sábado, 30 de enero de 2010

Eva

Nació morena, pequeña y rechonchita. Fue un bebé risueño que llenaba de gozo a toda su familia. Sus ojos eran grandes, su nariz chiquita, tenía la sonrisa a flor de piel y su pelo liso llamaba la atención de todas las madres del pueblo.

Creció muy rápido, le salieron pecas, se puso gafas, llevaba el pelo corto y sus orejas siempre estaban adornadas con pendientes de vivos colores. Se vestía de forma coqueta, calzaba zapatos de charol y caminaba de forma graciosa.

Fue una niña vivaracha que no paraba de jugar, su curiosidad por la vida, le hacia preguntar cosas constantemente. Era simpática, solidaria y muy traviesa, cualidades que le hicieron ser rápidamente líder entre sus numerosas amigas.

En ese tiempo, conoció a su primer “amiguito especial”, se llamaba Pablo y tenía 6 años. Era un niño feúcho, muy retraído, se vestía de forma demasiado formal para su edad, llevaba el pelo engominado y tenia prohibido mancharse.

Fue una época feliz, en la que sus trastadas quedaron grabadas en su memoria para siempre. Aún se acuerda, del terrible dolor que sintió cuando se cayó de un árbol por robar manzanas o cuando se metió en el río completamente vestida y echó la culpa a la tormenta.

Entre diabluras compartidas, pícaras sonrisas y algún que otro llanto, se hicieron inseparables. Un terrible día para Eva y por motivos desconocidos por todos, la madre de Pablo, una mujer de carácter variable, decidió cambiarlo de colegio… no lo vio más.

Un tiempo después, llegó su comunión. Lució un vestido blanco precioso: con escote en forma de uve, manguitas muy cortas y un gran lazo en la espalda. Calzó zapatos claros y en su largo y brillante cabello se apoyaba una diadema plateada.

En la cercana iglesia donde se celebraba la ceremonia, no paraba de mirar de forma insinuante a un muchacho moreno y muy alto, vestido de Almirante, que ¡Bendita casualidad! Coincidieron en el restaurante donde sus familias celebraban el banquete.

Después de comer un menú que apenas probó, bailaron, fue su primer baile “agarrado” era una canción de Sergio Dalma, lo recuerda con tanta precisión, porque le pisó varias veces, ¡pobrecillo! ¿Quién estaría más nervioso de los dos?

Se dieron sus direcciones, prometieron escribirse a menudo, pero vivían en distintos pueblos y su relación no pasó de unas cuantas cartas que aún guarda en una pequeña caja de música, como recuerdo de aquella brevísima relación.

A los 13 años, con aparato corrector en los dientes, falda escocesa, gafas y unas largas trenzas que le daban un aspecto de colegiala “empollona”, llegó su primer beso en la boca, se lo dio Paco, un muchacho mayor que ella, fue un beso tímido... como su romance.

Hoy, mucho tiempo después, dice que fue eso, su tremenda cobardía, la que le empujó tan rápidamente a los brazos de otra, otra de bastante más edad, mucho más coqueta, habladora y más entendida en esos menesteres del amor.

A los 18 años recién cumplidos, llenó su pelo de hermosísimos bucles rubios. Se vestía de forma provocativa, se puso lentillas y con una gran sonrisa que mostraba una dentadura perfecta, engatusaba a todos los muchachos del municipio.

Entonces, llegó Daniel, un apuesto joven de dulce trato, mirada cautivadora y ternura en sus dedos. Con él, surgió su primera relación, una relación profunda y pasional hasta más no poder, ¡jamás pensó ella que pudiese disfrutar tanto encima de un colchón!

Con él se inició y perfeccionó sus aprendizajes amatorios, ya que practicaban: en la cama, en los asientos del coche, en el ascensor, en las butacas traseras del cine, en la moqueta de su casa, en la ducha, en los aseos de un centro comercial...

Eva, era lista pero ingenua. No sabia el vacío que deja un amor no correspondido. Vacío y desolación, fue lo que sintió cuando se marchó con su esposa, porque... le engañó mezquinamente y finalmente se marchó con ella. ¡Dios cuanto dolor!

Quizás, escapando de ese dolor, se cortó el pelo, se volvió pelirroja, se compró ropa bastante clásica, se armó de un valor que ella misma dudaba que tenía y con tan solo una pequeña maleta echa de forma precipitada, se marchó a África.

Allí, con las personas más desfavorecidas, en un país terriblemente azotado por el hambre y la pobreza, conoció a Adrián. Un joven misionero, tan solidario y dispuesto a consolar a los demás que, se consolaron juntos, después…regresó a España.

Ahora, un mes después, se encuentra sentada en la hamaca de mimbre que le compró su madre, cavila a gusto, ubicada en una esquina de su habitación. Sin más compañía masculina que el osito de peluche que tiene tumbado en la cama.

Recuerda las palabras de su mama que, siendo testigo de sus incontrolados amoríos, le decía no hace mucho tiempo.

-Niña, ten cuidado con los hombres, pueden crear adicción y te veo bastante “enganchada”.

-¡Tonterías!- le respondía ella.

Se sorprendería al verla ahora, sin hombres a su vera, se sorprendería porque hasta ella misma lo hace.

En este momento, le invade una sensación de libertad tan grande que se siente flotar, hacia mucho tiempo que no sentía esta sensación y la verdad, es que al igual que con su pelo rapado, (se lo cortó al regresar de África) está muy cómoda.

No sabe cuanto le durará este estado, seguramente poco tiempo, porque esta misma mañana, su amiga Raquel le ha preguntado:

-Oye Eva ¿Qué quieres que te compre por tu cumpleaños?

-A mí me encantaría- dijo sin pensarlo siquiera- que saliera un mulato imponente de una enorme tarta de chocolate y “ligerito de ropa”, se acercara a mí provocativamente para darme a probar el primer trocito.


Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)

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