lunes, 1 de febrero de 2010

El gourmet de las letras

La mitad del mundo tiene algo que decir, pero no puede;
la otra mitad no tiene nada que decir, pero no calla.
Robert Lee Frost.

El legendario profesor solía alardear de que Dios le había dotado con el alma intrépida de Don Quijote encogida en el cuerpo rechoncho de Sancho Panza. Sus clases de literatura fueron conocidas más allá de los muros académicos por sus excéntricas explicaciones y apasionadas oratorias, las cuales rozaban el dramatismo escénico. Opuesto a cualquier avance tecnológico, se negó en rotundo a aceptar un ordenador portátil por parte de la administración universitaria. Así, era común verle caminando por los largos y vetustos pasillos del edificio cargando con una pila de volúmenes polvorientos. Todos conocían su habitual comportamiento de interrumpir las reuniones docentes con alarmantes subidas de tono, las cuales hacían temblar hasta las vidrieras medievales de los salones. En el departamento conocían muy bien su carácter y no se sobresaltaban cuando de repente Don Rodrigo daba un golpe sobre la mesa en mitad de la asamblea, o emitía un alarido de indignación por alguna propuesta contraria a sus ideas. Algunos profesores de recién estrenada posición e ingenuos al talante de su colega, solían observar perplejos tales situaciones, acrecentando su asombro al ver que el resto de los componentes de la sala actuaban con natural serenidad.
En aquellos años en que tanto los medios de comunicación, como familiares y amigos alentaban a enfocar los esfuerzos en el mundo de la ingeniería, la economía o la informática, yo opté por dirigir mis pasos por el sendero empedrado de las letras, desconocedor en aquel entonces de la roca dolomítica de Don Rodrigo.
Lo vi aparecer el primer día de clase derrochando una energía arrolladora, y tras dar grandes zancadas de un extremo al otro de la formidable aula magna me señaló con su pulgar acusador, como si él fuera el fiscal y yo el malhechor de alguna tremenda ofensa. Mientras me escudriñaba con sus ojitos incandescentes me apremió a trazar una composición poética sobre el encerado. Con dedos temblorosos logré escribir un bello soneto del poeta onubense Juan Ramón Jiménez, pero no satisfecho aún con su petición me instó a recitarlo un millar de veces al tiempo que gritaba como un vesánico furioso:
-¡Saca tu corazón por la boca muchacho! ¡Las piedras recitan mejor que tú!-
Al finalizar, aquel profesor desequilibrado puso una mano sobre mi hombro para asignarme sin más preámbulos, el cargo de discípulo suyo. A raíz de aquel día mi vida se convirtió en un auténtico infierno filológico.
Esa misma tarde entré en su despacho donde nada mas abrir la puerta me azotó el hedor añejo que despedían los centenares de libros rancios y aglutinados entre los innumerables anaqueles. Con ojo avizor eché un breve vistazo por aquella cueva libresca envuelta en penumbras, y en tan sólo unos segundos, tenía apilados ante mi desconcierto un centenar de obras de todo tipo, desde los clásicos de la literatura greco-latina hasta nuestros días. Centenares fueron las noches que pasé en vela leyendo, traduciendo e interpretando texto de caligrafías arcaicas. Los cálidos crepúsculos violáceos se extendían apetecibles a través de los ventanales de la biblioteca, sin embargo yo permanecía confinado bajo su austera sombra, sintiéndome un pelele manipulado al libre antojo de un profesor petulante y demente. Llegué casi arrastras al final del trimestre y no tanto por las clases o los exámenes finales como por aquel estado de gracia discipular. Obligado me ahogaba entre pilares de ejemplares y manuscritos para rescatar lo que según mi tiránico mentor consideraba encontrar la otra verdad.
Decidí abandonar la licenciatura para librarme de aquel pesado yugo del que Don Rodrigo tiraba sin ningún pudor una y otra vez. El último día de clases entré en su despacho para despedirme, y sin finalizar el pequeño discurso que había ensayado tomó bruscamente mi cara entre sus palmas. Sus globos oculares estaban inyectados en sangre y tan abiertos que se salían de sus propias órbitas. Furioso, comenzó a darme una ligera sacudida mientras vociferaba:
