lunes, 1 de febrero de 2010

Sentada en el vacío

¿Qué es la vida? Una ilusión,
Una sombra, una ficción,
Y el mayor bien es pequeño:
Que toda la vida es sueño
Y los sueños, sueños son.
Calderón de la Barca.

El fresquito de la mañana despierta a los pájaros y los anima a cantar ¡Qué alegre despertar, sentir que la vida se abre paso ante mí envuelta en un cadente himno a la libertad! El orgulloso gallo alza su garganta emplumada para cacarear, y la sinfonía del viento mece las flores del camino, los campos de trigo, las hojas de los árboles y las pajas de los enredados nidos. Así me levanto cada alborada con música en el aire, olor a tostadas y el silbido de la cafetera que humeante espera en la mesa.
Me vestía en mi humilde habitación, paseaba por las calles empedradas de mi pueblo, saludaba cada día a las vecinas mientras mi madre tiraba de mi brazo izquierdo diciendo:
-¡Vamos hija, venga! ¡Que te embobas mirando una mosca! ¡Agarra el cuaderno! Siempre tienes que llegar tarde. ¡Qué trabajito! ¡Cada mañana el mismo tormento!-
Mi mamá tenía la paciencia del Santo Job, quien la iluminaba desde el cielo cuando me quedaba dormida en el desayuno con los ojos entreabiertos, soñaba y soñaba y así transcurría el tiempo.
Una vez llegaba a la escuela me acomodaba al final de la clase, y sentada en el último asiento, con una mano en la mejilla y párpados fijos en el techo escuchaba a la maestra que alzaba la voz para preguntarme:
-¡Micaela! Te preguntaba que quién escribió “El libro de buen amor”-.
En esos instantes yo sentía mi cara blanca con las mejillas sonrojadas, una de ellas seguramente con la mano señalada. Así, sin saber que responder agachaba la cabeza abochornada y decía:
-No lo sé señorita, pero alguien cuya alma estaba enamorada-
En la clase se producía todo un sinfín de risas, pataletas e incluso palmas, al mismo tiempo que la indignación se dibujada en el rostro de la señorita de lengua castellana. Durante las tardes de verano, esas tardes largas, cuando en la siesta reina el silencio sobre las palabras, me acomodaba en mi viejo sillón de mimbre rememorando el sueño de la noche pasada, pero como alguien dijo una vez: que todo en la vida es sueño y los sueños, sueños son.
Veinte años más tarde. Año 2009
Son las seis de la mañana y acaba de despertarme el sonido de una ambulancia al pasar. Sus luces fulgurantes se reflejan en el cristal, disipándose su periódica sirena y mezclándose finalmente con el bullicio de la ciudad. Las primeras palabras que escucho provienen de mi viejo transistor que anuncian el cambio climático, cuentan el número de muertes en carreteras y aconsejan ahorro e inversión. Así es el inicio de cada día antes de comenzar mi jornada laboral. El cielo es un manto gris de nebulosa suciedad y el sol juega al esconder tras inmensos edificios de cristal. El suelo es un mapa de sombras, rayas, colores, señales que indican por donde se puede o no pasar. Parece que la vida fuera un juego de mesa en un grandioso tablero cuya misión es avanzar, con reglas estrictas donde se sigue un mismo patrón a un simple compás, y si no entiendes las normas y no te atreves a apostar... ¡Jaque mate te dirá el destino! Jaque mate y... ¿Qué mas da?.... Todo es un conjunto de reglas, todo es un juego, un pasatiempo aburrido tedioso y real, con pautas impuestas sin pistas, sin contraseñas ni risas, sólo metas que alcanzar. Llegado al punto primero debes continuar sin mirar atrás, llegado al punto segundo debes seguir e intentar progresar, llegado al punto tercero (¡Estoy cansada!) debes avanzar o te alcanzarán, llegado al punto cuarto... y así una y otra vez, pero...
