lunes, 1 de febrero de 2010

Creo que no nos quedamos ciegos,
creo que estamos ciegos,
Ciegos que ven,
Ciegos que, viendo, no ven

José Saramago. Ensayo sobre la ceguera.


Un buen día, otro de tantos, el tren que conducía el maquinista de “La Republicana” sufrió un accidente. Sus esfuerzos por detener la carrera ascendente de la locomotora en una bajada tan pronunciada como la de las Pedrizas resultaron baldíos; la velocidad con la que entró en una curva excesivamente cerrada y la ineludible inercia provocaron su descarrilamiento.
Durante el corto trayecto aéreo que recorrió tras salir despedido de la locomotora, el maquinista tuvo el tiempo necesario para constatar que todo el complejo y sólido entramado de ideas que había tejido a lo largo de su vida se desmoronaba de la misma manera en que la Iglesia Católica lo haría si Jesucristo se apareciera ante nuestros ojos y renegara públicamente del Papa.
El maquinista de “La Republicana” siempre había pensado que en un universo mínimamente ordenado no tenían cabida los imprevistos. Esta singular hipótesis, que había elevado a la categoría de teorema, la asentaba en su dilatada experiencia en el ferrocarril, en el que llevaba literalmente toda su vida. Nunca, al menos que él recordara, se había separado de su locomotora, bautizada con tan peculiar nombre, según creía, porque había entrado en funcionamiento, curiosamente, el mismo día en que se alzó la segunda República española; pero eso poco le importaba al maquinista, siempre contento de cuidar a su tren, pese a su incuestionable ascendencia republicana, como si se tratara del mismísimo Alfonso XIII.
Más que admiración por su majestuosidad, lo que realmente despertaba la locomotora en el maquinista era, a tenor de los mimos que le procuraba, un sentimiento casi amoroso. Un afecto desmedido y sin condiciones, como el que siente un progenitor por su prole, manifestado en los incontables cuidados, retoques, revisiones, reparaciones, engrases y limpiezas que diariamente le proporcionaba. Comprobar el adecuado funcionamiento de sus émbolos y pistones, la correcta presión de la caldera, la limpieza de la enorme chimenea por la que lanzaba enormes columnas de humo y el propio armazón de hierro de la máquina hasta dejarlo de un negro reluciente, reponer diariamente la carga de leña y otras pequeñas y exhaustivas verificaciones, formaban parte de su rutinario quehacer previo al inicio de cada trayecto.
Uniformado como un soldado del Norte en la guerra de Secesión estadounidense, aunque con menos rayas en los pantalones y la chaquetilla, el maquinista no sólo se mostraba pulcro en el cuidado de su locomotora. También él, cómo no dar ejemplo al hijo querido, se levantaba todos los días al amanecer, cuando la luna aún regentaba el cielo, para cumplir con su propio aseo personal y el arreglo de su indumentaria, incluida su querida gorra azul, impoluta como el primer día. El orden y la disciplina, pensaba, son fundamentales para el discurrir del mundo, por eso es necesario que en nuestra vida estén presentes constantemente. Y, en su caso, la teoría y la práctica se daban la mano.
Se jactaba especialmente de que nunca se había retrasado en su horario, hasta el extremo de que cuando hacía sonar por tres veces la potente sirena que prologaba el comienzo de todos sus viajes no miraba hacia atrás por si algún viajero despistado estaba accediendo aún a su vagón o perseguía desesperado el tren para subir. Si alguna vez alguien resultó lastimado o se quedó sin poder subir al tren por unos segundos nunca lo supo. En un mundo en armonía, en el que todos sean tan rigurosos en su cometido como yo, nunca deben ocurrir estas cosas, se decía las raras veces en que su conciencia le punzaba con algún posible remordimiento.
Pero si de algo se enorgullecía sobremanera era de que en su extensa vida como maquinista no había tenido ni un solo accidente en el itinerario que día tras día recorría con precisión de reloj suizo. Las palabras contratiempo, eventualidad, contingencia y, por supuesto, azar, estaban desterradas de su vocabulario. Y, por tanto, de su ordenado universo. En todo ese tiempo nada “anormal” le había ocurrido. Ni siquiera la ampliación hacía unos años de su recorrido sin previo aviso, la modificación de los trazados de la vía ni la aparición, a veces sorprendente para él, de puentes sobre ríos que poco antes no se atravesaban durante el trayecto, habían propiciado que cambiara un ápice sus creencias. En el fondo, persistía en sus razonamientos, todo esto no son más que pequeñas novedades, renovaciones necesarias en un mundo que sigue siendo el mismo.
El siniestro hizo que el maquinista se cuestionase su fe en un mundo perfectamente ordenado. Cristo, en forma de descarrilamiento, se le había aparecido y aunque afortunadamente apenas había sufrido unos leves rasguños, la ausencia de dolor físico hizo incluso más duro el golpe moral. Sus dogmas, asentados en décadas de experiencia propia, se iban al traste con este trágico suceso. Tanto la locomotora como los vagones mostraban pequeños desperfectos, pero en general daba la impresión de que la salida de los raíles había sido amortiguada por la abundante vegetación que circundaba la zona en la que había acaecido el accidente. Esto reconfortó en cierta medida al maquinista que, aunque a partir de ese día incluyó la palabra eventualidad en su vocabulario, también fue consciente, sobre todo después de comprobar vagón por vagón que los pasajeros habían resultado ilesos, de que contaba con la protección de otro vocablo ajeno a su campo semántico habitual: la suerte.
Pero este amago de cambio en sus principios, como ocurre a casi todos los seres racionales, no tenía por qué ser definitivo. Unos días más de normalidad y en poco tiempo el incidente apenas sería un mal recuerdo, una pesadilla diluida en la tranquilizadora luz diurna. Pese a ello, la realidad suele ser contumaz y fue ella la que despertó al maquinista de su aún no del todo derruido universo ideal. Pocos días después de su primer contratiempo ferroviario, cuando su vida parecía volver a su cauce, un tronco en mitad de la vía volvió a provocar otro percance, un nuevo descarrilamiento que agravó los daños en la locomotora, que sufrió un considerable deterioro, especialmente en su hasta hacía poco inmaculado armazón negro.
El tercer accidente, sólo dos días después, acabó por confundir definitivamente al maquinista. “La Republicana” ya no era segura. ¿O era él? Su mundo de orden, disciplina y perfección se estaba resquebrajando a marchas forzadas y la palabra superstición apareció en su mente con todo su desconcertante poder. Nunca había creído en supercherías, maldiciones, magias o brujerías, pero lo que le estaba sucediendo estaba fuera de toda lógica.
La desazón lo invadió más aún cuando, un día después, fue incapaz de poner en marcha la locomotora. Igual sucedió en la jornada posterior. Y en la siguiente. Su antigua y privilegiada relación con la máquina estaba destruida, rota, se había tornado inútil, como él mismo o la Iglesia Católica con la presencia de un Jesucristo renegado. Lo que tanto había amado y querido estaba fuera de su control. La vida, tal y como el maquinista la concebía, no tenía ya sentido.

