lunes, 1 de febrero de 2010

Una nueva esperanza

Durante mucho tiempo, vagó por el desierto sin un rumbo fijo, buscando un pequeño oasis en el que refugiarse. No sabía cómo había llegado a aquel páramo interminable, no recordaba haber entrado allí. Quizá estaba desde siempre, incluso puede que hubiera nacido en aquel lugar. No lo sabía.

Caminó largo rato en busca de un poco de agua a sabiendas de que no la encontraría. Tenía la boca pastosa y la vista nublada. La cabeza no le respondía, era como si la tuviera llena de clavos. El dolor en sus piernas se había convertido en algo crónico. Lo más lacerante era la falta de esperanza en salir del desierto, incluso en algunos momentos de desesperación llegó a pensar que aquel era su sitio, que no merecía nada mejor.

A menudo tenía alucinaciones, provocadas por el calor y la falta de alimento. En ellas veía a seres abominables que le recordaban que nunca podría salir de allí. Eran casi reales. Aquellos demonios estaban cada día más presentes, ellos fueron los que le robaron la esperanza.

Mientras arrastraba los pies entre el polvo de su particular calvario, tropezó con algo y cayó al suelo de bruces. Pensó que no volvería a levantarse, pero en seguida se dio cuenta de que había tropezado con una cantimplora. “¡Agua!”, pensó. La destapó y se la llevó a la boca con ansia, pero no cayó agua. La puso boca abajo, no aceptaba que estuviera vacía. Y no lo estaba. De la cantimplora salió un pequeño papel enrollado. Era un mensaje: “No te rindas.”

Se quedó pensando un rato, “¿qué broma es esta? Están jugando conmigo.” Metió la nota en uno de sus bolsillos, se colgó la cantimplora y empezó otra vez a andar. No había pasado ni cinco minutos cuando creyó avistar algo en el horizonte. Era imposible saber lo que sería aquello, estaba demasiado lejos. Probablemente sólo existía en su cabeza.

Estaba anocheciendo y aquella forma lejana empezaba a proyectar una luz blanca y uniforme. Corrió hacia allí con las pocas fuerzas que le quedaban. De repente todo le dolía menos, tenía hasta menos sed que antes de tropezarse, las piernas también le pesaban un poquito menos ahora. Lo que ahora pesaba más era la cantimplora. Iba llena de esperanza.

Roberto Osa López (Madrid)

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