lunes, 1 de febrero de 2010

El tren taurino

Cuando se confirmó la noticia de que el último premio Nobel de Literatura, el estadounidense Mark Erst, sería el primero en completar la ruta por la que discurriría el Tren Taurino, los politicos provinciales no dudaron en proclamar a los cuatro vientos periodísticos que el éxito de la empresa, de la que muchos habían dudado, en especial los partidos de la oposición, estaba asegurado.
Como casi siempre que surgía una noticia de interés, había sido un medio de comunicación de ámbito nacional el encargado de difundir la primicia informativa, el nacimiento del Tren Taurino, una iniciativa destinada a fomentar el desarrollo económico de la comarca jiennense de El Condado con la presencia de turistas interesados en conocer de cerca las interioridades del mundo del toro en su hábitat natural.
Este simple argumentario de ideas fue tomando forma lentamente. La vaguedad del planteamiento inicial se fue concretando con la elección de las diferentes dehesas que podrían ser visitadas, los medios de transporte utilizados, la disponibilidad de los ganaderos y el convencimiento de los propios habitantes de la comarca de la viabilidad y beneficios que podría suponer la puesta en marcha del Tren Taurino.
Por eso, la presencia de Mark Erst en el primer viaje del Tren Taurino pareció dar un impulso inesperado a una idea que avanzaba, como el resto de proyectos del país, siempre a expensas de que cualquier político se acordara de ellos para situarlos en el candelero durante unos días y devolverlos al arcón del olvido pocos después, hasta que de nuevo alguien recobrara súbita y desinteresadamente la memoria histórica reivindicativa.
Fue precisamente la rápida respuesta del reconocido escritor norteamericano la que permitió que el Tren Taurino no se estancara en una vía muerta. Tras la seguridad de que el autor de “In the pocket” –libro que según los críticos más notables asentaba los principios de la filosofía del siglo XXI sobre la superioridad del concepto de miniatura– inauguraría la línea, todos los implicados en el proyecto comenzaron a preparar el primer trayecto, que se iniciaría en Madrid y terminaría su primera etapa, después de un viaje de tres horas en tren, en la localidad jiennense de Navas de San Juan.
La noticia que tanto había impactado en los políticos provinciales apenas había despertado interés en el propio pueblo. Como casi todas las propuestas que partían de los partidos políticos, ávidas siempre de recoger votos cuando los comicios se acercan, aquella les sonaba a los naveros a un nuevo cuento. Pocos eran los que en un principio habían leído o escuchado la noticia en la prensa o la radio, y aún menos los que daban crédito a una información que, pese a su aparente importancia, no iba a sacarles de su habitual apatía.
El comentario cada vez más extendido de que Mark Erst aportaría su singular presencia al primer viaje del Tren Taurino había dejado a los naveros prácticamente indiferentes. Únicamente cuando por el pueblo se corrió la voz de que “el Mar Kes” visitaría durante su viaje algunas dehesas de la comarca, las personas mayores del pueblo rebuscaron en sus resquebrajadas memorias para recordar cuánto tiempo hacía que no visitaba la localidad un miembro de la aristocracia.


Esta asociación de ideas no dejó de causar gracia al premio Nobel de Literatura, que expresó a su llegada a Navas la satisfacción que le producía ser reconocido como el primer noble de su país, los Estados Unidos de América. Pero eso sería un poco más tarde, después de que Erst conociera a “El niño”, el torero de la tierra que despertaba pasiones en España y en todo el mundo taurino y que había sido la causa por la que el escritor californiano había dejado la pacífica granja en Sacramento donde vivía para viajar a la agreste y aguerrida España.
Eso y la obligada admiración que sentía por su paisano Hemingway y todo lo que éste había significado. Por una causalidad que Mark Erst no sabía explicarse muy bien, desde que publicó su primer libro había sido comparado con el inestable viajero y creador de “El viejo y el mar”. Pese a que Erst no se sentía próximo a la forma de entender la vida de Hemingway, había leído todas sus novelas y su editor le había aconsejado que utilizara esta afortunada ascendencia para engrandecer su prestigio.
Esta fórmula y la defensa que en sus novelas y ensayos hacía del dominio que la miniatura ejercería en el siglo XXI, le habían llevado a alcanzar el premio Nobel de Literatura a una edad casi impensable, 45 años, pero su fama aún no había alcanzado su cenit, en especial porque su trascendencia pública no estaba respaldada por una relevante vida privada. De ahí que cuando le llegó la invitación de un matador de toros que se apodaba con el curioso y enigmático nombre de “El niño” de viajar a España para inaugurar un proyecto denominado Tren Taurino, no dudó ni un instante en hacer las maletas y emular a Hemingway y su infinita pasión por el mundo de los toros.
Pese a que no titubeó a la hora de adoptar esta decisión, Mark Erst sabía que ese viaje era el reto más importante al que se enfrentaría en lo que le restaba de vida. Era consciente de que si superaba esta última prueba sería considerado como el sucesor único e indiscutible del maestro Hemingway, un honor que lo situaría definitivamente entre los grandes literatos de la historia. Porque como Hemingway, Mark Erst tendría la oportunidad de entablar amistad con uno de los toreros más importantes de la historia de la tauromaquia: “El niño”.


