lunes, 1 de febrero de 2010

La otra historia de Caín y Abel

Por aquel entonces nos odiábamos. Bueno, sería más justo decir que yo le odiaba a él. Sin darse cuenta, mi hermano convirtió mi infancia en una pesadilla sin final. Siempre Abel era el ejemplo a seguir. Mi madre se pasaba el día diciéndome “que si tu hermano esto, que si tu hermano lo otro, que no sirves para nada, que si ojalá fueras como él”.

Al principio me daba igual, yo siempre he ido a lo mío, pero mi hermano en cambio siempre tenía que destacar; el que mejores notas saca, el que mejor se porta, el más guapo, el más bueno…

Sus éxitos se convertían en mis fracasos, sus premios en mis castigos, sus amigos en mis enemigos. Todo el mundo lo quería. Todo el mundo menos yo, claro. Un día, cuando aún íbamos a pre-escolar, el muy cerdo se chivó a la profesora de que había robado un paquete de plastilina, ya ves tú qué idiotez. Pues hasta en eso lo encumbraron como a un héroe.

Cada noche al irme a dormir tenía en la cama de al lado su carita sonriente de niño bueno. No dejaba de mirarme hasta que se dormía. Maldito niño repelente, me amargaste la vida.

Un buen día, siendo ya adolescentes, mis padres vinieron a decirme que habían encontrado a mi hermano muerto. Mi madre lloraba sin parar, mientras que mi padre intentaba consolarla sin mucho éxito. La policía les acompañaba. No me andé por las ramas y lo solté: “Sé que está muerto, lo he matado yo, joder”. Mi madre se desmayó, mi padre me repudió, y los policías hicieron su trabajo y me sacaron de allí.

Desde entonces vivo feliz en mi celda. Para la gente de bien soy la bestia que fue capaz de matar a su propio hermano. Pero, y ustedes, ¿qué habrían hecho en mi lugar?

Roberto Osa López (Madrid)

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