lunes, 1 de febrero de 2010

Intercambio de almas

No debemos perder la fe en la humanidad que es como el océano: no se ensucia porque algunas de sus gotas estén sucias.
Mahatma Gandhi
Llevaba ya un mes en los Estados Unidos, y aún no había tenido la oportunidad de decir varias frases seguidas en inglés. Recuerdo que mientras embarcaba en el aeropuerto de Barajas tan sólo me embargaba la apacible idea de olvidar. Y así fue, al menos durante los primeros días en los que mi cabeza se llenó; de frases hechas, palabras impronunciables e innumerables monólogos mentales. Llegué a esta tierra para relegar mis viejos fantasmas en el pasado, utilizando para ello la escusa de emprender una maestría. Por aquel entonces la barrera idiomática me pisaba los talones, por lo que opté hacerla en literatura hispánica. Sin embargo quería mejorar mi nivel de inglés y para ello estudiaba con ahínco a todas horas. Aun así no lograba enterarme de nada cuando me asaltaban situaciones inesperadas, las cuales me llenaban de una impotencia lingüística casi inexplicable -nunca mejor dicho-.
La primera de ellas fue una tarde, en una solitaria parada de autobús en Parrish St, sentada bajo las luces anaranjadas del crepúsculo. En la soledad desértica del entresijo de calles del centro se me acercó una enorme y negra señora, que alzando considerablemente el tono de voz me dijo algo que no llegué a entender. En tales circunstancias solía obnubilarme y confusa excluía de mi mente toda capacidad de raciocinio. En aquel momento recurrí a mi socorrido: -¡Oh yes, yes!- pero supongo que la respuesta no fue de su agrado. Aquella robusta mujer subió aún más el tono de voz, e increpándome con su mirada zaina comenzó a señalarme con el pulgar, para finalmente irse emitiendo toda una sarta de voces y alaridos. Petrificada como una estatua de mármol la miré marcharse a través de la extensa avenida, y fue sólo hasta aquel instante cuando me di cuenta realmente de que estaba en un país extranjero, en la otra cara de mi mundo y completamente sola.
Ingenua de mí, había pensado que me lloverían las llamadas al anunciarme en el tablón universitario para un intercambio lingüístico, sin embargo pasaban los días y el teléfono no sonaba. La incómoda situación de tener que aguardar paciente una llamada telefónica comenzó a crisparme los nervios, por lo que exasperada iba y venía al tablón para ver que el cartel continuaba bien visible. Merodeaba a su alrededor, pero no veía a ningún estudiante interesado en tomar nota del número ¡parecía que a nadie le importaba aprender español!
Desde mi llegada a aquel pueblecito sureño de los Estados Unidos no se habían vuelto a repetir los sueños delirantes y aterradores. Al octavo día comenzaron a invadirme de nuevo las mismas pesadillas, aunque esta vez aparecieron durante una ligera siesta vespertina. Los ensueños dementes empezaron como siempre. Primero con un estrepitoso ruido al que le seguía otro mucho más potente, y después un revuelo de gritos mezclados con la visión estremecedora del desastre. Como siempre me despertaba bañada en sudor, sin poder controlar el temblor de mis manos y sin saber dónde me hallaba. La sensación de vacío que me dejaban las pesadillas dominaba el resto de la jornada, repitiéndose en mi mente imágenes aterradoras y repugnantes que me impedían comer o disfrutar de una simple lectura. Aquel día los sueños infernales volvieron a recaer sobre mí, despedazándome las entrañas como pajarracos carroñeros sobre una presa indefensa. Afortunadamente para el alivio de mis inquietudes lingüísticas y mi salud mental sonó el teléfono.
La piel lechosa y los rasgados ojos felinos me confundieron, supongo que inconscientemente seguía conservando el estereotipo de que todas las americanas son rubias, altas y con grandes ojos azules. En cambio, se presentó una nipona menuda, cuya lacia melena le colgaba a la altura de los hombros como dos negras placas de acero. En el momento que nos presentamos me brindó una amplia sonrisa con el simpático efecto de enterrar las pupilas en sus dos gruesos párpados. Con el paso del tiempo y la confianza, le confesé la contradictoria impresión que tuve el día que la conocí. Ella también admitió que estaba fuera de sus expectativas físicas encontrarse con una española de cabellos claros. Hablamos muy seriamente sobre nuestras futuras citas idiomáticas y ambas estuvimos de acuerdo en nuestra negociación lingüística. El acuerdo constaba de tres sencillas normas, las cuales eran; respetar el turno idiomático, proponer un tema de interés y corregirnos mutuamente en todo momento. Al cabo de dos semanas eludimos todas las reglas, para disfrutar de unas largas conversaciones personales en idiomas entremezclados, y con la ausencia absoluta de interrupciones correctivas. Aprendimos mucho la una de la otra y no fue tanto del lenguaje verbal como del humano. En nuestras charlas predominaban extensas explicaciones acerca de las costumbres propias de ambos países, colmando tardes enteras con comparaciones extrañas y carcajadas incontenibles. Una de las veces que más nos reímos juntas fue el día que fuimos al restaurante mexicano “Los cuñados”. Nada más llegar, un camarero achaparrado de rasgos incisos y piel atezada nos condujo a una mesa en mitad de un colorido salón-comedor. Alenté a Karen a pedir nuestros platos para concederle la oportunidad de practicar el español. Ella por su parte, manteniendo su acostumbrada postura erguida y con voz grave, articuló muy decidida:
-Nos gustaría probar la enchilada de camareros-.
No pude contener la risa al ver la cara compungida de aquel tierno individuo que dudaba entre enfadarse o reír. Tras mis reiteradas disculpas comprendió la equivocación idiomática entre camareros-camarones, y advirtió que estábamos muy lejos de burlarnos de su cordialidad.
