lunes, 1 de febrero de 2010

Inclemente

Las grandes exploraciones acontecen en la niñez, período de búsqueda nerviosa: curiosidad y ansia compiten por igual, dando tumbos en una contienda ofuscada cuya resolución sobreviene durante la madurez.

Por entonces, no pude hallar tu guarida, refugio en el que escudabas tus tiempos de retiro. Yo presentía tu retorno en las mañanas de un sábado cualquiera. Jamás faltabas a tu cita para procurarme estremecimientos a flor de piel. Mis ojos espantados echaban un vistazo timorato desde el filo de la manta. Simulaban la mirada fisgona de un espadachín que, tocado por su sombrero de ala ancha, embozado en su capa y asilado bajo una llovizna liviana que parecía caer a cámara lenta, recorría las noches cerradas de Baeza, abriendo incógnitas, rompiendo con el taconeo diligente y plomizo de sus botas el silencio profundo de la tenebrosidad nocturna.

Acurrucado, al abrigo de mi cama, yo daba revueltas perezosas, revolviéndome entre colchas y sabanas. Desde la calle me llegaba un cúmulo de gritos cristalinos:

¡No toques la ropa del tendedero, que aún está helada!...
¡El hojalatero! ¡Arreglo cacerolas y varillas de paraguas rotas!...
¡El afilador!... Y su musiquilla con sabor a leyenda ancestral.

Gritos acoplados que levantaban un augurio, y que ganaba evidencia en tanto en cuanto el avance de las horas seguía su rumbo inapelable; ecos que traían en volandas las exhalaciones de tu acechanza. Yo quedaba en los aledaños de tu presencia.

El atardecer melancólico taponaba el día. Emborrachado por colores sombríos y nostálgicos, caía en cascada, estallando en mil tonos a modo de caleidoscopio en cuyo interior se multiplicaban pesadillas o quimeras al aguardo de que nos volcásemos en ellas. Turno para arremangar los juegos explayados alrededor de la plaza o encajonados en los túneles del tren, escondites recónditos donde amplificábamos nuestra maraña de risas. Retreta: acudíamos a casa para cenar y meternos en la cama, acompañados por nuestros miedos en pie de guerra o exorcizados; dulces sueños o terrores nocturnos.

No te hacías de rogar. El silencio chirriaba en la oscuridad. Te reconocía con certificado de certeza durante la vigilia que desencadenabas en mi cuerpo cuando llegabas para mostrarte en plenitud desnuda.

Un susurro de aire silencioso y glacial jugueteaba entre las varas de los olivos cercanos, poniendo en juego su discreción para dejarse caer sobre el gris argento de las hojillas elípticas, para implantar nanas quejumbrosas que helaban las miradas en noches de luna entristecida. Así retornabas a mi habitación: citándome en corto, dejándote ver con esplendor, como si fuera tu puesta de largo flamante. Mi cuerpo, contrayéndose bajo unas mantas tejidas con hebras aromáticas de naftalina, huía del algodón humedecido de las sabanas, que mi piel reconocía como una guarida de frialdad. El frío perpetuo, imposible de despeñar por los laterales de la cama, no se rendía a los envites de los soplos cálidos irradiados por la bolsa de agua caliente, que con tanta dulzura preparaba mi madre para apaciguar mis tiritones nerviosos. Embozada por cobertores y oscuridad, mi niñez sentía el resuello mágico por ti levantado. Gemías tus avaricias para constreñirnos, para convertirnos en un ovillo dentro del camastro.

Como sombra fugaz avanzando por el pasillo con la complicidad de la noche, yo advertía tu presencia. Tu aliento de acero inoxidable se escurría sobre la solería de mi casa. Mostrabas tu vestigio certero: una gasa glacial. De golpe, sentía el imperio de tu empaque. Mis ojos ganaban tu realidad al observar tu figura fantasmagórica incrustada en los cristales calados del armario de mi dormitorio. Imponías tu faz dictatorial sobre el azogue enmarcado. En aquel momento, sin margen para el error, estaba al corriente de que crujías afuera, en la soledad de la noche. Mis jadeos candentes los resoplaba bajo las mantas. En el interior de aquel refugio de descanso levantaba un remanso encendido sobre el que deslizarme para merecer la placidez del sueño.

Un silbido, una ráfaga de aire persiguiendo a céfiros más veloces, que gruñían al doblar las esquinas de las calles pedregosas, levantaba el temeroso ladrido de un perro. Su eco, prolongado sobre sí mismo, acababa por disiparse en la distancia, buscando los límites de otras callejuelas a medida que perdía intensidad. Tú trajinabas apostándote por los rincones del pueblo, buscando víctimas cuyos hálitos morían sobre el cristal opaco de la superficie helada de los pilares rebosantes de lenguas de verdina.

Al fin, me dormía. Sabía al dedillo que te eternizabas a mi vera, espiándome, buscando un resquicio para meterte en mi cama, pero estaba al tanto de que, al despuntar el día, las bestias cargadas de aperos desgarrarían el silencio nocturno al chocar sus cascos contra los adoquines; terminarían por sacarme a rastras de mis sueños o de mis pesadillas. Y, a buen seguro, ese despertar vendría acompañado por el canto puñetero de un gallo o por el volteo escandaloso de las campanas del convento cercano, jubilosas ellas para agradecer al cielo la amanecida, una amanecida revestida por una mantilla blanquecina, la huella efímera de tu presencia innegable, palpable. Había nevada débil. Casi apenas cuajaba, y su espectro, inflamado de blancura, se colaba por las rendijas de los portones envejecidos, que trataban de tamizar, sin éxito, la luz del alba por los ventanales de mi habitación.
Así un año tras otro.

Ahora ya nevó sobre mis sienes y he desenmascarado tu madriguera.

Ya sé dónde te escondes y sé que has llegado de nuevo. Cuando proclames tu potestad, y reiteradamente asoles mi cuerpo, virarás en redondo para encarar tu refugio y mostrarme tu espalda. ¡¡Maldito invierno!! Te empotrarás en ese territorio sereno ya reconocido por mí. Dormitarás encajado en mis huesos, a la espera de un lapso de tiempo glorioso para ungirme con tu devastador caudillaje sobre mis manos, unas simples manos de la tierra que desean luchar contra ti, inclemente.

Juan Carlos Pérez López (Sevilla)

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