lunes, 1 de febrero de 2010

El efecto Simpson

Hace unos años conocí a un tío que siempre llevaba la misma ropa. Siempre. No me refiero a un mendigo, ni a una persona que trabaja con uniforme, ni a alguien que descuide su higiene. De hecho, la persona de la que hablo es un niño bien que vive en la zona más pudiente de Majadahonda.

El día que lo conocí llevaba una camiseta blanca, sin dibujos y sin marca de ningún tipo. De su cintura colgaban unos tejanos grises, raídos, muy anchos, sujetos por un cinturón rojo como el que me ponían a mí de pequeño para que no se me cayeran los pantalones. Cerraba su vestimenta un par de zapatillas blancas con los cordones rojos.
Lo conozco desde hace tiempo y nunca le he visto con otra ropa que no sea esa, incluso durante unos meses lo veía a diario, íbamos a la misma clase.

Un día, en la cafetería de la facultad, vino a pedirme una moneda suelta para sacar tabaco. Se la di. A cambio, le rogué que me dijera porqué siempre iba vestido igual. Al segundo me di cuenta de que había metido la pata y que se lo podía tomar mal, pero me equivoqué. El muchacho que siempre vestía igual sonrió. Lo hizo como lo hace el profesor afable ante una pregunta absurda del alumno despistado; con paciencia y resignación.

“Soy un personaje de Los Simpson, por eso siempre visto igual”. Me soltó eso y se largó. Yo me quedé pensando en él, pero también en Bart, en Homer, en Lisa, en Moe, en el entrañable Barney… y llegué a la conclusión de que siempre van vestidos igual, en eso tenía razón.

Terminé el café que estaba tomando y decidí que aquel día no iba a ir a clase. Di un largo paseo y luego me fui a comer a casa. Al encender la tele, Homer sujetaba del cuello a Bart mientras éste sacaba una lengua de medio metro. Me acordé del niño bien que siempre viste igual y sonreí.

No volví a verlo en años. Hace unas semanas, me encontré con un amigo común de ambos y le pregunté por el niño bien que siempre vestía igual. Me dijo que unos tíos entraron a robar a su lujoso chalet de Majadahonda. Dieron una paliza a su madre, él no estaba en casa. Se llevaron doce mil euros en metálico, un reloj del siglo XIX, joyas, cristales de Swarovsky, varias teles de plasma y montones de ropa carísima. Prácticamente lo único que dejaron fue un armario lleno de camisetas blancas, pantalones grises y varios pares de zapatillas blancas.

La pasada noche, mientras paseaba por el centro de la ciudad, reconocí en un banco de la calle al niño bien que siempre vestía igual. Me costó darme cuenta de que era él, ya no llevaba la ropa de siempre. Iba completamente de negro, con una chistera blanca en la cabeza. Tenía un cigarro apagado en la mano y la mirada perdida. De repente, se me vinieron a la cabeza los muchos disfraces con los que había visto a Homer en montones de capítulos; de astronauta, de diablo, de mujer, de cowboy…

Sentí la necesidad de acercarme a preguntarle qué hacía allí y porqué vestía así. No tuve valor. Seguro que me perdí una gran historia, pero no tenía derecho a hacerlo.

Roberto Osa López (Madrid)

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