lunes, 1 de febrero de 2010

La asamblea de los muertos

Aprovechó un despiste del guardia para entrar en la medina. Era noche cerrada en Marrakech y el pequeño Omar no encontraba a su padre. Empezó a merodear por las calles, cada vez más oscuras y estrechas. Los estertores del verano hacían de la noche una tiniebla calurosa y llena de angustia. ¿Por dónde empezar a buscar? Marrakech es una ciudad caótica, llena de escondrijos y de trampas urbanísticas que recuerdan a “Las mil y una noches”.

Echó a correr en mitad de la oscuridad, sin rumbo, sólo pensando en su padre, un anciano casi ciego. ¿Dónde estaría? La última vez que estuvieron juntos, al principio del día, le había prometido que le esperaría a las puertas de la medina para volver a casa. Vivían en un poblado a extramuros y a menudo venían a Marrakech a vender leche y alguna cabeza de su modesto ganado. El padre, que ya no estaba para ordeñar, se sentaba en el suelo y tocaba la flauta por la voluntad, que era poca. No se movía nunca de su sitio, por lo que el joven Omar no sabía dónde buscarlo.

Siguió corriendo y gritando el nombre de su padre por las laberínticas calles del zoco. Todo era negro, estaba perdido entre paredes de barro hasta que vio un punto de luz moverse a gran velocidad. Era alguien que huía. Llevaba en la mano un candil, así que salió tras él en busca de luz. Lo siguió un buen rato, creyó haberlo perdido, pero lo encontró a la vuelta de una esquina tumbado en el suelo, exhausto, junto al portón de un riad. Estaba herido, gemía sin parar. Omar se acercó a él para preguntarle por su padre. El desconocido lo agarró fuerte de la chilaba y lo atrajo hacia sí. “La asamblea…” dijo. Murió en ese mismo instante. ¿Qué querría decir? Cogió el candil y siguió su camino esta vez con luz, pero igual de perdido.

Deambuló largo rato por las callejuelas, sin encontrarse con nadie. Harto de dar vueltas, se detuvo un momento a descansar. Mientras recuperaba el aliento, oyó unos gritos atroces, desesperados. Eran varias personas las que emitían los demoníacos alaridos. Corrió hacia los gritos, más por inercia que por valentía. Llegó a una de las arterias principales del zoco, por fin sabía dónde estaba y ahora no tenía dudas de que algo terrible estaba ocurriendo en la plaza, así que con cautela se encaminó hacia allí.

A medida que se acercaba, se percató de que los gritos iban desapareciendo, lo cual no le tranquilizó demasiado. Entró en la plaza tembloroso y antes de esperarlo se topó con cinco cuerpos decapitados sobre una carreta. Aún sangraban abundantemente. Delante de la carreta unos guardias ensartaban las cabezas sobre cinco picas perfectamente alineadas. Probablemente una ejecución de infieles, ladrones, reos de mala muerte, quién sabe. Lo que estaba claro es que los cinco recibirían el nuevo día en el centro de la plaza, a modo de advertencia para el pueblo. Los ejecutores bromeaban sobre los ademanes de las cabezas en las picas. Junto a ellos, un anciano ciego tocaba la flauta.

Roberto Osa López (Madrid)

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