lunes, 1 de febrero de 2010

La chica que fumaba Ducados

Era imposible no percatarse de su presencia en cuanto llegaba a la oficina. No estoy hablando de su belleza, aunque era guapísima. A lo que me refiero es a ese olor tan característico a tabaco negro, tan poco común entre las chicas jóvenes. Es la única mujer atractiva que he conocido en los últimos diez años que fuma tabaco negro, concretamente Ducados.

Yo he fumado tabaco negro toda mi vida. Cuando tenía veintipocos pasé del Celtas sin boquilla al Ducados como si ascendiera en la escala social, pero con el paso de los años me he ido convirtiendo en un bicho raro por fumar Ducados. Mis compañeros siempre se han quejado del olor a tabaco negro en la oficina, hasta que el Gobierno prohibió fumar en los lugares de trabajo. Qué cerdos, sólo les faltó hacer una fiesta cuando se enteraron de que no tendrían que volver a aguantar el humo de mi cigarro.

Pero un lunes lluvioso del invierno pasado apareció ella. Tenía la piel muy blanca y el pelo tan negro como la noche. Llegó empapada de los pies a la cabeza y todos la miramos extrañados hasta que Gema, nuestra jefa de Recursos Humanos, nos la presentó.

La mayoría seguíamos mirándola igual de sorprendidos. La media de edad de mi oficina, en la que me incluyo, era de más de cincuenta años. Esta muchacha no tenía más de veinticinco y se convertía en la primera cara nueva desde hacía mucho tiempo. Nuestra empresa es pequeña y casi todos llevábamos alrededor de veinte años en ella, éramos como fósiles. Algún día, dentro de muchos años, igual alguien encuentra nuestros restos en ese maldito lugar.

El caso es que la llegada de la chica fue tomada por muchos (muchas, sobre todo) como una amenaza. Empezó a trabajar ese mismo día y no abrió la boca nada más que para lo estrictamente necesario.

La muchacha no era lo que se dice una trabajadora ejemplar, era bastante pasota, de hecho. Se pegó la primera semana mirando al techo y saliendo a fumar cada media hora. Nadie se podía explicar para qué coño la habían contratado, pero allí estaba.

Yo no le podía quitar el ojo de encima. Su sitio estaba junto a los servicios, así que me pasaba el día yendo a mear para poder contemplarla de cerca. Podía mirarla de arriba a abajo sin disimulo; un hombre de cincuenta es invisible a los ojos de las jóvenes, lo sé por experiencia.

La gente en la oficina andaba cuchicheando, había rumores de todo tipo, y todos tenían a la muchacha como protagonista. Un día, después de varios meses, tuve mi primera conversación con ella. Yo estaba en la puerta trasera del almacén fumando cuando llegó y me pidió un cigarro. Me quedaba sólo el que acababa de encender, así que tuvimos que compartirlo. Intenté mostrar algún interés por su adaptación a nuestro entorno laboral, pero no se lo tomó muy bien. Concentré toda mi energía en no parecer un salido, pero cuando me rozó la mano para coger el cigarro, un escalofrío me recorrió la espalda. Estoy seguro de que ella lo notó, pero seguramente le pareció patético.

Apuró nuestro cigarro en silencio, mirándome fijamente mientras me soltaba en la cara el humo de la última calada.

"Te van a echar, lo acabo de oír. He venido a avisarte", me dijo. "Van a hacer limpieza, los cincuentones le salís muy caros a la empresa". Tiró la colilla y se fue. Me quedé mudo. Lo único que fui capaz de hacer fue volver a mi puesto sin rechistar. No dejé de pensar en ello, por fin entendía los rumores.

Aquel día me fui a casa dando un paseo, pensando en lo que me había dicho. Estaba preocupado. Entré en un bar a comprar tabaco y me la encontré. Charlaba con dos chicas de su edad. Al verme, se empezó a reír y les dijo algo que no pude oír a sus amigas. Sentí vergüenza, pero también alivio. Salí del bar y me fui directo a casa.

A la mañana siguiente, mi jefe me dijo que ya no contaban conmigo. En un par de semanas, iban a renovar la plantilla casi por completo.

Hoy, después de un año en el paro, aún recuerdo el cigarro que compartí con aquella chica el día que me enteré de que me iba a la calle. Recordé cómo se reía con sus amigas a mi costa, y sin embargo, no pasa un día en que no evoque con placer aquel momento en que estuve tan cerca de ella.

Sí, lo sé. Me estoy haciendo viejo.

Roberto Osa López (Madrid)

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