-¿Despedirte? ¿Acaso crees que puedes irte tan fácilmente?-
Desorientado, no llegaba a comprender a aquel lunático, hasta que de repente soltó sus brazos y girándose hacia la ventana emitió un débil hilo de voz que parecía haber estado sepultado un siglo en su garganta. En susurros afligidos, casi imperceptibles añadió:
-Aunque quisieras, ya no puedes marcharte. Dentro de estas paredes calcáreas a los que muchos llaman Institución Académica tú eres la única personificación literaria realmente viva. Muchos supuestos expertos humanistas desconocen por completo el valor y la fragilidad de un alma poética. Muchacho te contaré una historia. Una vez fui un joven como tú que soñaba con escribir historias fantásticas donde lo divino y lo humano se mezclaran, como la Odisea de Homero, El Quijote o las generosas novelas de García Márquez, pero para mi desdicha el cielo no me bendijo con tales dones. Después de exacerbados intentos por componer algo tolerable, acepté con humildad mis limitaciones para transformarme en un experimentado gastrónomo de letras de apetito voraz e insaciable. Como exquisito gourmet pude saborear la poesía en tus ojos cuando me salpicó el fuego candente de hermosas frases bullendo en tu interior. ¡Poco importan las pautas y normas impuestas de las tediosas guías que hinchan el corazón de los pragmáticos y sepultan a los agraciados! Tu cuerpo podrá abandonar estos paredones insalubres, pero no la letra impresa ya que he alimentado de obras tú espíritu y sé que tras esa indigestión retórica que sufres ahora mismo, morirás de hambre si renuncias a ella ¡Condimenta tu creatividad muchacho! Yo mientras tanto, me sentaré paciente y complacido a tu mesa-.
Pasaron cinco años en los que aprendí a degustar la literatura en sus diversas presentaciones y formas. Don Rodrigo hacía uso de su naturaleza extravagante y me obligaba haciendo oídos sordos a mis faltas de inspiración o ánimo, tanto a escribir frente a él como a permanecer en un incómodo silencio por horas. Nunca llegamos a charlar de temas personales, ni siquiera parecía importarle la vida más allá de los soportales universitarios. Lo único que llegué a averiguar de él es que vivía solo en un pequeño apartamento a las afueras de la ciudad, y que todos los domingos, ya fuera el invierno más glacial, iba al río a bañarse, según su dicho de “el agua de lluvia purifica”.
Iba a jubilarse aquel año y en esos tiempos era costumbre rendir homenaje a todos los catedráticos que se retiraban de sus actividades docentes. La celebración tenía lugar en el excelentísimo paraninfo del edificio principal. La tribuna estaría presidida por el rector, la gerencia, los vicerrectores y los secretarios generales. Todos los asientos se mantendrían reservados para el conjunto de catedráticos, doctores y asistentes que escucharían la retahíla de honores y discursos a lo largo de una jornada tediosa, monótona y aburrida. A pesar de ello, yo quería asistir aunque dudaba que me permitieran el pase. Sabía que Don Rodrigo haría lo que estuviera en su mano para procurarme un asiento entre la concurrencia, pero no quería empujarlo a tener que emprender acciones incómodas.
Al cabo de unos días fui a su despacho y para mi sorpresa recibí una invitación para la ceremonia. Sus palabras exactas fueron:
-Tú eres mi discípulo, el más amado y me complace tu presencia ahora y siempre-.
Llegó el día y tomé asiento entre los distinguidos asistentes. Antes de comenzar el solemne acto me percaté del remolino de murmullos que circulaba hasta llegar al último rincón. Presté atención y averigüé que todos y cada uno de los allí presentes vertían sus opiniones sobre la persona de Don Rodrigo. Unos lo tachaban de chiflado paranoico, otros por el contrario lo defendían alegando su estado de soledad y retraimiento a la sociedad, y tan sólo unos pocos alababan su trayectoria profesional. Parecía que aquella sala fuera un jurado dividido en una multitud variopinta de criterios que no acertaban a dictaminar un veredicto.