De su misma generación, a “El niño” nadie le recordaba ya sus dubitativos comienzos. De aquella desgarbada figura, que producía más de una broma de los espectadores de las plazas de tercera en las que hacía el paseíllo, apenas si quedaba un andar desacompasado, que se acentuaba al término de sus cada vez más escasas faenas. Su valor ante los afilados cuernos de los astados le granjeó a lo largo de su carrera la admiración de buena parte de la afición taurina, que no había dudado en situarlo en los altares de la tauromaquia después de haberse salvado en infinidad de ocasiones de la muerte tras una cogida de gravedad.
Su fama en el mundo de los toros corría paralela a otra no tan ascendente, como era la de su probada ignorancia. Poco o nada sabía “El niño” que no tuviese relación con el mundo de los toros. Se podría incluso asegurar que su filosofía y sus puntos de vista partían del toro, de la bravura y grandeza que este animal representa. “El niño” se obcecaba en defender sus particulares puntos de vista en todo tipo de foros, y cada día se dedicaba menos a torear y más a expresar sus inopinados razonamientos.
Las controversias que se generaron en torno a su figura incrementaron notablemente su celebridad, que se equiparó en los foros taurinos y en los tertulianos. Una corriente filosófica, denostada por sus enemigos, surgió en torno al torero. Niñerías denominaban sus opositores, en tono despectivo, las opiniones que desde el bando del matador se expresaban. Para acallar estas críticas, “El niño” necesitaba el respaldo de una primera figura de las letras. Conocedor del proyecto del Tren Taurino, no dudó en apoyarlo públicamente e incluso se comprometió a difundirlo por todo el mundo.
De ahí surgió su invitación a Mark Erst, el sucesor de Hemingway. Conocedor del mundo del toro en su más profundo ser, “El niño” encontró en esta opción la posibilidad de ofrecer una reencarnación del entendimiento existente entre la literatura y la tauromaquia, personalizado allá por los años 50 en las figuras de Hemingway y Antonio Ordóñez. La historia se repetiría, pensó henchido de satisfacción el torero cuando recibió la confirmación de la visita del escritor recientemente galardonado con el premio Nobel de Literatura.