Podría narrar miles de anécdotas similares en los que el sonrojo y la vergüenza ya carecían de significados para nosotras, pero los meses pasaron y aquellas triviales conversaciones se convirtieron en reflexiones más profundas. Comencé a preguntarme si existiría la remota posibilidad de que las almas se comunicaran entre sí con los labios cerrados. Yo misma obtuve la respuesta al observar a Karen una tarde de invierno bajo el cálido abrigo de la biblioteca. Sus almendradas pupilas se clavaban en la pared de enfrente, y en su cutis luminoso de cera destacaba una extraña tonalidad cetrina. Yo conocía muy bien el significado de aquel estado de abstracción absoluta, por lo que me contuve de decirle palabra alguna. Tan sólo la miraba de reojo, para darme cuenta finalmente de que había llegado el momento de intercambiar algo más que nuestro idioma y cultura, era el tiempo de intercambiar almas.
Solía invitar a Karen a cenar a mi casa, aunque ella atacada por un sentido absurdo de recompensa, imponía la condición de cocinar al día siguiente. Al cabo de varios intentos en los que quemó las cortinas de su cocina, se hizo un corte en un dedo y no alcanzó a preparar nada medianamente comestible, se resignó a disfrutar de mis dotes culinarias. Ella establecía todo un ritual en torno a la mesa, donde las flores frescas no faltaron nunca y la humilde vajilla estaba cuidadosamente colocada frente a las servilletas de papel. Cada día degustaba con agrado y sin remilgos mis tortillas de patatas, arroces amarillos y lentejas con chorizo. Aquel día tras una copiosa cena y después de varios minutos de silencio, le dije sin más rodeos:
-Yo también tengo pesadillas-
-¿Tú también?-
Me acomodé en el asiento, la miré a los ojos y comencé a narrarle la siguiente historia:
-Hace dos años el médico de cabecera me detectó un extraño bulto en la glándula mamaria izquierda. Mis padres preocupados temían lo peor y solicitaron una cita con uno de los oncólogos de mayor prestigio de Madrid. El día anterior a la visita médica nos alojamos en casa de un pariente madrileño que había insistido en ofrecernos su hospitalidad. A la mañana siguiente necesitábamos tomar un tren, un autobús y dos metros para llegar al Hospital Puerta del Hierro. Mi padre sugirió tomar un taxi, pero aceptó sumiso mi petición de tomar el metro ya que yo insistía en conocerlo. Mi madre estaba visiblemente preocupada por mi salud, todavía puedo sentir en las yemas de mis dedos su contacto afectuoso. Mi padre entretanto, procuraba que existiera un ambiente distendido, y como timón que dirigía nuestra vela, nos conducía por el mar del olvido con sus continuos chistes y ocurrencias. Aquel once de Marzo del dos mil cuatro mis padres llegaron a Atocha sin saber que aquella iba a ser su última estación. No sé cómo ocurrió todo, sólo recuerdo que estábamos sentados juntos y que de repente una explosión muy fuerte nos asustó, tras la que se sucedió otra aún más estremecedora. Aparecí a varios metros de distancia del vagón sobre el frío suelo de la estación y cubierta de sangre y cristales. Un dolor tremebundo ascendía por toda mi columna vertebral, creyendo en ese momento que todos los huesos de mi espinazo estaban astillados. A mi alrededor la situación era sobrecogedora. Cientos de voces gritaban y un fétido olor a carne quemada atufaba el ambiente. Todavía no puedo olvidar aquellos miembros humanos postrados ante mis ojos; despedazados y mezclados unos con otros. Tras la catastrófica visión intenté ir de nuevo al vagón, pero mis piernas no me respondían. Después de luchar infatigablemente por incorporarme, caí de nuevo al suelo y perdí el conocimiento. Desperté rodeada de un equipo de médicos que me dieron una leve explicación de lo que había sucedido. Aturdida, escuchaba sus voces sin distinguir muy bien sus palabras entre las que se hallaban; terrorismo, suerte de seguir con vida y un largo y penoso etcétera. En mi cabeza aparecía una sola pregunta: mis padres. Sin derramar una sola lágrima asumí la tragedia. Tras enmascarar por un tiempo mi dolor en múltiples manifestaciones y homenajes a las víctimas del terrorismo, me di cuenta de que era yo la única capaz de salir del agujero de la pena. A los dos meses me propuse ir al mismo médico, a la misma hora y tomando el mismo tren que aquel fatídico día. Lo irónico es que el resultado del diagnóstico fue un quiste benigno sin importancia-.
Tras un holgado silencio, Karen desplegó su particular flabelo de pestañas parduscas, y comenzó a contarme lo siguiente:
-Vivía con mi madre en un pueblecito de Illinois muy cerca de la capital de Chicago. Tras terminar mis estudios en negocios con unas altas calificaciones, me llovieron las ofertas de trabajo. Había muchas interesantes, pero yo opté por asistir a una entrevista en New York, en concreto en el World Trade Center. Mi madre insistía en que aceptara un jugoso puesto que me ofertaban en Chicago, ya que ella estaba muy enferma y no quería separarse de mí. Por aquel entonces yo era una persona egoísta, y no quería escuchar ninguno de sus consejos. Discutimos durante el desayuno, y recuerdo que derramé frases como: yo necesito, yo quiero, mi espacio, mis metas. Nuestra acalorada disputa provocó que perdiera el vuelo de la mañana por lo que tuve que tomar otro más tarde. Al llegar a New York aquel once de septiembre del dos mil uno mis retinas contemplaron la hecatombe. Aún hoy no puedo explicar con palabras todo lo que sucedía a tan solo unos metros de distancia. Al regresar a mi casa subí las escaleras para abrazar a mi madre por un tiempo infinito. Guardamos silencio, no quisimos plantearnos lo que hubiera ocurrido si nuestro altercado no se hubiera producido la mañana anterior. Estuve con ella hasta que falleció al año siguiente de cáncer-.