¿Qué fue de la niña que bailaba con príncipes en la salita de estar? ... ¿Qué fue de esa chiquilla que reía dormida e incluso en sueños se le escuchaba cantar? ... ¿Qué fue de esa muchacha¬¬? ¿Dónde está? .... Se fue a la penumbra de su propia alma, se escondió detrás de su mirada vacía y de sus prepotentes palabras, se marchó a un país aún más lejano que el reino que de niña imaginaba. Tan remoto era que ni ella misma se encontraba y tan mudo como cuerdas sin guitarra, como teclas sin piano, como agujeros sin flauta. Se apagó así su música, su voz, las notas de su interior y las remplazó por la computadora, el teléfono y la televisión.
Erguida anda por la calle, mirando al frente con paso firme, fuertes pisadas en tacones altos y cara maquillada. Pintaba sus labios de color granate, resaltando la luz de sus ojos verdes esmeralda. Tenía la piel blanca como la leche, y cabello azabache ocultando un mar de canas. Podríamos definir a Micaela como una mujer bonita, lánguida y vulnerable ante los ojos de quienes la contemplan, suscitándoles confianza. Sin embargo, ya hace tiempo que Micaela no confía en nada, tan sólo en su sombra que en la penumbra le acompañaba, tan sólo en sus palabras cuando a si misma se hablaba, y a veces hasta de ello se extrañaba. Su vida era una monótona existencia sin emociones, sin sentido y sin anhelos. Sólo la embargaba el recuerdo, y la añoranza es cruel cuando se adhiere al cuerpo. Es dura y fría como el acero, oscureciendo la mente de pasados hechos que no vuelven a revivirse, porque el pasado es bello cuando el presente es vida pero no cuando está muerto.
Se levantaba cada mañana a las seis en punto y al estirar brazos y cuello se miraba en el espejo para escrutar cada arruga, cada mancha, y horrorizada veía pasar el tiempo por su tez pálida. Tan sólo contaba con treinta y cinco años y si no fuera por el matiz del cabello y el denso carmín aparentaría una anciana, larguirucha y amargada por esa sensación de estar siempre disgustada. Ella lo sabía y cuidaba su piel, se enjoyaba y perfumaba su cuello a vainilla en los veranos cálidos, y a lavanda en las mañanas de invierno. Pero ese dulzor en su piel se apagaba tornándose a trigo seco, no consiguiendo disimular su tristeza con colores ni esencias, sin poder disfrazar su vacío y sin saber cómo hacerlo....
Su trabajo, sin embargo, era mágico y bello, cuya labor consistía en admitir o no publicaciones, divulgar sueños. Pasaba las horas en una compañía editorial, marcando y leyendo. Escogía los textos por orden de llegada, los clasificaba en su archivador, preparaba su mesa y el ordenador. Con prolijidad extrema en bolígrafos y cuadernos, no consentía que ningún intruso tocara sus cosas sin pedirlas primero. No toleraba que se las devolvieran sin ser colocadas tal y como ella las había puesto, por eso su espacio estaba siempre perfecto, nadie se atrevía a tomar nada prestado, nadie osaba a hacerlo, ni pedirle nada y por ello tampoco ofrecerlo.
Una vez sentada y tomado el tomo, seleccionaba primero cual sería el tema del que trataba, en segundo orden el tipo de vocabulario: palabras repetidas, científicas, exactas. En tercer orden cómo era la historia, iniciándose, desarrollándose y terminando la trama. Evaluaba siempre con la misma técnica, ya fuera una novela histórica, cómica o un trágico drama. No profundizaba en ninguno de ellos, no se sentía por ningunos embriagada, jamás suspiraba al finalizar un texto, jamás sonreía ni se le encendía la mirada. Nunca la vieron sobresaltarse al leer líneas profanas, nunca se sorprendió al leer descubrimientos interesantes y ni siquiera enfadarse si leía textos tediosos, infantiles o patrañas. Ella sólo leía, marcaba y seleccionaba, igual que si estuviera en una fábrica. Pasaban las horas, los días, los meses trabajando como si de una autómata se tratara. Tristemente así podríamos describirla: una mente cuadriculada, un cuerpo sostenido a un alma anclada al recuerdo, amarrada a la añoranza, flotando en el olvido y arrastrándose por el camino de la desgana.
