lunes, 1 de febrero de 2010

Felices Fiestas

¡Riiiing! Eduardo Frápoli acababa de desconectar la alarma del despertador justo cuando marcaba las 7:30 AM. Sus días habían comenzado así durante los últimos siete años, desde que aprobara las oposiciones al Servicio de Correos. La rutina había hecho que sus movimientos matutinos fueran prácticamente automáticos: salir de la cama por la izquierda, camino del baño, para allí ducharse y afeitarse; seguir en albornoz hacia la cocina, para prepararse un café muy cargado, insuficiente a todas luces para despabilarse pero necesario en aras a no romper su costumbre habitual; arrancar la hoja del calendario del día anterior, 23 de diciembre en esta ocasión; vestirse con la corbata y la chaqueta correspondiente al día de la semana en que estuviera y, por último, peinarse rápida pero cuidadosamente, para dar una imagen de persona escrupulosa, limpia y aseada en lo relativo al aspecto personal.
Pocas o ninguna cosa cambiaban en el despertar diario de Eduardo; cualquier hecho fuera de lo habitual era rápidamente detectado por un sorprendido Sr. Frapoli, como lo llamaban en la oficina. En cuanto descubría uno de esos gestos o actos extraordinarios, Eduardo se reprendía a sí mismo de forma rigurosa: “La constancia y el trabajo bien hecho son la base del éxito, no los olvidemos”. Con esta frase, Eduardo se aguijoneaba la conciencia constantemente y gracias a ella, o al menos eso pensaba él, había logrado ascender con sorprendente facilidad en la oficina donde estaba destinado.
Esa mañana había sido una de aquéllas escasas en que un signo de innovación, de anomalía, había surgido en su rutinario levantar. Cuando estaba afeitándose, se oyó entonar una leve, pero no por eso menos llamativa, melodía; una canción que había escuchado en un anuncio publicitario la noche anterior, se inmiscuía irrespetuosamente en su estricto quehacer matutino. Tras recordarse su lapidaria frase para estos casos críticos, Eduardo se encaminó una vez más hacia la cercana oficina de Correos en la que trabajaba.
Eduardo Frápoli era una persona austera, seria, rigurosa y metódica en el trabajo, poco dada a ciertas alegrías, tan comunes a todos los mortales por otro lado, y aún más a ciertos cuerpos de funcionarios al servicio del Estado. En la oficina, todos los empleados le trataban de usted, de ahí el apodo por el que era conocido: “Mr. Frápoli”, pronunciado siempre con cierto tono sarcástico; nunca dejaba su puesto, a no ser que lo reclamaran en otro lugar y, por supuesto, nunca cruzaba una palabra más de las estrictamente necesarias con el resto de los empleados. Su eficiencia, fuera de toda discusión, estaba acompañada de un mutismo absoluto; este hecho hacía que los compañeros elucubrasen múltiples hipótesis sobre este misterioso silencio. Así, últimamente, se extendía la idea de que era un reprimido y que las noches en su piso eran la válvula de escape para sus inhibiciones: orgías, macrofiestas, reuniones homosexuales... se sucedían semanalmente. Todos sabían de la falsedad de estas acusaciones, pero disfrutaban haciendo corrillos y hablando sobre las posibles correrías de un personaje tan serio y puntilloso en todo lo que fuera su imagen exterior, porque de la interna poco o nada podían conocer.
Estos rumores traían sin cuidado a Eduardo. Él debía ser así, y por mucho que los demás lo criticasen jamás iba a cambiar. Tenía casi todo lo que podía desear: su propio piso, dinero para vivir decentemente, posibilidades de ascender en la oficina y llegar a conseguir algún día un puesto influyente y, sobre todo, tiempo libre. Tiempo para realizar la principal misión que se había marcado en su vida: escribir, aunque no fuera escribir por placer. Su objetivo fundamental era redactar un libro con las fórmulas secretas para alcanzar el éxito y la estabilidad en la vida humana. La eliminación de las religiones, el alejamiento de cualquier sentimiento o pasión, todo basado en el autocontrol, el trabajo y la razón humana, eran sus principios elementales. Ser más parecido a un robot que a una persona. Con estas ideas, mucho más desarrolladas en su libro, esperaba cambiar el mundo y conseguir que la humanidad, al fin, se alejara de la desidia y el marasmo en el que se había desenvuelto a lo largo de la historia.
Pero esa mañana un nuevo acontecimiento se iba a cruzar en su regular y controlada existencia. Antes de entrar en la oficina, un viejo de pelo blanco y espalda encorvada le hizo un vago gesto con su mano derecha en forma de saludo. Eduardo lo conocía de vista. Era el vecino de enfrente. Sin saber cómo ni por qué, Eduardo se sorprendió saludando al anciano con un automático e incontrolado “Buenos días”. Esto era demasiado. Dos faltas disciplinarias en un mismo día rayaban ya lo humanamente soportable. ¡Y sólo eran las 8:30 A.M.!
