lunes, 1 de febrero de 2010

Rodríguez

Desperté en el sofá, a medio día, después de una larga noche de juerga. No recordaba cómo había vuelto a casa, pero no tuvo que ser en las mejores condiciones. La televisión estaba encendida, con el volumen muy alto, tanto que la voz de Ramón García sonaba como si el “Gran Prix” se fuera a llevar a cabo en mi cuarto de estar. En ese momento recordé que estaba solo en casa. Menos mal, porque al mirar hacia abajo comprobé que no llevaba pantalones, ni calzoncillos, ni calcetines. Conservaba la camiseta puesta y las botas perfectamente atadas. No me preguntéis porqué, yo tampoco lo sé.

Mi mujer se había ido a pasar el fin de semana a casa de sus padres, aprovechando que eran las fiestas de nuestro barrio. Siempre las ha odiado. Llevábamos ocho meses casados y era la primera vez que me quedaba “de Rodríguez” desde entonces.

Al intentar levantarme del sofá fui consciente por primera vez de lo mucho que me dolía la cabeza. Tendríais que haberme visto; en el sofá, en pelotas, con las botas puestas y con un dolor de cabeza que yo en su primer momento achaqué al garrafón. No sé si fue culpa de la calidad o de la cantidad del whisky, porque aunque fuera bueno, a juzgar por mi indumentaria, aquella noche debí beber lo suficiente como para emborrachar a media Escocia.

En un segundo intento, conseguí levantarme del sofá e ir al dormitorio a quitarme las botas y, sobre todo, a ponerme unos pantalones. Al descalzarme, noté un fuerte escozor en mi brazo izquierdo, pero no le di importancia. Me dolía mucho más la cabeza.

Intentaba pensar, recordar algo de la noche anterior, pero no había manera. Lo último que recordaba es estar en una caseta de la feria con Pedro y Javi bebiendo whisky como si se fuera a acabar el mundo. También tenía algún que otro flash de la orquesta que estaba tocando aquella noche, con sus camisas jodidamente horteras. Nunca me han gustado las camisas de los músicos que vienen a las fiestas del barrio.

Mientras estaba sentado en la cama, ya con pantalones, pensando en esas camisas tan feas, recordé que le había pedido una canción al líder de la orquesta. Si mis recuerdos son reales, sonó “Engánchate conmigo”, de Los Rodríguez. Es una canción que siempre me gustó y que acostumbro a pedir cuando estoy borracho.

No recordaba nada más. Miré el reloj de la mesita y me di cuenta de que ya eran las cuatro de la tarde, lo que me hizo pensar en comer, aunque no tenía demasiada hambre. Fui hasta la cocina arrastrando los pies, con los ojos casi cerrados. En el frigorífico había una nota con la letra de mi mujer: “No olvides ir a hacer la compra, estamos bajo mínimos”. Juro que no la había visto hasta entonces. Demasiado tarde, el Mercadona no abre los domingos. Abrí el frigorífico y encontré aún menos de lo que esperaba: medio limón, una bolsa de salchichas (caducadas, por supuesto) y un cartón de leche. Seguí buscando por los cajones de la cocina y encontré un sobre de sopa precocinada. No hay nada mejor para la resaca que una sopita de sobre y un par de aspirinas.

Con algo en el estómago, me fui a ver un rato la tele. La cabeza me seguía doliendo, y el brazo cada vez me escocía más, no entendía porqué. Pensé que me habría dado un golpe con algo. Vaya borrachera. Y encima ese domingo no había fútbol, qué putada.

Decidí darme un baño y de paso echarle un vistazo a la herida del brazo, pero al quitarme la camiseta frente al espejo me encontré con la verdadera razón del escozor: un tatuaje. Eran unas letras casi ilegibles en las que ponía “Engánchate conmigo”. ¡Joder, si a mi no me gustan los tatuajes! Me metí en la bañera y empecé a rascarme con la esponja, a ver si salía, pero era auténtico. A ver cómo le explico a mi mujer lo del tatuaje. Casi lloro del dolor y la impotencia.

Allí estaba yo, metido en la bañera, esta vez sin camiseta, pero con pantalones y un tatuaje en el brazo. Me empecé a encontrar mal, tanto que vomité allí mismo. En ese momento escuché la cerradura de la casa y después unos tacones por el pasillo. “Ya estoy aquí”, la oí decir mientras golpeaba la puerta del baño con los nudillos.

“Enseguida salgo”, dije yo. Y me quedé en la bañera un rato, intentando inventar alguna mentira convincente.

Roberto Osa López (Madrid)

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