lunes, 1 de febrero de 2010

Puzzle

Diablilla (así la llamaban quienes la querían) era una preciosa criatura de ojos y cabellos marrones, poseedora de una dulce sonrisa y de una encantadora forma de ser.
Tenía tres añitos cuando un buen día su papá le regaló un puzzle de 101 piezas. El puzzle en cuestión representaba la imagen de un adorable elefantito de circo que jugaba inocentemente con una pelota multicolor mientras sus enormes ojos negros fijaban la atención en un ratoncillo amigo suyo que se disponía a dar buena cuenta de un sabroso helado de vainilla.
Éste era el primer puzzle que llagaba a las manos de Diablilla, y la verdad es que no tardó demasiado en finalizarlo con una sonrisa en los labios, pues el divertimento le había agradado en demasía.
Tras el puzzle del elefantito y el ratón, llegaron la misteriosa princesa de la alfombra voladora sobre los cielos de Persia, la granja poblada por variopintos animales de diversos colores, Blancanieves y los siete enanitos, un verde campo adornado por narcisos blancos, la iglesia barroca de Nuestra Señora de los Remedios...

Diablilla un día dejó de tener tres años (justamente el día de su cumpleaños) para pasar a tener cuatro años, y al año siguiente, otro día muy parecido a cuando cumplió los cuatro, pasó a tener cinco años.
Diablilla se hizo mujer y dejó de ser Diablilla para pasar a ser Claudia. En verdad era Claudia desde el día de su nacimiento, pero de pequeña (es decir, cuando tenía derecho a soñar despierta) era Diablilla, o hermanita, cosa que también fue durante mucho tiempo.
Tendría trece, catorce o quince años cuando Claudia dejó un puzzle a medio hacer. El juego en cuestión representaba un gélido paisaje: mucha nieve blanca, mucha nube blanca, mucho cielo azul y una diminuta criatura de ropajes negros llamada ser humano, todo ello componían las 2001 piezas.
Al principio, la curiosa nube con forma de artístico plato rebosante de fresas con chocolate fue completado no sin cierta dificultad, mas pronto, la cierta dificultad se hizo aún más cierta para pasar a ser total, absoluta, infranqueable, imposible.

Llamaron a Claudia y Claudia acudió a la llamada. Claudia abandonó aquel puzzle tan difícil. Una hora después, Claudia desarmó el puzzle, pues necesitaba el escritorio en donde pasaba sus horas muertas para escribir una carta a Sonia, una amiga suya que vivía muy lejos (tiempo atrás, cuando Sonia no era Sonia para Claudia pues no se conocían, Sonia era Caramelo para quienes sí la conocían).

Volvieron a pasar los años, como las hojas de un libro que te atrapa, como las oportunidades perdidas, como las oportunidades que se saben aprovechar.

Año mil o dos mil después del años mil o dos mil más o menos después de quien ya sabéis. Ahora Claudia es una bonita mujer de treinta y pocos años. A lo largo de estos años Claudia ha reído, ha llorado, ha gritado, ha callado, se ha deprimido, ha caído en el pozo, se ha levantado del bache, ha hecho el amor con el cielo y ha follado con el infierno.
Claudia ha sido mujer, amiga, hermana, amante, mala, buena, maltratada, maltratadora, bruja, hechizera, una dama, una maldita, una gatita, un cruel zarpazo... Claudia ha sido Claudia con todo lo bueno, lo malo y lo regular que ello conlleva.
Está oscureciendo, y Claudia, mientras lee el interesante libro de un psicoanalista nacido en lejanas tierras que escribe muy lindos cuentos, recibe una llamada. Claudia atiende a la llamada.
Le preguntan por don XXXXX.
-No, aquí no vive ningún don XXXXX- contesta.
El caso es que ese nombre le hace recordar a XXXXX, como solía llamarle en la infancia, ese tiempo en el que las personas podían reír sin motivo sin temor a ser llamados idiotas, inadaptados sociales o personas con graves trastornos psicológicos (en los adultos es mucho mejor llorar o no reír nunca, es más común).
X... había sido un gran amigo de Claudia. En una ocasión, X... salvó la vida a Claudia; dos días después, Claudia salvó la vida a X...
¿Qué habría sido de XXXXX?
A saber.