Aquel seis de Junio se produjo un extraño acontecimiento, al menos inquietante, en esa veraniega mañana en la que el sol hacía clarear los ojos de la editora del departamento número seis más amargada. Sus párpados más cerrados que abiertos y su nariz arrugada, se acercaban a un bloc como tantos otros, pero éste sin embargo lo leía con entusiasmo, con sorpresa y con una rapidez desmesurada. Hizo que el resto de compañeros de la sala se pasmasen, unos a otros se miraran y se dieran pequeños toques en los pies o en las espaldas, murmurando entre ellos y volviendo sus caras. ¡Tantos años trabajando juntos! Era la primera vez que en ella veían un atisbo de vida, una mirada liviana, una mueca emergiendo de sus labios. Con ceño fruncido se acercaba el papel a la cara, un gesto de desconcierto e incomprensión, movimiento de manos levantadas, pasando con energía cada hoja y sin tener un rotulador para ir señalando frases, expresiones y palabras. Leía y leía con tanta avidez que la curiosidad fue tan palpable que hasta el aire se hizo espeso, con un cuchillo se cortaba, así se volvió denso el éter y enrarecida la atmosfera por ver a Micaela embelesada. A la compañera de la mesa izquierda a quién nunca dirigía ni media palabra, la miró de repente y le comentó:
- ¡Justo lo que necesitaba!-.
A la mañana siguiente entraba por la puerta Micaela, con rostro iluminado, sonriente y cándida con vestido de seda fresquito y demasiado alegre para la fábrica de palabras. Iba de verde la señora, de verde esperanza como sus verdes ojos, como el verde caminar de un poeta, verde de alegre salero, verde de azul el cielo, verde su sombra. Era su pelo negro como las olas, su piel clara como un espejo, como el mar de plata de Cádiz y como la nevada sierra de Granada en enero. Cuerpo verde, de piel blanca y cabellos negros como el más puro beso.
-¡Buenos días!-. Se sentó en su reclinado asiento, agarró el escrito entre sus manos, hoy de terciopelo. Ojeó de nuevo el bloc, lo miró con regocijo y cariño, con estremecimiento. Sus ojos lo miraban como si un bebé le estuviera amamantando el pecho.
-¡Bellas frases!- dijo para sus adentros: -¡Bellas palabras! Tan claras, concisas y a la vez tan extensas y cargadas de duelos. Porque el batirse entre el alma y la mente, entre las carencias y los afectos… Esas frases son en estos momentos, agua fresquita descubierta en el desierto. Me siento tan llena de dicha por leer estas palabras de desaliento, compasión y complicidad, narrativa que tiene el fin perfecto, que marca el principio de mis nuevos días y me dan el ímpetu que ahora mismo siento. ¡Oh sí! Volveré a sonreír, memorizaré cada letra, cada vocal y coma, cada exclamación, ¡Qué maravillosos consejos!-.
Micaela se había convertido en una mujer huraña y desconfiada por una razón: el dolor. El color de su alma de niña era rosa y dulce como bola de algodón. De sonrisa diáfana, brillantes ojos y charlatana, con boca prudente, obediente y abnegada. Pero se produjo un hecho, un acontecimiento que la cambió. Sucedió una tarde de verano cuando las amapolas se abren por los caminos, y sus pétalos descarnados se desnudan sin pudor. Ocurrió una tarde de julio cuando el sol clarea las sombras y amarillea el verdín. Pasó esa tarde en la cual la niña dormitaba en un sillón, con la cabecita en un cojín. Al abrir sus ojos y al mirar que el silencio la envolvía, y el silencio sólo era silencio y nadie le respondían, entendió sólo entonces que su sonrisa a nadie cautivaba, que sus ojos expectantes a nadie le importaban, que sus gracias sólo a su espejo iluminaban. Nació sola en el mundo, jamás se había percatado de su soledad, nunca se sintió desolada. Ella creía que la amaban y sentía ese calor húmedo del beso en la mejilla cada mañana, ella lo sentía. Pero al despertar esa tarde de julio envejeció, comprendió entonces que no había nadie a quien dirigirse, nadie con quien reír y que le hablara, ¡Era tan extraño no haberse dado cuenta antes de la soledad que por su vida cabalgaba! Nació sola, vivió sola y pensaba morir sola sentada. Pero repentinamente algo sucedió, se levantó sacudiendo las arrugas de su falda y comenzó a escribir la siguiente carta:
Querido Don Ernesto Amador:
