lunes, 1 de febrero de 2010

Viaje a la luz del que camina

Cádiz, salada claridad... Granada,
agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada.
Málaga, cantaora.
Almería dorada...
Plateado Jaén... Huelva: la orilla
de las Tres Carabelas.
Y Sevilla.

Manuel Machado.


Querida Lucía.
Te escribo para contarte con todo detalle las hazañas de este inesperado viaje que ha resultado ser un mágico camino a través de un haz de luz. Todo comenzó con una inesperada carta de un primo de mi abuelo quien emigró a Alemania en su temprana juventud. En ella me comunicaba que iba a emprender una travesía por tierras andaluzas e insistía en mi compañía. Sus palabras eran toda una letanía de súplicas para que le acompañase en su itinerario, al ser yo el único familiar que le quedaba con vida. Comprendí que realizar tal viaje sin nadie a su lado sería arduo debido seguramente a la fragilidad física de sus huesos. En su carta me comentaba que chapurreaba un germano-andaluz complicado de entender para cualquier ser humano, por lo que supuse que el idioma sería otro inconveniente a la hora de desplazarse por tierras andaluzas.
Mientras lo esperaba en el aeropuerto imaginé que aparecería un anciano decrépito y algo aturdido. Para mi desconcierto se presentó un fornido individuo de cabellera plateada que derrochando un extraordinario dinamismo me dedicó el más entusiasta de los abrazos. Sin más preámbulos nos pusimos en camino ese mismo día, ya que él argumentó en un perfecto castellano no querer perder ni un minuto en su aventura.
El primer lugar que decidió visitar fue la provincia de Sevilla, así que madrugamos para atravesar la espectacular Sierra Norte. Cuando llegamos a la primera colina aparcamos el auto frente a un nogal. Al bajar del coche cerré mis ojos para aspirar con toda mi capacidad pulmonar el aroma fresco que desprendía la hierba mojada. Al abrir los párpados contemplé en el horizonte amplias dehesas llanas alternadas con voluptuosos bosques de encinas milenarias. Numerosas huertas destacaban sobre un monte pardo ofreciendo toda una gama de tonalidades verdes, impregnando de aromas dulzones la señorial serranía. Subimos de nuevo al coche y condujimos a escasa velocidad debido al vértigo que nos provocaban los múltiples precipicios del sistema montañoso. De repente nos detuvimos para deleitarnos con la visión conmovedora de elegantes ciervos castaños bebiendo de la Rivera del Huesna. Después continuamos conduciendo en dirección a la capital, dejando atrás un idílico horizonte de colinas aceitunadas, salpicadas por pueblecitos encalados que reposaban plácidamente sobre las faldas de las montañas.
Llegamos a Sevilla, ciudad dotada de un patrimonio histórico-artístico de incalculable valor y capital en su día de la noble Al-Andalus. Comenzamos la mañana paseando por el laberinto de las estrechas callejuelas del Barrio Santa Cruz. A media tarde disfrutamos de un agradable café en un bello rinconcito llamado “Plaza de Santa María la Blanca”. Mientras paseábamos por las calles me di cuentas que éstas estaban repletas de naranjos, los cuales perfumaban con su aroma a azahar la suavidad del ambiente. El centro histórico era encantador, aunque no lo eran menos los múltiples puentes enarcados sobre el río Guadalquivir, cuyas orillas dividen el señorial barrio de Triana del resto de la ciudad. En la primera madrugada me enamoré al contemplar desde la calle Mateos Gagos y bajo una luna gitana, a la más altiva e insigne de los monumentos, la madre y señora de Sevilla ¡La Giralda!
Tras la capital hispalense fuimos a recorrer de punta a punta todo el litoral andaluz, donde disfrutamos tanto de extensas playas doradas, como nos emocionamos al descubrir solitarias calitas escondidas tras las rocas. En pintorescos pueblecitos pesqueros nos aconsejaron visitar las cuevas prehistóricas de los alrededores, y no marcharnos sin gozar del derroche y lujo que ostenta Puerto Banús.
Después de atravesar el litoral nos pusimos en camino para ir a la ciudad moruna de Granada. Recuerdo que de niño había visitado la Alhambra, sin embargo no me acordaba de haber ascendido por las retorcidas y empedradas calles del barrio del Albahicín. Al llegar al Mirador de San Nicolás, contemplamos con los ojos cargados de lágrimas la soberbia fortaleza palaciega. Sus honorables muros reinaban orgullosos, luciendo las galas doradas que el sol le ofrecía con cada crepúsculo.
Aquellas andanzas me encandilaron el alma en cada tramo, culminando en éxtasis con la visión verdinegra de la Sierra de Cazorla. Su prodigioso paisaje cárstico jugaba a crear complejas e irreales formaciones humanas en las rocas. Aparcamos el coche al lado de un impresionante salgareño, y nos adentrarnos en el valle para poner nuestros cinco sentidos a merced de los encantos del bosque. Tras sortear numerosos baches y riachuelos logramos llegar a una amplia meseta colmada de una diversa vegetación de coníferas.
Con el corazón encogido y cientos de fotografías inverosímiles por revelar pusimos fin a nuestro viaje. No obstante es en mi alma donde quedará siempre grabada la imagen de las numerosas fuentes y plazas, o el rubor de la brisa marinera acompañada de los quejidos de una guitarra. Jamás podré olvidar las románticas bahías almerienses. En mis retinas se han infiltrado las insólitas imágenes de las marismas onubenses, y mi corazón se impregnó de las tonalidades marinas, tanto de un atlántico azulado como de un mediterráneo verdoso y terracota. ¡Y cómo olvidar los asados de los pueblecitos blancos de la serranía de Cádiz! ¡Ay aquel “pescaito” que degustamos en las tasquitas populares de la costa!
Al concluir el recorrido me he dado cuenta de que soy un auténtico desconocedor de la heterogeneidad y belleza de mi propia región. Ahora entiendo porque tú siempre me insistías que debía conocer en profundidad mi tierra. Sin embargo lo más insólito de todo este viaje Lucía, ha sido que tras finalizarlo aquel lejano pariente se marchó sin dejar rastro alguno. Muchos han sido los intentos de ponerme en contacto con él, pero todos han sido en vano. Algo que no se me borra de la mente es la pasión que él demostraba sentir por las cigüeñas. Solía repetir una y otra vez que le encantaría ser una de ellas para disfrutar desde el cielo de tan bella panorámica. Ayer, cuando te esperaba en la puerta de la iglesia observé a una de ellas circunvolar sobre mí más tiempo de lo usual. Luego apareciste tú, resplandeciente como siempre y luciendo un volátil vestido blanco. Te rodeé con un brazo tu esbelta cintura mientras que con el otro señalaba al cielo para mostrarte el ave en cuestión, pero por alguna razón que no llego a comprender despareció de repente. No obstante me dejó el precioso regalo de una pluma albina que encontré prendida en tu cabello.
Al tiempo que tus labios dibujaban una sutil sonrisa me preguntaste como me había ido el viaje, a lo que te respondí con un suspiro desde lo más profundo de mis entrañas. Por esa razón te escribo esta carta, para contarte a través de papel y pluma lo que la voz y la garganta no han podido hacer.
Y es que Lucía ésta es una tierra de embrujo que hechiza la luz del caminante, región de colores y aromas donde el duende vive en la noche y se desvela hasta la aurora. Esa es Andalucía, lugar de mil rincones y sabores, ladrona de los espíritus de quienes la adoran.

Euclides (Las Cabezas de San Juan, Sevilla)

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