lunes, 1 de febrero de 2010

El mito de Avernio

-¿Queda admitido, Avernio, toda culpa de la ofensa a la familia y a los dioses?
-S-sí, admitido queda- La respuesta sin duda forzada del indeseado, expuesto ante todo un palco de miradas dirigidas a juzgarle.
-Bien, será entonces aplicada la condena…-se aclaró la voz, como preparándose para pronunciar algo irrevocable- …la condena de Falaris.
Los murmullos entre los eruditos de la tribuna se avivaron, pronto ahogados por las súplicas de Averno.- ¡Por los Dioses, pido que se reconsidere mi castigo! ¡La condena es desmedida!-Con las palmas de las manos mirando al cielo se lanzó a los pies de Jaritos y quedó arrodillado, llorando en sus vestiduras.
-El buen teatro nunca libró a nadie de su culpa.-Sin mayores miramientos le prendieron de brazos y piernas y Avernio fue trasladado a la sala adecuada.

El joven quedó ungido en perfumes, la mujer se arañaba las mejillas y se golpeaba en el pecho acompañando los aspavientos de gemidos y llantos. El joven fue coronado con flores frescas y vivas, los familiares se tiraban de los cabellos y con las palmas de sus manos se golpeaban la frente. El joven quedó a la vista de los presentes, con sus mejores vestidos para no ser visto desnudo por las almas burlonas de los condenados, todos lloraban ante la imagen cegadora de la muerte.
Sonó el mugido de un toro desde lo alto del monte Ercte, largo y penetrante. Sonó el mugido del toro y bandadas de aves salieron de entre las ramas, levantando el vuelo. Su destino, sin duda, hacia lugares más tranquilos. Graznaban en duelo con el toro. Sonó un tercer mugido del toro y los llantos de los mortales se apagaron durante segundos para, más que oír, escuchar el inmenso dolor de la bestia. Sonaron aquellos lamentos a la vez que la brisa mortecina de la tarde muerta, extendiendo sus garras sigilosamente sobre los campos, haciendo titilar las velas. Sonó el mugido del toro por la muerte de un semidiós.

Otros asistentes a otra ceremonia bien distinta se preparaban.
En la oscuridad más absoluta Averno intentaba librarse de su reciente prisión, sin conseguir otra cosa que golpearse contra las paredes metálicas que lo limitaban. Dentro de aquel espacio se mantenía a cuatro patas, con el estómago apoyado sobre una superficie fría y las extremidades encajadas en cañerías irregulares que se estrechaban en torno a sus muñecas y tobillos. Esposado por completo de aquella manera tan macabra, forcejeaba por su libertad, chasqueando sus articulaciones y quedándose sin aliento. De nada servía levantar los hombros pues también le limitaba la estructura en la que se veía sumido. Con la mejilla aplastada contra el sarcófago deforme y constrictor escudriñó una entrada de luz justo encima de su cabeza. Las voces difuminadas de sus verdugos se intuían por la entrada, voces de satisfacción por una justicia bien ejercida, por castigo propiamente aplicado. Las voces pertenecientes a otro sistema moral, más atroz y sanguinario celebraban la barbarie con risotadas funestas y amargas.
Pronto dejó de ser frío aquel aterrador metal. Aumentaba la asfixia y Averno se removía en el ridículo espacio libre que tenía, contusionándose, machacándose las extremidades. La carne de sus dedos chisporroteó contra el metal caliente. Dejó escapar un agudo alarido de sorpresa y miedo a la vez que un hilo de humo con olor a carne quemada ascendía para escapar por la entrada de aire. El peor de los miedos fue el que sintió Averno, el propio de alguien que vaticina el horror que le espera, sin poder hacer más que esperar a que llegue, deseando que los infinitos segundos restantes no sucedan nunca. O que transcurran como tales segundos, y no como una eternidad de pesadilla. Su piel quedaba pegada al metal, la cual se desgarraba con cada convulsión de sufrimiento del condenado. Los gemidos más escalofriantes, propios de una desgraciada bestia de las profundidades, salían de aquel mortal. Quedaban casi ahogadas por el ruido de su cuerpo, ya negruzco y cubierto de sanguinolentas ampollas, siendo asado vivo en el horno de muerte y oscuridad en el que se debatía.
Dentro, una imagen que se podía atribuir al propio infierno, mientras que fuera la multitud de justicieros, verdugos y espectadores se maravillaban ante la enorme y majestuosa escultura del toro. El toro de bronce hueco, forjado con maestría hasta el más mínimo detalle, no solo brillaba por su color, sino por la incandescente temperatura que había alcanzado. Dándose por satisfechos con la tortura dejaron de avivar el fuego. Se limitaron a contemplar la mirada del toro. Rojizos y amenazadores, ojos del horror, de la tortura y de la muerte dolorosa. Unos ojos que desearías no haber visto nunca y aun así no puedes dejar de mirar. Suave y lentamente, el humo de la quema del hombre salía por las fauces del toro, curvándose en el aire, añadiendo hipnotismo al engendro inmóvil, formando una película translúcida sobre su cabeza. Los espantosos chillidos del desdichado que albergaba en la panza quedaban proyectados por la abertura en la boca como un simple y doloroso mugido. Entre fuego y castigo el toro mugía, mugía por la muerte del joven.

Andrés Pacheco Paniagua (Madrid)

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