lunes, 1 de febrero de 2010

Érase una vez una torre...

Érase una vez una torre de altura colosal jamás por nadie imaginada y tampoco soñada que fue construida única y exclusivamente con fuego frío magia antigua. En el reino donde estaba situada la gran creación había una joven y bella princesa de nombre Crisálida que a todos asombraba por igual de tan sublime como era en todos los aspectos posibles, y que tenía por gran y único amigo un ave fénix que moría al anochecer de su octavo día de vida para resucitar un año después entre vientos de colores. Increíblemente, un octavo día el pájaro mitológico se olvidó de morir, y por eso los vuelos a lomos de él por parte de Crisálida se hicieron tan habituales que al cabo se convirtieron en una costumbre de los atardeceres. Como mayor diversión, la joven princesa tenía el visitar la cima de la torre, pero la única forma de alcanzar aquel último piso era volando, ya que la torre mágica no poseía escaleras en su interior, tan sólo enredaderas de espinas afiladas y sangrantes que no dejaban más que unos pocos centímetros libres por espacio, lo suficiente para los duendes que aún no querían existir. Pero algo fatal ocurrió, pues el ave fénix fue asesinado por un cazador de monstruodrilos gigantes, justo cuando la princesa estaba en la cima de la torre esperando ser recogida por su mejor amigo para así poder volver a palacio. Por ello, la pobre muchacha, a pesar de gritar con todas sus fuerzas desde la ventana en donde los anocheceres eran tan bellos, murió de hambre, de inanición, de no probar bocado, sin que sus súplicas fueran escuchadas por nadie.

Pasaron algunos días y una parejita de cuervos heridos llegaron hasta la torre. Allí, abatidos y sin fuerzas, con la guadaña tentando presurosa a sus plumas, descubrieron el rico manjar que la fortuna les tenía deparado, esto es, una bella princesa recién muerta y con suficiente carne como para pasar el invierno sin tener que salir de caza, por lo que poco a poco el cadáver de la muchacha fue siendo despedazado hasta que de ella sólo quedaron los huesos y los dedos de los pies, única parte de la anatomía que fue respetada por los pajaritos.

En el corazón del bosque que crecía en el cielo, un huevo de tamaño descomunal comenzó a agrietarse hasta que la cabeza del ave fénix asomó. Lamentablemente para él, acabó siendo decapitado por los picotazos de dos cuervos cuyos ojos inyectados en sangre tenían el reflejo del infierno mismo. Cuando un lobo llegó junto al fénix muerto, tras olisquearlo, sentenció, “el pobre ha muerto de magia”. Por si acaso, no le hincó el diente, ya tenía bastante con las historias de cuervos que susurraban “nunca jamás” en la medianoche.

José Manuel Ortigosa Llane (Málaga)

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