La inauguración del Tren Taurino se realizó temprano, a las nueve de la mañana. La estación de Atocha estaba repleta de periodistas, reporteros gráficos y demás farándula comunicativa, reunidos en torno a las figuras del torero y el escritor. La satisfacción de los dos protagonistas era compartida por la amalgama de políticos asistentes al acto, dispuestos a no dejar escapar una buena foto con semejante compañía en las portadas de los periódicos.
El tren, una reciente adquisición de Renfe, llevaría a los protagonistas en algo más de tres horas a la pequeña localidad de Navas de San Juan, en la provincia de Jaén, fin del trayecto ferroviario y comienzo del taurino. Antes, “El Niño” y Mark Erst rubricaron con una firma sobre la locomotora su presencia en un día tan señalado para ambos. El tercer protagonista de la historia, el pueblo de Navas de San Juan, permanecía tranquilo, ajeno a toda aquella parafernalia que en torno al Tren Taurino se dirigía hacia sus calles y plazas.
Se hubiera podido decir que Navas de San Juan no era parte de la historia, al menos de ésta. Pocos eran los que habían tenido un verdadero conocimiento de lo que la caravana ferro-taurina supondría para la localidad. Esa mañana, más de un navero se vio sorprendido por las elegantes galas que adornaban las calles y los principales edificios de la localidad. Las personas mayores de la localidad rebuscaron sin encontrar en su desdibujada memoria un engalanamiento similar.
Conforme se acercaban las doce de la mañana, la estación de tren de Navas se fue llenando de personas, casi todas desconocidas para los habitantes del lugar. El natural interés que cualquier aglomeración humana genera en el resto de individuos de la especie provocó que minutos después, justo cuando el Tren Taurino realizaba la primera parada en su estación de destino, ésta estuviera repleta de público. Los políticos asomaron sus cabezas por las ventanillas para ofrecer su mejor sonrisa a la ingente cantidad de votos que allí se acumulaba.
Mark Erst y “El Niño” fueron los primeros viajeros en apearse del tren. El californiano descendió del tren con rostro adusto, serio. El torero, por contra, apareció radiante, satisfecho de su triunfo, de su inclusión en el mundo de las letras por la puerta grande. Durante el viaje, “El Niño” había intentado inculcar a su ilustre compañero de viaje toda la filosofía que albergaba en su enjuto cerebro. La incompetencia del traductor y el escaso interés de Erst por ocultar su indiferencia –estaba más preocupado por no marearse en el viaje que por escuchar el incansable monólogo del torero– acabaron causándole un considerable malestar que no se molestó en esconder al término del trayecto por tren.
Las figuras de ambos se nivelaron en el andén. Los naveros contemplaron estupefactos la grotesca imagen que ante ellos aparecía. Un personaje alto, fornido, desgarbado y de rostro anodino estaba acompañado por otro bajo, delgado, taimado y con un brillo en sus ojos más cercano a la picaresca que a la inteligencia. Una comitiva interminable que parecía expresarse a través de innumerables codazos, empujones y flashes, no necesariamente en ese orden, les seguía inmediatamente.
–Estos deben ser “El Niño” y el “Mar Kes”, los que iban a venir al pueblo para traer más turistas –dijo en tono neutro Pedro Merino, uno de los habitantes más antiguos de Navas.
–Sí, eso parece –aseveró su vecino Juan García.
–Si éstos son los que tienen que traer a los guiris, más vale que sigamos cultivando los olivos –comentó con cierta sorna Merino.
–Seguro –asintió Juan García con la cabeza.
Ambos se unieron al cada vez mayor número de acompañantes que perseguían al torero y el aristocrático escritor. La adormecida curiosidad de los naveros se vio espoleada por lo estrambótico del conjunto formado por ambos personajes. A partir de ese instante, el Tren Taurino abandonaba la primera parte de su denominación, ligada al ferrocarril, para adentrarse en la concerniente a la tauromaquia. En el recorrido fijado en su inauguración, los organizadores eligieron una de las siete fincas incluidas en el itinerario, “El Potril”, para enseñar en profundidad al escritor estadounidense los entresijos del mundo del toro.
La comitiva accedió a diferentes vehículos de tracción a las cuatro ruedas para adentrarse en el escarpado lugar en el que se ubicaba la dehesa. Mark Erst no pudo reprimir su disgusto por la elección del medio de transporte, que sin duda le ocasionaría nuevos malestares estomacales. “El Niño” resultaba una vez más su antítesis. Se acercaba a su espacio natural, aquél en el que se mostraba insultantemente superior, aunque ya hubiera demostrado con creces que en la literatura se desenvolvía como monosabio junto a las tablas. Dada la escasez de todoterrenos, buena parte de los naveros que seguían a la llamativa pareja debió permanecer en Navas de San Juan, aunque todos aquellos que disponían de un vehículo de estas características no desperdiciaron la oportunidad de presenciar un mano a mano tan rocambolesco como único.
Este segundo desplazamiento fue considerablemente más corto que el ferroviaro, circunstancia que no dejó de agradecer el premio Nobel de Literatura, que no veía el momento de concluir esta desagradable aventura. El paseo por las colinas de El Condado descubrió a Mark Erst que en esa tierra, además de aquellos árboles omnipresentes, había otra clase de paisaje. Amplias y verdes praderas se abrían sin límite a la vista de los noveles visitantes, que descubrían así cómo el dominio del olivar en la zona encontraba límites en ese espacio. Este fue uno de los pocos instantes en que el escritor californiano encontró la paz y el sosiego a los que tan acostumbrado estaba en su país, una tranquilidad que interrumpió de súbito un fuerte mugido.
En aquella inmensa pradera, tan similar a la existente en algunas comarcas de Estados Unidos, unas enormes reses pastaban placidamente sobre el tapiz verde. La habitual palidez de Mark Erst se acentuó en el momento en que el traductor le comunicaba entrecortadamente que aquellas eran las hembras del toro, animal que contaba con un tamaño aún mayor. La fobia por lo desaforado y gigantesco volvió a reaparecer en el literato, que a partir de ese instante comenzó a temer que lo peor de su viaje aún no había llegado.