En sus 39 años había presentido en muchas ocasiones que un peligro indefinido, disfrazado de mil formas, le acechaba. Seguro de que algo funesto estaba siempre a punto de ocurrirle, aquella tarde, sentado en uno de los ridículos asientos del hospital, no se sentía especialmente culpable por haber permitido a su hijo realizar aquel absurdo viaje a la sierra. Sus premoniciones nunca se habían hecho realidad, se decía, no tenía por qué haber previsto que esta vez la desgracia no iba a jugar, como otras tantas veces, al engaño. Pese a su insistencia en repetirse este pensamiento, en el fondo estaba cada vez más desesperado por no poder hacer nada por su hijo y por no haberle negado aquel nuevo capricho.
Ensimismado en su purgatorio interior, con las manos a ambos lados de la cabeza clausurando cualquier contacto con el mundo real, no observó la presencia del doctor, que llamó su atención con un leve toque en el hombro.
−¿Es usted el padre de Gastón? ¬−le inquirió el médico, a pesar de conocer ya la identidad de su interlocutor.
−Sí −respondió aturdido y poniéndose lentamente de pie. −¿Cómo está mi hijo? −preguntó casi cayéndose sobre el galeno que, estirando sus brazos, mantuvo una distancia prudencial entre ambos.
−No tengo buenas noticias −dijo el doctor−. Su hijo ha sufrido un traumatismo craneo-encefálico y una fuerte contusión en la médula espinal. Por ahora, sólo puedo decirle que su vida no corre peligro, pero las secuelas del golpe son todavía impredecibles.
Como si el accidente lo hubiera sufrido él mismo, el padre de Gastón se derrumbó en su incómodo asiento. Todavía no había tenido tiempo de asumir el percance del hijo cuando ya le estaban comunicando que existían muchas posibilidades de que se quedara paralítico. ¿Qué diría su madre cuando se enterara? Estaba fuera de la ciudad, de vacaciones con su nuevo marido. No había querido llamarla para no asustarla y que empezara a reprocharle su inmadurez y el escaso interés que ponía en la educación de Gastón.
El médico no supo muy bien qué más decirle y se alejó dejando al padre del chico sumido en su marasmo mental. ¿Por qué se había dejado convencer? Sí, el muchacho estaba muy ilusionado, pero él debería haber sabido que el viaje en tren podía ser peligroso con una climatología tan adversa y un trayecto tan sinuoso. Para eso era su padre, le hubiera recriminado esta vez con razón su ex mujer si estuviera allí.
Él le había advertido al chaval que no era la mejor época del año para subir a la montaña. Además, se reconfortó momentáneamente, era difícil que nadie hubiera previsto la repentina caída de un árbol en mitad del trayecto. Era viejo y estaba muy descuidado, le explicaron en la compañía ferroviaria, pero como ése árbol había otros cientos en aquel bosque y sólo se había derrumbado éste, desafortunadamente cuando pasaba el tren en el que viajaba su hijo.
Al padre no le gustaban los viajes; de hecho, esa aversión fue una de las causas por las que su mujer y él se habían distanciado, pero esta vez el chico había insistido mucho. Era como su madre, tozudo e inquieto, por eso no pudo negarse a que hiciera la excursión. Por eso, intentaba aliviarse, y porque había hecho todo lo posible para que aquellas dos semanas en las que iba a estar con él fueran especiales. Pero como con su madre, con Gastón también había fracasado, y en este caso las consecuencias eran aún más dramáticas que su doloroso divorcio. Entonces se había refugiado en su trabajo, en hacer realidad sus proyectos y en disfrutar de su gran pasión: los trenes de juguete.
Ese interés por los ferrocarriles infantiles se lo había intentado transmitir a su hijo con todas sus energías. Le enseñó a manejar la pequeña locomotora que mantenía radiante como el primer día. El tren se lo había regalado su padre, hacía muchos años, y ahora quería que Gastón viviese las emociones que él experimentaba viendo a la locomotora que, una vez tras otra, seguida de una extensa fila de vagones, y sin vacilar, no como habitualmente hacía él, cumplía con precisión milimétrica el zigzagueante recorrido que tenía programado.
Tanta había sido su afición por el tren que al diseño inicial le había ido incorporando nuevos elementos: puentes, valles, montañas, una estación, pasajeros e, incluso, un muñeco que hacía las veces de maquinista, así hasta completar un amplio conjunto de mejoras de las que se sentía especialmente satisfecho. Esta pasión era la que él había querido transmitir a su hijo Gastón, al que como un premio especial había dejado jugar con su adorado tren.
Pero al chico no le había emocionado tanto el regalo como a su progenitor. Es más, muy pronto se aburrió de contemplar el rutinario recorrido de la locomotora y sus vagones y había inventado pequeñas variaciones en el itinerario del tren. El padre asistía perplejo y contrariado a los descarrilamientos de su locomotora –ya fuera por exceso de velocidad o por la colocación de obstáculos insalvables–, que a su hijo tanto divertían. Pero el entretenimiento duró poco, el tiempo suficiente para que el juguete favorito del padre quedara prácticamente destrozado.
No he sabido controlar los antojos de mi hijo, se culpó recordando la ruina en que había quedado convertido su juguete. Él era el responsable de que Gastón se pudiera quedar paralítico, y lo peor es que cada minuto que pasaba era más consciente de ello.