He recibido su obra, la cual me susurra en mis noches y me despierta en las mañanas. Me hace sonreír en las tardes y a todas horas envuelve mi piel, calando en mí como gota de rocío en la madrugada Sevillana. He recibido su obra, y me he quedado absorta, increíblemente asombrada, porque muy señor mío y con todos mis respetos, debo confesarle que somos almas cercanas, próximas en sentimientos y al mismo tiempo ¡tan aisladas! Siento que conozco sus sueños y añoranzas, sus ilusiones y penas, su corazón y alma aunque desconozca el temple de su voz, semblante y mirada. Sin saber los años por los que ha errado su piel morena o clara, desconozco el caparazón que lo envuelve, y aún así, es como si pudiera reflejar en la niña de mis ojos la luz que de usted se desprende, esa luz mágica de las horas tempranas, difusa y clara. Azulino es su fuego, su claridad me está abrasando y me besan en la mejilla sus palabras. Quizás soy arriesgada y al leer mi carta un gesto de sorpresa le invada. Quizás soy presurosa, o presuntuosa o una loca desquiciada, ¡sí quizás puedo ser todo eso, o más! o... no lo sé... quiero pensar por usted, y si así lo hago, nada de lo anterior tiene sentido. No quiero ponderar lo que digo, los sentimientos no se expresan si se justifican a si mismos. Sólo agradecerle su obra, y darle una y mil gracias por encender una vida hasta ahora apagada, por saborear de nuevo el algodón de mi infancia. Ahora no sólo lo recuerdo si no que hasta siento su textura en mi boca, el viscoso azúcar entre mis palmas, la ilusión de agarrarlo como un trofeo, llevándolo alto para alcanzar la luna, las estrellas o alguna constelación lejana. Gracias por ofrecerme su algodón, lo comeré hasta quedar empalagada.
Micaela escribió así su carta y pasó días asaltada por indecisiones, hasta que decidida tomó las riendas de sus deseos y fue a la oficina de correos. La señorita iba a trabajar ahora radiante cada mañana y en las tardes veraniegas en la piscina se refrescaba, cerraba sus párpados y se sumergía entre las aguas, zambulléndose como una sirena en los mares de plata. Se sentía acariciar por los rayos y la suave brisa la arropaba. El sol, esa bola de fuego tan lejana y ardiente que ilumina el cielo, que clarea la vida, ésa bola de fuego atraía a Micaela. Lo miraba con ternura, con cariño, con afecto, ese calor la abrazaba, la invadía y besaba sus senos. Pasaba la tarde mirándolo con sus ojitos entreabiertos, pensativa, relajada y dejándose llevar por el rubor de la brisa y el calor que la embriagaba. Pasaba así el tiempo hasta que oscurecía y el sol se despedía hasta la mañana. Entonces ella se levantaba, sintiendo su piel llena de luz y su alma lavada.
Al llegar a su casa encontró la carta tan esperada. Ella no podía creerlo e intentó apaciguar sus ansias, tomó respiro hondo en sus pulmones, bebió despacio dos vasos de agua y se sentó un rato con la carta cerrada. Procuraba estar tranquila para no tropezarse con las palabras, quería pasar por cada una de ellas con serenidad y calma. Así pasaron varios minutos antes de abrirla, sosteniendo tímidamente la nota y acariciando el sobre que lo guardaba, la desplegó y leyó en voz alta:
Querida Micaela Santa-Cruz:
He recibido su carta y agradezco su entusiasmo, franqueza y confianza. De hecho su sinceridad me asombra, la entiendo y no me sobrepasa. Creo que nuestras conciencias están más cercanas inclusive de lo que usted expresa. Sería un placer maravilloso conocer a la otra parte de mí ser, esa parte que ahora al conocerla entiendo que me faltaba. Cuando ello ocurría no me daba cuenta de su ausencia, ya que la carencia sólo se conoce cuando se ha tenido o se recuerda. Le mando mi fotografía ya que el cuerpo es el templo del alma y entreabre mi espíritu a través de los poros de mi piel y de mi mirada. Por el paso de los años se dibujan arrugas alrededor de mis mejillas, y en mis manos puede traslucirse si he acariciado el viento en la mar salada. Quizás en una fotografía sólo se vislumbra la silueta de un espantapájaros ahuyentando los pájaros de la bandada. No temo su reacción ya que mirará mis pupilas y verá en ellos su fachada, contemplará mis manos como si de las suyas se tratara, y sentirá que por fin me encontró. Encontró lo que tanto buscaba, no entendía y no hallaba.
