miércoles, 20 de enero de 2010

120 Segundos

120 segundos. Todo estaba saliendo perfecto, la situación estaba bajo control. Dani, Merlo y yo vigilábamos a los rehenes que estaban tumbados en el suelo, Alcázar cuidaba la única entrada al banco y Marcos dirigía toda la operación, a la vez que metía el dinero en la bolsa de cuero comprada dos días antes para la ocasión. Repito, todo iba de maravilla. Pero entonces ocurrió, el tipo ese que llevaba el pelo cortado a cepillo y con aspecto de haber visto Harry, el Sucio unas catorce veces la lió, y de qué manera. Desde el principio me había dado mala espina su forma de mirarnos, como evaluándonos, la manera de moverse, todo apuntaba a que quería convertirse en el protagonista de nuestra historia. Fue culpa mía, fue un despiste, un puto despiste. Oí el llanto de un niño, me giré para ver de dónde procedía y cuando volví la vista, el tipo con aspecto de marine se había incorporado y había sacado una pistola.

110 segundos. Apuntó a Marcos y disparó, a ninguno nos dio tiempo a reaccionar. El tipo fue listo, supo quién dirigía el asunto y, por tanto, a quién debía eliminar primero. La bala alcanzó a Marcos en el pecho y le hizo caer hacia atrás con evidente gesto de dolor, el grupo había quedado descabezado. Al siguiente a quien apuntó fue a Dani, supongo que le eligió porque fue el único que hizo ademán de utilizar la pistola que llevaba. Todos nos habíamos hecho con un arma, pero ninguno había disparado en su vida, joder, ni siquiera sabíamos si estaban bien cargadas. El tiro alcanzó a Dani en el cuello, debió darle en plena yugular porque el chorro que salió fue impresionante, la sangre salpicó la pared a más de medio metro y el chaval murió entre grandes espasmos. En aquellos momentos de terror lo único que me vino a la cabeza fue la imagen de una mujer limpiando todo aquel estropicio, y la compadecí.

100 segundos. Hay dos cosas que no soporto en este mundo, a los policías y a los héroes. La combinación de ambas simplemente la detesto. Estaba claro que aquel tipo era un héroe, y por su forma de disparar también debía de ser policía. ¡Si parecía que estaba disparando palillos en un puesto de feria! El siguiente en caer fue Merlo, lo hizo sin aspavientos, sin gritos, una bala atravesó su boca y convirtió sus dientes en pequeños granos de arroz pegados a sus labios. Sólo se escuchó un golpe pesado, que fue el que produjo su cabeza al chocar contra el suelo. Alcázar no murió tan honrosamente, y fue porque decidió soltar el arma y salir corriendo. Dos balas en la espalda bastaron para frenar su huída y hacerle caer de bruces. No le culpo. De haberme podido mover yo hubiera hecho lo mismo, pero estaba aterrado y mis pies permanecían pegados al suelo.


90 segundos. Estoy repasando los acontecimientos cuando el tipo duro se pone frente a mí y alza su pistola, puedo ver el único ojo del arma desde donde estoy, y sólo espero una muerte rápida. Así será, porque el héroe me apunta a la cabeza. Entre gritos, los rehenes, inmóviles hasta el momento, esperan mi muerte y con ella la consagración definitiva de cabeza cepillo. Pero ¿sabéis una cosa? Las tumbas están llenas de héroes. Justo cuando iba a recibir mi billete de ida al otro mundo, una bala atraviesa el pecho del Capitán América a la altura del corazón y cae fulminado. La caída de su cuerpo descubre al auténtico héroe de esta historia. Marcos, malherido en el suelo, sostiene su revólver y me mira. Y sonríe. Esa sonrisa. Esa sonrisa por la que le habría seguido hasta el fin del mundo. Deja caer la pistola y me mira, no le escucho pero consigo entender la única palabra que articulan sus labios: corre.


