lunes, 1 de febrero de 2010

En el parque

Aquel mediodía el parque irradiaba esa luz de los primeros compases de mayo. Estaba más bonito que de costumbre, lo que hacía que mereciese la pena salir de la oficina y comer al aire libre. Pasó por la tienda, compró algo rápido para comer y se encaminó hacia el banco donde cada día acudía durante su hora de comida. Mientras paseaba hacia el parque, aspiraba cada vez con más intensidad, atrapando en sus pulmones el olor a vegetación. La bolsa que llevaba en la mano no olía tan bien, pero ya estaba acostumbrado al característico hedor del bocadillo de calamares.

Siempre iba al mismo banco. Siempre comía lo mismo. Y siempre solo. Pero aquel día vio que su sitio no estaba vacío. Una mujer algo más joven que él estaba allí sentada, comiendo en silencio.

Maldijo su suerte. “¿Por qué se ha sentado en mi banco?”, se preguntaba. Soltero y cincuentón, su vida se ceñía al trabajo y a su casa. Vivía en un semisótano rodeado de libros viejos, llenos de historias increíbles y de olores de otras épocas. Incluso amaba el olor de esas antiguallas. Ni qué decir tiene que se guiaba siempre por el olfato. No le gustaba estar con gente, dedicaba demasiado tiempo a soñar como para ser sociable.

Pensó en irse a otro banco, “en el parque hay muchos, ¿qué más dará uno que otro?”

No daba lo mismo, al menos a él no. Mientras pensaba qué hacer, esperaba escondido junto a un árbol que hay detrás del banco. Volvió a mirar una vez más, esta vez acercándose un poco, hasta el punto de llegar a olerla. A partir de aquí la cosa cambió. Vaya si cambió. Ella desprendía una fragancia natural que le hizo marearse de placer.
Lástima que desde allí no pudiera verle la cara. “Seguro que es preciosa. E interesante. Alguien que huele tan bien no puede ser mala gente”. Se empezó a emocionar, “seguro que hasta está buena”, pensaba casi eufórico.

Aunque estaban muy cerca, ella no se había percatado de su presencia. Él seguía escondido deliberando consigo mismo. La timidez, la falta de huevos, o lo que cada uno quiera pensar, era lo único que le frenaba. No paraba de darle al coco para que se le ocurriera algo ingenioso que decir para romper el hielo, pero nada.

Con la bolsa entre las manos sudorosas salió por fin de detrás del árbol, con una sonrisa patética en la cara. Alzó la vista con la poca valentía de la que era capaz para mirarle a los ojos, pero ella ya no estaba allí.

Roberto Osa López (Madrid)

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