Cuando Claudia tenía catorce años (o trece o quince), X... tuvo que trasladarse a vivir a otro país (más bonito, más grande, más limpio, más maravilloso, mejor) pues su padre era... era... pues su padre era quien mandaba y él (como su madre, y su hermana, y su hermano, y el hermano que estaba dentro de su madre esperando para salir y echar a llorar) uno de los que obedecía.
Claudia recordaba con cariño aquellos tiempos, por eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor (a esto el señor Ayer dice que es verdad, el señor Mañana que no, que eso es una tontería, y el señor Hoy no dice nada). Buscando en el mágico cofre de los recuerdos (no era mágico, pero sí cofre y también de los recuerdos), Claudia encuentra un buen puñado de cartas, la mayoría escritas por Sonia, todas ellas sentidas muy profundamente por Claudia.
Claudia piensa en Sonia.
Claudia piensa en XXXXX.
Claudia sabe que jamás volverá a encontrar a X...
Claudia no sabe que hay que saber no saber.

Claudia ve algo en el suelo. El “algo” en cuestión es un pequeño objeto de extraña forma. Su color es blanco por la parte de la imagen, y todos los indicios apuntan a que es la pieza de un puzzle, al menos la caja que hay cerca es la de un puzzle. Su portada es...
Un gélido paisaje: mucha nieve blanca, mucha nube blanca, mucho cielo azul y una diminuta criatura de color negro llamada ser humano que sorprendentemente no se cansa de estar ahí, en mitad de la nada, más de 20 años después de haber sido abandonado por Claudia cuando Claudia llevaba menos de 20 años siendo Claudia. El único puzzle que ella nunca completó fue el último puzzle que intentó completar.

Sonido de risas en la calle, temperatura ambiente bastante agradable; en algún lugar del mundo nace un precioso cachorrito de perro pastor que servirá el resto de sus días como fiel compañía a un niño ciego que crecerá feliz en compañía de sus adorables padres.
Claudia se pone a hacer el puzzle sin recordar en aquel momento que ese puzzle, el mismo que fue abandonado porque escribir una carta a su amiga era más importante entonces, también era el único que se le había resistido a Diablilla, la niña que feliz permitió un día a un elefantito jugar con una pelota multicolor mientras sus ojillos se fijaban en un alegre ratón glotón.
1997,1998, 1999, 2000,... y un pedacito de cielo blanco se completa mientras que un hombre vestido de riguroso negro avanza en el hielo del polo norte mientras sus ojos verdes (seguro que eran verdes) contemplan un bonito cielo. Poco antes, justo la pieza número 322 se alojaba entre un poquito de blanco y otro poquito de blanco. Claudia se dio cuenta de algo “yo antes no podía, y como no podía lo dejé, lo dejé abandonado, pues me resultaba imposible”. A continuación, antes incluso de que la pieza número 323 se aloje entre un poquito de blanco y un poquito de algo que parece gris, se da cuenta de algo “no puedo, nunca podré”. Eso creía entonces, cuando era joven (quizás demasiado) y cuando no había crecido (quizás había crecido poco hasta entonces.

La Claudia de trece, catorce o quince años y la Claudia de treinta y pocos años son iguales en eso: “No puedo y nunca podré”. Esas dos Claudias se dan la mano y comparten impotencia, pero otra Claudia, mucho más interesante que las otras dos, dice algo nuevo: “No podía... ahora sí”.

323, 324... 2001.

Claudia ha podido hacer lo que antes (20 años atrás según algún calendario mal contado) no pudo.
De pequeña, a Claudia le enseñaron a intentar las cosas, a luchar por sus sueños, pero no a levantarse, a aprender de sus errores, a saber que “imposible” es una palabra imposible.
Claudia empieza a comprender algo: “No puedo (ahora) pero siempre podré intentarlo”.
¿Volver a encontrarse con XXXXX? Todo es cuestión de intentarlo, ella puede. Al fin y al cabo, si es posible completar el cielo, ¿por qué no algo menos elevado?

José Manuel Ortigosa Llane (Málaga)

No hay comentarios:

Publicar un comentario