Micaela vislumbró la foto, la observó y se sintió reconfortada. Sus ojos eran grises y cenicientos de pupilas dilatadas, y las pestañas espigas en la noche que a las pobladas cejas abanicaban. Sus ojos eran grises y su cara pandereta, tan redonda como la luna, tan gentil como su áurea, tan apacible como las noches de verano en las calles y en las terrazas. Su cara era sonrisa de blanco lucero, de céfiro en el mar, en la sierra o en el cielo. Miró de nuevo la foto, sintió serenidad y paz en el desorden de su alma. Guardó la carta en el cajón con la pulcritud de quien guarda un tesoro o palabras sagradas.
Era el veinticuatro de agosto. La fecha del esperado encuentro. Micaela sin embargo estaba sosegada y dichosa con el día que le esperaba. Iba a conocer a Don Ernesto, ése hombre que le trajo de nuevo la ilusión al hueco de una vida gastada. Hombre que con la belleza de un relato, hizo despertar en ella sentimientos olvidados, risas lejanas y momentos mágicos en los albores de su infancia. Llegó Micaela a la plaza, con un vestido rojo escarlata. Su cabello ondulado al sol, gran sonrisa y discurso musitado a media voz. Y allí estaba esperando aquel hombre, sentado, erguido y mirándola despacito. Se le veía paciente y tranquilo, con una sonrisa que enmarcaba la cara como si de un cuadro se tratara. Era maravilloso ver y comprobar cómo la imaginación a veces es tan fiel como la realidad que los asociaba.
-¡Buenas tardes!- saludó Don Ernesto entregándole su mano y sin desviar la mirada- ¡Buenas tardes señorita Micaela! ¡Qué maravillosa oportunidad tenerle frente a mí sentada! Deseaba tanto verle que mis manos no respondían a mi cabeza y temblaban. Ahora al estar frente a mí, tal y como yo evocaba, vino de nuevo la razón y la calma y me siento aquí en ésta insólita plaza como si en mi hogar me hallara.
-¡Gracias Don Ernesto! Sólo puedo decirle gracias, porque su obra está siendo el rumbo, el timón y la vela de una vida llena de agujeros. Una vida llena de aires que soplaban a ninguna parte, y ahora tengo mi propio timón, barca y velero.
-¡Nada Señorita!, ¡no es nada! Es un placer y una dicha devolverle a su semblante esa sonrisa, nunca la pierda y no vuelva a enredarse en telarañas. Líbrese de esa maraña, de ese pozo vacío en el que esta cayendo el mundo, esa plaga que nos está consumiendo la ilusión y la aspiración de una esperanza. Deshágase de la pena, de la nostalgia y saque fuerza de ese corazón grande que late, de sus manos generosas y de su boca agradecida. Demos buenas palabras, dulce alimento, pan que satisface el hambre en la pobreza de las almas perdidas. Tenemos mucho que dar y al dar el vacío se elimina, ¡Nos sentimos a veces tan cómodos en la cárceles de rutinas que aprisionan nuestra mente, que nos convencen de una seguridad impía! Nos sentimos satisfechos al mirarnos el ombligo y que éste nos devuelva la sonrisa ¡Hipocresía! No traspasamos el cristal de la ventana, sólo desviamos la cortina.
Son las seis de la madrugada, Micaela despierta. -¿Un sueño?- Un sueño mágico, profundo... todo fue un sueño. Un sueño que desvió el rumbo de su vida, entendió lo que el corazón y la mente a gritos le pedían. Resucitó de su letargo y sus oídos como flores adormecidas, despertaron abriéndose a la música que su alma componía. Y descifró la letra y cantó a voz en grito, ¡Bella diva! Cada noche y día, escuchaba la voz de su espíritu susurrándole palabras benditas y cuando se aturrullaba entre su almohada y sus oídos se ensordecían, recurría al libro que le devolvió la dicha que no era otro que ella misma…

Euclides (Las Cabezas de San Juan, Sevilla)

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