lunes, 1 de febrero de 2010

Viaje en el tiempo

El fin de semana fue más tranquilo que de costumbre; había ido a pasarlo al pueblo de su familia, aunque en la casa donde se hospedaba ya no vivía nadie. Montones de telarañas por todas partes le contaban que la vida allí pasó de largo hace tiempo. Quería olvidarse del bullicio de la ciudad y el pueblo era la mejor opción.

Era el primer domingo en años que se levantaba antes de mediodía, concretamente a las ocho de la mañana. No sabía muy bien porqué, pero se encontraba raro. Igual podía ser porque también era el primer domingo en mucho tiempo que no tenía resaca.

Pasó varias horas vagando por la casa sin saber qué hacer. El tiempo de las mañanas domingueras corre muy despacio para alguien acostumbrado a dormir hasta que el cuerpo ya no puede estar ni en la cama. No tenía ni una gota de alcohol que llevarse a la boca y empezaba a aburrirse. En la casa del pueblo no hay libros, aunque tampoco era muy dado a lecturas. ¿Internet? Lo más moderno de la vieja villa era una tele con sólo dos botones; ni qué decir tiene que no funcionaba.

Ya no sabía que hacer, así que se sentó en un sillón polvoriento a ver cómo desfilaban los minutos. Frente al sillón había un cuadro de un señor con pelo largo y barba que vestía una túnica roja y blanca. En el pecho tenía un corazón rodeado de espinas, con llamas en la parte superior. Bajo el maltrecho corazón, estaba escrita esta frase: “Amigo que nunca falla”. Obviamente, sabía de quién era aquel retrato, pero eso era lo de menos.

Sin darse cuenta empezó a hacer algo extraño: ponerse a pensar. El retrato le trajo a la memoria algunos malos recuerdos de la infancia: “si no vas a misa, vas al infierno. Si mientes, vas al infierno. Si no rezas, vas al infierno. Si te tocas, vas …” . Y así estuvo un buen rato, recordando con horror el sentimiento de culpa con el que le habían hecho crecer.

Sonaron varias campanadas, la hora de la misa dominical se acercaba. Al oír las señales, decidió acercarse a la iglesia y ajustar un par de cosas con el cura del pueblo. Cada vez que se acordaba de todo lo que le había contado en confesión, siendo un niño, se sentía estafado; aquel siniestro señor de negro le había robado los secretos de su niñez.

Caminó hacia la iglesia bajo un sol radiante, ese sol que calienta las frías mañanas de los domingos invernales. Miraba el empedrado de las calles solitarias y pensaba en la antigua autoridad del cura, siempre dispuesto a amargarle la existencia por la gracia de un dios que lucía ensangrentado sobre una cruz. Todo aquello le parecía aterrador y el cura no se iba a ir de rositas. Tendría que escuchar un par de cosas que no le iban a gustar.

A punto de llegar a la iglesia, mientras cruzaba por la puerta del único bar del pueblo, escuchó una voz que le llamaba. Enseguida reconoció bajo las incipientes arrugas a un viejo amigo de la infancia al que hacía décadas que no veía. Los rasgos habían cambiado, pero la sonrisa era la misma que hace unos años.

Después de los pertinentes saludos, contó al amigo de la infancia cuáles eras sus intenciones. Éste se echó a reír y le dijo:

-”Si quieres hablar con don Paco no tienes que ir a la iglesia, sino al cementerio. Se murió hace lo menos cinco años”, y apuró de un trago el vino que tenía en la mano.
Se quedó pensando en lo que le había dicho y le preguntó:
-”Si existiera todo eso que nos contó de pequeños, ¿tú crees que don Paco habrá ido al cielo o al infierno?”
El amigo de la infancia miró al campanario que había frente a ellos, luego dirigió su mirada al vaso vacío y dijo:
-”Pienso lo mismo que tú”.

Entraron en el bar y bebieron mientras recordaban los buenos momentos de la niñez, donde don Paco no tenía sitio.

Roberto Osa López (Madrid)

No hay comentarios:

Publicar un comentario