El maquinista de “La Republicana” se ha puesto un día más su traje azul y ya se ha ajustado su gorra, dispuesto a emprender una nueva jornada. La luna aún impone sus tonos plateados a la tierra, pero a él no le importa. Es la hora de revisar su locomotora y ni el sueño, ni el frío, ni nada cambiarán su rutina. Se aproxima al tren y lo acaricia, suavemente, como un jinete experto a su caballo antes de montarlo.
Sube a la máquina y comienza sus comprobaciones: la presión de la caldera, el engrasado de los émbolos y los pistones, la carga de madera, y concluye limpiando la chimenea y el armazón de la máquina. Tras los accidentes la estructura está arañada, hundida, deformada y ha perdido parte de su brillante color negro, pero no tiene nada que una buena capa de pintura y un carpintero metálico no puedan arreglar.
Por fin está todo listo, dispuesto para hacer el trayecto. Ni el maquinista ni por supuesto “La Republicana”, pese a su ascendencia en el gobierno, saben si hoy podrán realizar su viaje. Pero ambos, el maquinista está seguro de ello, están preparados para cumplir con su obligación y afrontar con determinación y valor todos los inconvenientes que puedan surgir en su camino.

Juan de Dios Valverde Jiménez (Jaén)

No hay comentarios:

Publicar un comentario