lengua. La única razón por la que se encontraba ahora allí, pisando sus empedradas calles, era el ansia por desaparecer de Madrid. Recorría la ciudad como quien se adentra en un jardín desconocido lleno de tesoros por descubrir.

Empezaba a anochecer. Llevaba ya varias horas de caminata perdido por las estrechas calles del barrio de Alfama, así que decidió hacer un descanso en una pequeña tasca junto a la muralla del castillo de San Jorge. Había dos hombres de unos sesenta años que hablaban acaloradamente mientras bebían un licor rojizo en pequeños vasos. Ante la ignorancia total hacia la lengua portuguesa, decidió pedir el licor que los dos hombres bebían de la única forma de la que era capaz; señalándolo. Al cuarto vaso, el camarero le hizo saber cómo se llamaba aquel pastoso licor.

-”Es ginginha”, le dijo en un castellano aceptable. Tomó dos vasos más ya a solas con el camarero y después salió del bar. Reanudó la marcha calle abajo mientras la ginginha le subía del estómago a la cabeza. Volvió a sacar de su bolsillo la carta, pero no la leyó, simplemente la apretó fuertemente en su puño, pensando en el contenido que ya casi se sabía de memoria y que recitaba en mitad de la solitaria plaza de Rossío a voz en grito.

Pasó la noche de antro en antro, bebiendo ese pastoso licor llamado ginginha, con el vaso en una mano y la carta en la otra. Cuando le echaron del último bar estaba amaneciendo. Le dolían los pies, no podía seguir caminando. Escuchó un sonido extraño y al darse media vuelta se topó con un tranvía. No tardó mucho en decidirse a subir, dentro se estaría caliente y había asientos.

Recorrió gran parte de la ciudad mientras el sol bautizaba un nuevo día, pero esta vez, desde la ventana del tranvía, le parecía otra Lisboa. Guardó la arrugada carta en el bolsillo, levantó la mirada y se dio cuenta de que había llegado al final del trayecto. Se apeó y leyó los carteles a su alrededor: Praça do Comércio. Estaba frente a la desembocadura del río Tajo y decidió sentarse en un banco a echar un vistazo. Las gaviotas anunciaban la proximidad del mar.

Por última vez, sacó la carta y leyó las últimas líneas:

“… deberá personarse en el centro penitenciario de Soto del Real (Madrid) a las 9:00 horas del día 21 de enero de 2010, para cumplir condena de veinte años y un día por…”

Dejó de leer. Arrugó la carta y la lanzó al río. Sacó el sobre y contempló con gusto que aún le quedaba un buen fajo de billetes de cien. Estaba cansado pero feliz. Era libre. Decidió ir a una pensión para darse un baño y dormir un poco. Estaba contento de haber caído en Lisboa.

Miró el reloj y pensó que los funcionarios de prisión ya le estarían esperando. Que esperen sentados.

Roberto Osa López (Madrid)

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