Una vez que “El Potril” apareció ante los ojos de los viajeros, los todoterrenos comenzaron a detenerse en fila. Era el momento de la verdad y “El Niño” salió del vehículo dispuesto a encabezar el improvisado paseíllo. Temeroso y amedrentado, Mark Erst le seguía justo detrás, como protegiendo su escasa estatura bajo la sombra del enorme torero. El ganadero propietario de “El Potril” les esperaba a la entrada de su finca. Con un enorme puro en la mano, abrazó efusivamente al torero y se limitó a estrechar altivamente la mano del premio Nobel. Erst, sorprendido por tamaña descortesía, se limitó a agachar la cabeza y acelerar el paso para no perder la estela de “El Niño”, que se dirigía decididamente hacia un espacio vallado. Detrás de ellos, fotógrafos, periodistas, articulistas y curiosos naveros no perdían detalle de nada de lo que acontecía.
Entre los atractivos que la ruta del Tren Taurino ofrecía a los turistas se encontraban el acercamiento al toro desde su nacimiento. El itinerario en las diferentes dehesas incluía el momento del parto o, en su defecto, la cría, la impresión de la divisa, la alimentación de los astados y hasta su reproducción, nada alejada de las formas habituales a otros animales. La teoría que el traductor llevaba a los oídos de Mark Erst estaba comenzando a hastiarlo cuando llegó la hora de las prácticas. El premio Nobel de Literatura fue invitado con un gesto por su acompañante de viaje a que colocara la divisa de la ganadería en uno de los novillos.
El miedo que inundó a Mark Erst se reflejó con todo el poderío de que era capaz en sus ojos, que de súbito perdieron el brillo irónico que habitualmente los definía. Pero el escritor estaba acostumbrado a mostrar en su rostro sentimientos opuestos a los que realmente prevalecían en su interior. Así que con aparente decisión agarró el hierro que le tendía sonriente “El Niño” y con paso firme se acercó al novillo que permanecía encerrado en un pequeño espacio protegido por barrotes. La furia que se desató en el animal al sentir el calor abrasante del hierro fue suficiente para tirar al suelo a Mark Erst, que comprobó cómo su auditorio se mofaba del resultado del experimento.
Su más que altivo orgullo sufría un serio revés. Un animal tan grande y torpe como el toro le tiraba por los suelos. Ayudado por el torero y el ganadero a levantarse, el escritor recogió con prestancia el hierro y, por segunda vez, se acercó decidido a imponer su superioridad ante un ser tan primario. Advertido por su amarga primera experiencia, Erst se mantuvo firme y pocos segundos después, pese al encabritamiento del animal, retiró el hierro candente que había dejado sobre el bello del novillo la inconfundible divisa de “El Potril”. Su orgullo, ya repuesto, se creció ante los numerosos aplausos que los periodistas y curiosos que le rodeaban ofrecieron tras su tardío éxito.
Completamente satisfecho, Mark Erst demostró por primera vez a lo largo del viaje un cierto interés por conocer algo más en profundidad el mundo del toro. Sabedor de que su primer triunfo podía verse refrendado definitivamente superando otra prueba, el escritor solicitó a “El Niño” que le enseñara alguno de sus afamados pases ante el toro. Si superaba este último examen, Erst sabía que la crítica le consideraría, no sólo sucesor de Hemingway, sino que le denominaría como el nuevo ejemplo a seguir para los escritores del futuro.
“El Niño”, un tanto sorprendido por la osadía del escritor, se mostró poco dispuesto a aceptar el envite. Sabía que tenía poco que ganar, él que ya había intercambiado sus postulados con el último premio Nobel de Literatura, pero la insistencia del estadounidense le empujó a darle una lección. La altivez que había demostrado a lo largo de todo el viaje le había hecho sentirse molesto en más de un instante y ahora, en su terreno, se podía tomar cumplida revancha. Así que el matador, acompañado por todo el expectante séquito que los perseguía, se dirigió a uno de los tentaderos de los que el ganadero de “El Potril” disponía en su finca.
Vista la disposición del torero, Erst comenzó a arrepentirse de su petición. Aunque al principio estaba decidido a llevarla a cabo, también confiaba en que el matador no le permitiera semejante atrevimiento. Pero no había ocurrido así. La primera negativa de “El Niño” fue seguida de un consentimiento cargado de ironía que no entusiasmó precisamente al literato, que comenzó a temerse lo peor. Un presentimiento que se confirmó nada más ver sobre el pequeño ruedo a un novillo, mucho mayor que el que pocos minutos antes había marcado, dispuesto para ser toreado.
El matador acompañó a Mark Erst hasta uno de los burladeros y con paso lento pero seguro se acercó con su capote hasta la bestia. El toro, un novillo de un año, se acercó al torero con la fuerza y la velocidad que le daban su juventud. “El Niño” se sirvió también de su experiencia para dar varios pases que fueron aplaudidos fuertemente por los presentes, incluido el escritor norteamericano, que mitigaba sus nervios por medio de las palmas. Después de varios lances más, el matador invitó a Mark Erst a que afrontara la prueba definitiva. Mientras recibía con un ligero temblor de piernas las escuetas explicaciones del torero, su mirada se dirigía de reojo al enemigo que en breve debería lidiar.
–“Only ten seconds”, se decía interiormente en su lengua materna el escritor.
Cuando se quedó solo sobre el ruedo, se acercó lentamente con el capote tendido al novillo. Próximo ya a su objetivo, el animal se arrancó expoleado por un grito de “El Niño”, que comprobó con una amplia sonrisa en la boca cómo Erst, obnubilado, permanecía paralizado a la espera de que le embistiera el astado. Un hecho que no tardó en producirse, con el resultado de ver a todo un premio Nobel de Literatura por los suelos por segunda vez en una mañana. La fuerza del animal no sólo había derribado al escritor, sino que le causó alguna que otra lesión interna –dos costillas rotas– diagnosticada con prontitud por el médico encargado de cubrir los posibles accidentes que ocurrieran a lo largo de la ruta del Tren Taurino.