80 segundos. Salto por encima del cuerpo del sastrecillo valiente, no habrás matado a siete cabrón pero poco te ha faltado. Cojo la bolsa entre los gritos de los rehenes que ven cómo, después de todo, a veces el malo se sale con la suya, y clavo una rodilla al lado de Marcos. Le cojo del brazo, y le miro, él me mira. No nos decimos nada, no hace falta, yo le quiero y él me quiere. Sonríe, otra vez su sonrisa. Es entonces cuando una fuente de luces azules ilumina la entrada del banco. Se escuchan sirenas. Yo no me muevo, permanezco al lado de mi amigo. Una voz a través de un megáfono me informa de que si salgo desarmado y con los brazos en alto, saldré ileso. Aprieto con fuerza el brazo de Marcos. Una vez más él me mira, y sonriendo con voz baja, pero firme me dice una única cosa: “Sin prisioneros Alex, sin prisioneros”. Asiento con la cabeza, e intensifico mi apretón, es mi particular despedida, no puedo evitar comenzar a llorar y decirle que le quiero, que le quiero mucho.


70 segundos. Seco mis lágrimas con el puño de la camisa. Me echo la bolsa con el dinero a la espalda y me dirijo lentamente hacia la entrada. La voz metálica me dice que no dé ni un paso más, que me quede donde estoy, que suelte la bolsa y alce los brazos. Y una mierda. Daré los pasos que me dé la gana y ni tú ni nadie va a decirme hasta dónde he de llegar. Nadie me va a detener. Todavía no.


Doy una patada a las puertas del banco que se abren ante mí, para mostrarme un cielo claro y un suelo plagado de politontos. Me siento como Sundance Kid en Dos hombres y un destino. Los miro con chulería y les grito: “Vamos pitufos, enseñadme lo que sabéis hacer”.


60 segundos. La primera bala me alcanza en el hombro y me hace retroceder dos pasos, sólo dos. El dolor es intenso, pero soportable. Retrocedo dos pasos, avanzo tres.


Si me preguntasen que por qué decidimos atracar un banco, lo tendría claro. Porque nunca nos han gustado los límites. No queremos normas ni fronteras, si podemos hacer algo, lo haremos. Por eso y por supuesto porque Marcos lo sugirió. Aún recuerdo el día que estábamos todos sentados en el café donde nos solíamos reunir y apareció con un croquis del banco. Se sentó y comenzó a explicarnos cómo llevar a cabo el asalto, y mientras lo hacía, sonreía.

Nadie puso ninguna objeción, nos limitamos a mirarnos unos a otros y a asentir fascinados por aquella idea. Éramos un equipo y nada nos podría parar.


50 segundos. La segunda bala me destroza la mano izquierda y me obliga a soltar la bolsa con el dinero. Me sujeto el muñón ensangrentado con la otra mano y sigo caminando. Van a necesitar algo más que eso para detenerme.


45 segundos. Las dos balas siguientes llegan de forma consecutiva. Una me atraviesa la rodilla, haciendo saltar esquirlas de hueso. Siento ganas de vomitar. La siguiente, la definitiva, se aloja en mi abdomen y me hace caer. Ni siquiera se han fijado en que no llevo ninguna pistola.


40 segundos. Estoy boca abajo, un charco de sangre se está formando a mi alrededor y estoy empezando a perder el conocimiento. Todavía no, no te rindas Alex. Me muerdo la lengua para recuperarme de la somnolencia que me invade, el recuerdo de mis amigos me da fuerza. Ánimo, ya falta poco.


30 segundos. No me arrepiento, no me arrepiento de nada. Volvería a atracar el banco, y volvería a coger la bolsa del suelo. Me siento orgulloso de lo que he hecho y de lo que soy. Me siento extrañamente feliz. Comienzo a oír pisadas a mi alrededor y voces lejanas que me rodean.


20 segundos. Los maderos han hecho un círculo junto a mí, los tengo justo donde yo quería. Yo en el suelo vomitando sangre y ellos alrededor armados y superiores en número. Estáis acabados.


10 segundos. Oigo risas y noto cómo una bota con punta de acero se clava en mi hombro, obligándome a girar sobre mí mismo. Les miro y veo cómo sus estúpidas sonrisas desaparecen de sus rostros. Ellos me miran y ven a un tío agonizando con una carga de explosivos adosada a su pecho y su única mano útil sobre el detonador. Uno de ellos intenta llevarse la mano a la pistolera. Pero es demasiado tarde, la diferencia está en que yo estaba preparado para este momento, y tú no. Sin prisioneros me dijo, sin prisioneros, y no pienso dejar ninguno. ¿Merece la pena morir por una sonrisa? Por la suya sí, sin duda.


0 segundos.


Jesús Fornis Vaquero (Madrid)

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