De repente entraron todos los altos miembros de la Facultad de Filología con la altivez de sus honorables cargos, desplegando en el aire sus relucientes togas púrpuras. Tomaron sus respectivas posiciones en el estrado, seguidos del bueno de Don Rodrigo quien permanecía insólitamente callado. Comenzó el rector con unos reiterados agradecimientos a todos los asistentes, tras lo que le siguió un árido alegato en defensa del humanismo, enfatizando la pérdida de su valor en la sociedad actual. Llegó el turno de Don Rodrigo. Se levantó y se dirigió serenamente hacia la tribuna, donde se sirvió un vaso de agua. Al cabo de varios inmensos segundos en los que permaneció callado ante la atenta mirada de todos, dijo con voz gentil y pausada:
-Con todos mis respetos discrepo de lo expuesto en esta sala. El mundo tiene hambre y sed de letras, pero nosotros que somos sus sirvientes no sabemos ofrecerlas. En medio de vosotros está uno que no conocéis, que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias-.
En ese instante me señaló con su pulgar. Todas las cabezas giraron al unísono para detenerse fijamente en mi semblante. Sintiéndome escrutado por un centenar de ojos analíticos tuve que hacer un esfuerzo sobrenatural para avanzar hacia el entablado. Subí los escalones arrepintiéndome de haber asistido a aquella ceremonia, y de nuevo mi inmadurez me había jugado la mala fortuna de confiar en el desequilibrio mental de Don Rodrigo. Me situé frente a él para estrecharle su mano, pensando que sería un gesto galante en tal ocasión. En cambio él me la rechazó para en su lugar hacerme una aparatosa reverencia. Después alzó su característico torrente de voz y gritó:
-Mi misión ya toca a su fin, y la suya comienza. El tiempo de agua ya ha acabado, llega el de fuego y sus ojos irradian los reflejos de la aurora-.
La sala permanecía en el silencio más aterrador que jamás había sentido. Don Rodrigo volvió a dirigirse a la concurrencia y de nuevo con estridente tono y voz en grito dijo:
-Os estaréis preguntando en que destaca. Él como el resto de los alumnos de esta facultad destaca por emprender un peregrinaje en el camino inhóspito de las humanidades. En este siglo donde el ruido ensordece hasta las almas más sensibles, debemos admirar a aquellas personas que aún hoy oyen la llamada de la lírica. Nos olvidamos que somos sus consejeros, y nos recreamos en nuestra sabiduría egoísta. Si leéis los poemas de este joven diréis que denotan falta de madurez o que su métrica no es correcta, y seguramente tendréis razón, pero… ¿Vais a dilapidarlo en una crítica cargada de vanidad o por el contrario le ayudareis a desenterrar su esencia más bella? ¿Vais a malgastar el resto de la tarde en ofrecer un homenaje a este servidor chiflado o por el contrario preferís subir aquí para recitar las composiciones, pensamientos o sonetos que más os hagan gozar?-
El silencio aplastaba una atmósfera enrarecida, asustada. Nadie se atrevía a mover un solo músculo, hasta que uno de los docentes más ancianos dio el primer paso hacia el estrado. Otros titubearon, pero finalmente se atrevieron a seguirle, hasta que los más indecisos se arrojaron sobre la tribuna. Cada uno de ellos recitaba estrofas con tanta emoción que las lágrimas y las sonrisas se entremezclaban en un ambiente relajado, lleno de una musicalidad literaria que acariciaba corazones, mente y alma. Don Rodrigo puso su mano en mi hombro y mirando a su alrededor dijo:
-Todos tenemos fuego muchacho, sólo necesitamos avivar los rescoldos. Me marcho contento por haber provocado el incendio, así que ahora os toca a vosotros mantener las llamas-.

Euclides (Las Cabezas de San Juan, Sevilla)

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