Entró en la oficina ciertamente turbado. Era muy extraño que esto le ocurriera de una forma tan seguida; normalmente, estas pequeñas debilidades le surgían muy de cuando en cuando, casi siempre después de haber tenido una jornada agotadora. El cansancio era el principal enemigo a batir. Pero en esta ocasión no podía objetar una derrota ante el contumaz adversario; precisamente, hacía un par de semanas había disfrutado de un largo puente que él dedicó, sin que sirviera de precedente, a descansar. Por tanto, aquello que le ocurría debía tener otra explicación.
La oficina estaba profusamente cargada de la típica decoración navideña: un árbol de Navidad convenientemente adornado, mensajes de paz recortados con cartulinas de colores colgando de la pared, e incluso había un pequeño belén en una mesita de su despacho. Por supuesto, el belén no lo había puesto él, pero tampoco le estorbaba en demasía. Aunque, ahora que lo pensaba bien, lo que más cambiado parecía era el carácter de sus compañeros. Ya fuera porque se acercaba un nuevo período de vacaciones, ya fuera porque realmente eso que llamaban “el espíritu navideño” influía positivamente en su actitud, todo el mundo estaba más alegre de lo normal. La habitual apatía del colectivo se había transformado, como por arte de magia, en una simpatía y una cordialidad dignas de encomio.
Eduardo se dio cuenta de todo inmediatamente después de que su secretaria, de la forma más educada que era capaz, le preguntó si asistiría a la cena anual de nochebuena de la oficina. Inconscientemente, “Mr. Frápoli” dijo que sí, que esa noche iría. El revuelo que se armó en la oficina fue inenarrable; el inefable Eduardo Frápoli, el aburrido y antisocial Sr. Frápoli iba a asistir por fin, después de siete años, a un acto público fuera de los horarios de oficina. Las especulaciones sobre sus motivaciones se dispararon: que si iría con su mujer; que si como estaba soltero llevaría a alguna amiga o amigo, vaya usted a saber; que si iría solo y sería la ocasión ideal para descubrir parte de sus secretos...
Todo esto se le vino a Eduardo encima nada más salir su secretaria del despacho; se había vuelto un débil –sus acciones no dejaban lugar a la duda– al dejarse llevar por aquélla estúpida conmemoración del nacimiento de alguien que únicamente había traído más esclavitud y sinrazón a la humanidad. Sí, era la Navidad. Todos los años por esas fechas solía aumentar su concentración con el objetivo de cumplir, con más rigor si cabe, los mandamientos que tanto le había costado encontrar. Se volvía más arisco que de costumbre en el trato, no hablaba prácticamente con nadie y, sobre todo, se volcaba con ardor en el desempleo de su trabajo. Pero este año, con la casi definitiva finalización de su libro y lo enfrascado que estaba en ello, no había sido consciente del advenimiento de “la feliz época”, como él la llamaba en tono irónico.
Sin apenas darse cuenta, en algo menos de cinco horas había traicionado por tres veces unos principios tan fuertemente arraigados. El virus navideño había hecho, definitivamente, mella en sus defensas. Por primera vez en los siete años que Eduardo llevaba trabajando en la oficina, ese día salió una hora antes del fin de la jornada normal. Un sorprendido director de la oficina le había concedido la exención unos minutos antes por “asuntos personales”. Esta fue la gota que colmó el vaso del chismorreo en la oficina: que si claro que es normal que el chico se vaya antes para comprar ropa, que si tendrá que aprenderse las cincuenta palabras más utilizadas en una conversación... La imaginación del cuerpo de funcionarios no tenía límites en lo referido a la arcana personalidad de Eduardo. Al llegar a su edificio, el portero lo saludó con el consabido y ya familiar ¡Feliz Navidad!. Eduardo, sin poderlo evitar, le deseó lo mismo, acompañando sus palabras con una amarga sonrisa. Nada quedaba ya por aclarar: el adalid de una nueva ideología, el creador de una revolucionaria forma de vida, había sucumbido ante un simple saludo, ante una sencilla sonrisa; todo esto, además, en unas fechas en las que el hombre dejaba salir a flote la parte más sensible y débil de su ser.
Cuando entró en su piso, Eduardo se dirigió directamente hacia el armario donde se encontraban los folios que componían su futura Biblia. Buscó denodadamente un párrafo, tirando al suelo con saña el resto de las hojas y, por fin, lo encontró.
El día 26 de diciembre, todo el personal de la oficina, después del correspondiente saludo navideño, se mostraba un tanto decepcionado por la ausencia de Mr. Frápoli en la fiesta. Pero esta conversación pasó rápidamente a un segundo plano cuando se supo que Eduardo no había llegado aún a la oficina. El rumor se extendió como la pólvora entre los empleados y, de inmediato, se convirtió en el tema del día; de nuevo las hipótesis más inverosímiles se dispararon en los grupitos formados ex profeso para comentar el hecho: que si se habría pegado una juerga de aquí te espero el día anterior y la resaca lo tendría tumbado en la cama, que si Papá Noel le habría regalado una muñeca hinchable... Lo que nadie esperaba fue lo que poco después se supo gracias al periódico. En la crónica de sucesos, una noticia luctuosa acaparaba la primera página casi por completo:

SUICIDIO DE UN JOVEN FUNCIONARIO
Eduardo Frápoli Torrent, de 28 años de edad, fue encontrado muerto en su piso ayer, día de Navidad, con un tiro en la sién que, según las primeras hipótesis policiales, se disparó él mismo. Durante el registro de la habitación en que fue descubierto el cuerpo, se hallaron multitud de folios mecanografiados esparcidos por el suelo. En un armario, una nota supuestamente escrita por el presunto suicida decía: “Lego mi obra a alguien que sepa apreciarla más que yo mismo“. Durante el examen del cuerpo, en la chaqueta del fallecido también se encontró un folio arrugado en el que estaba subrayada una frase que decía textualmente: “Todo aquel que no siga las normas de forma fiel será considerado un indeseable, un fracasado, un débil, una persona que no merece vivir porque pertenece a la clase más degenerada y rastrera de la raza humana. Es la escoria y, como tal, hay que eliminarla”. Este misterioso caso, seguirá siendo investigado por la policía...


HISTORIA: El relato anterior podría desarrollarse así: Dado que llevaba muchos años viviendo solo, siempre se dirigía a sí mismo en plural, como si hubiera alguien más con él, igual que si su ser tuviera dos personalidades distintas: una que pensaba y se expresaba, y la otra que actuaba habitualmente a las órdenes dictadas por la personalidad dominante. La mente humana es totalmente
poderosa, autónoma... y el cuerpo es el débil, irregular, imperfecto. Habría que explotar esta dualidad del ser humano. Su libro estaría totalmente dominado por esa mente perfecta, mientras que sus actos estarían vertebrados por los sentidos. Intenta engañarse para convencerse de las teorías creadas por él mismo, pero finalmente no puede resistir más la mentira y se suicida.


Juan de Dios Valverde Jiménez (Jaén)

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