Pertenecíamos a dos países distintos, hablábamos idiomas diferentes y en dos momentos desiguales nuestras almas habían estado unidas en el mismo sentimiento de dolor, miedo y pérdida. En este mundo donde el absurdo se apodera de toda lógica y destruye las vidas para recomponerlas sin un orden establecido, nos habíamos encontrado la una a la otra. Ambas habíamos sufrido los actos irracionales del terrorismo, y vivíamos sumergidas en un desengaño crónico hacia el género humano. No sólo habíamos compartido la comida y las tardes de risas, sino que nos habíamos sentido apoyadas desde que nos conocimos. Alejadas de todo sentimiento exacerbado de patriotismo, intentamos intercambiar nuestras culturas para comprendernos mejor. Aprendimos mucho la una de la otra, y con ello fortalecimos uno de los valores más importantes de la vida, la amistad.
El pasado día fui a visitar a Karen al hospital. Había experimentado el milagro de traer al mundo un hermoso varón que lloraba inconsolablemente en su regazo. Nada más entrar en su habitación me pidió que lo tomara entre mis brazos y sin decirnos nada, entendí que debíamos de confiar en la humanidad. La interculturalidad se debe contemplar como una ventana abierta al conocimiento y no una imposición o amenaza, sino un enriquecimiento mutuo donde el amor y el respeto sean los pilares de nuestra sociedad. Las generaciones futuras deben tener la oportunidad de crecer en la tolerancia y la libertad, ya que todos al igual que el hijo de Karen no merecen otra cosa.

Euclides (Las Cabezas de San Juan, Sevilla)

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