Sin sentido por el dolor, Mark Erst recuperó el conocimiento una hora después. Su vuelta al mundo de los vivos fue saludada con un aplauso por las numerosas personas que se encontraban en la habitación en la que estaba tendido sobre una camilla. Este gesto hizo suponer al literato que, pese a su revolcón, había cumplido con creces las expectativas. La gloria definitiva ya estaba a su alcance, pasaría a formar parte de la leyenda.


Al día siguiente, los periódicos provinciales, regionales y nacionales coincidían en señalar el valor y la osadía de Mark Erst, quien había demostrado su valentía, por lo que era digno de recibir los mayores elogios de los cronistas que lo acompañaron. Las fotos publicadas no eran tan favorables y le mostraban en el momento en que, debido a la embestida del toro, volaba por los aires. Pero, en general, todos se congratulaban del éxito de la visita y de la brillantez del Tren Taurino, una iniciativa a la que se auguraba un prometedor futuro.


“El Niño” se mostraba exultante por haber sido durante un día anfitrión del premio Nobel de Literatura, con el que decía haber trabado una gran amistad. Pero en su fuero interno, el torero estaba un tanto decepcionado por el excesivo protagonismo que había recibido el escritor, que había hecho el ridículo, beneficiado sin duda por la simpatía que se suele mostrar ante las víctimas de los toros. Él, que había sufrido tantas cogidas, lo sabía muy bien. Tan bien como sabía que, en adelante, sus detractores no osarían tildar sus ideas de “niñerías”.

Mark Erst, por su parte, regresó pronto a su granja en Sacramento. Agotado por tanto viaje, decidió tomarse un merecido descanso, pese a que su representante le aconsejaba que sacara partido con rapidez de su exitosa visita a España para escribir su historia. Un libro que, poco después, comenzó a redactar y con el que un año después consiguió el premio Pulitzer, por reflejar la gallardía y valentía de un estadounidense ante el reto de enfrentarse con éxito al peligroso mundo de los toros.


Navas de San Juan recuperó pronto su tranquilidad habitual. La repercusión del Tren Taurino fue decreciendo conforme los ecos de la visita del premio Nobel de Literatura se alejaban. Sólo en el pueblo se siguió con los años comentando, como si de una antigua leyenda se tratara, el viaje de aquella rocambolesca pareja, muy parecida a Don Quijote y Sancho Panza, que había demostrado con creces, uno su bravuconería y estupidez, y otro su pacatería y torpeza.

Juan de Dios Valverde Jiménez (Jaén)

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