Creo que solamente me dará tiempo a pasarme por la oficina a entregar los informes, lástima porque me gustaría cambiarme de ropa y ponerme el vestido verde que me sienta tan bien, pero la tintorería está a más de veinte minutos y ya es la una del mediodía.
En la boca del metro me tropiezo con un tipo que interpreta una desgastada versión de Summertime, por poco piso sus monedas, es él quien me mira pidiéndome perdón, “¿En qué me convertí?” le pregunto extrañada, “Sinceramente señora, no lo sé”, saco mi monedero y le ofrezco un par de monedas de dos euros, las acepta con la condición de que me quede escuchando la canción unos minutos.
Yo quería ser pintora, soñaba con Klee y Mondrian, con ver expuestos mis cuadros en las galerías de la ciudad, con que me colgaran alguna obra en el Museo Nacional de Bellas Artes.
Pero papá me convenció para que estudiara Derecho, “ya tendrás tiempo para pintar cuando hayas terminado la carrera”, repetía cada noche. Y me vine a Madrid, no regresé a Buenos Aires y no volví a veros.
Pasaron los años y me conformé con observar el arte desde el otro lado. Aún recuerdo las primeras tardes, nada más llegar, en que recorría las galerías de El Prado en busca de aire, ¿y ahora?, ¿cuándo me perdí a mí misma?
Y qué me decís de tus sueños, eran tan locos como las canciones de rock con las que nos dormíamos. Empezaste queriendo ser el rey del mundo, luego te hubiese valido con ser el creador de una corriente filosófica, y yo me reía de vos porque la Historia ya nos había regalado muchos Alejandros. Acabaste metido en la Facultad de Ciencias Políticas luchando por ideales perdidos.
Recuerdo nuestra despedida a finales de agosto en San Fernando, yo no quería mirarte a los ojos y vos, lleno de rabia, me juraste que no volverías a hablarme, me gritaste que no sería feliz estudiando leyes, que yo era una artista y no una abogada, que así sólo conseguiría destruir lo que me hacía única y qué razón tenías.
La última vez que hablamos fue cuando te casaste, llamaste de madrugada, habías encontrado a una mujer que te comprendía, que te amaba. Acabamos llorando como unos viejos resignados y deseándonos buena suerte. Estuviste siete años casado, yo llevo casi el doble. Me enteré de tu divorcio por Lucas y Alma, coincidí con ellos cuando estuvieron en Madrid por la presentación del nuevo libro de Lucas. “Te recordaba más pequeña, Luci”- me dijo Lucas “Y yo más alto, primo”- le respondí. Me contaron también que abandonaste la política, pero que tuviste suerte porque conseguiste una plaza como funcionario en una de las miles de oficinas repartidas por la metrópoli y que nunca volviste a ser el mismo.
“La está sonando el teléfono señora”- me dice un joven, lo miro y le guiño un ojo, me sonríe con picardía, probablemente aún me vea bonita. Descuelgo el móvil, “Lucía ¿dónde estás?, llegamos tarde a la función, ¿te pasas por casa o nos vemos en el colegio?”, “Esperáme en casa, que no quiero llegar allá sola, ya sabés lo nerviosa que me pongo con todas esas madres histéricas. Te prometo que no me demoro, cariño.”
Era Ignacio, siempre con ese carácter suyo, en quince años no ha dejado de ser puntual, riguroso, correcto. Y yo sigo igual de distraída e informal que cuando te dejé.
Llegaré tarde, aún no he pasado por la oficina, busco el paquete de tabaco dentro del bolso, qué pena no poder lucir el vestido verde. El Summertime sigue escuchándose detrás de mí mientras me alejo de la boca del metro y entre la gente la realidad me mata.
En ese preciso instante, a miles de kilómetros de Madrid, vos andás de camino al laboro en tu viejo auto blanco. Fumando tabaco negro, mientras el semáforo se torna verde, te permitís un momento de duda, porque, como decías, basta un segundo para cambiar el mundo, pero eso lo pensabas con veinte años, ahora con más de cuarenta, perdiste la cuenta de los días, todos insulsos e iguales y arrancás el coche con el cigarrillo en la boca y ese rayado disco de Janis Joplin que escuchás es lo único que nos queda, con resignación asumís que la realidad nos mata, lentamente.
Cristina Salán (Barcelona)
En la boca del metro me tropiezo con un tipo que interpreta una desgastada versión de Summertime, por poco piso sus monedas, es él quien me mira pidiéndome perdón, “¿En qué me convertí?” le pregunto extrañada, “Sinceramente señora, no lo sé”, saco mi monedero y le ofrezco un par de monedas de dos euros, las acepta con la condición de que me quede escuchando la canción unos minutos.
Yo quería ser pintora, soñaba con Klee y Mondrian, con ver expuestos mis cuadros en las galerías de la ciudad, con que me colgaran alguna obra en el Museo Nacional de Bellas Artes.
Pero papá me convenció para que estudiara Derecho, “ya tendrás tiempo para pintar cuando hayas terminado la carrera”, repetía cada noche. Y me vine a Madrid, no regresé a Buenos Aires y no volví a veros.
Pasaron los años y me conformé con observar el arte desde el otro lado. Aún recuerdo las primeras tardes, nada más llegar, en que recorría las galerías de El Prado en busca de aire, ¿y ahora?, ¿cuándo me perdí a mí misma?
Y qué me decís de tus sueños, eran tan locos como las canciones de rock con las que nos dormíamos. Empezaste queriendo ser el rey del mundo, luego te hubiese valido con ser el creador de una corriente filosófica, y yo me reía de vos porque la Historia ya nos había regalado muchos Alejandros. Acabaste metido en la Facultad de Ciencias Políticas luchando por ideales perdidos.
Recuerdo nuestra despedida a finales de agosto en San Fernando, yo no quería mirarte a los ojos y vos, lleno de rabia, me juraste que no volverías a hablarme, me gritaste que no sería feliz estudiando leyes, que yo era una artista y no una abogada, que así sólo conseguiría destruir lo que me hacía única y qué razón tenías.
La última vez que hablamos fue cuando te casaste, llamaste de madrugada, habías encontrado a una mujer que te comprendía, que te amaba. Acabamos llorando como unos viejos resignados y deseándonos buena suerte. Estuviste siete años casado, yo llevo casi el doble. Me enteré de tu divorcio por Lucas y Alma, coincidí con ellos cuando estuvieron en Madrid por la presentación del nuevo libro de Lucas. “Te recordaba más pequeña, Luci”- me dijo Lucas “Y yo más alto, primo”- le respondí. Me contaron también que abandonaste la política, pero que tuviste suerte porque conseguiste una plaza como funcionario en una de las miles de oficinas repartidas por la metrópoli y que nunca volviste a ser el mismo.
“La está sonando el teléfono señora”- me dice un joven, lo miro y le guiño un ojo, me sonríe con picardía, probablemente aún me vea bonita. Descuelgo el móvil, “Lucía ¿dónde estás?, llegamos tarde a la función, ¿te pasas por casa o nos vemos en el colegio?”, “Esperáme en casa, que no quiero llegar allá sola, ya sabés lo nerviosa que me pongo con todas esas madres histéricas. Te prometo que no me demoro, cariño.”
Era Ignacio, siempre con ese carácter suyo, en quince años no ha dejado de ser puntual, riguroso, correcto. Y yo sigo igual de distraída e informal que cuando te dejé.
Llegaré tarde, aún no he pasado por la oficina, busco el paquete de tabaco dentro del bolso, qué pena no poder lucir el vestido verde. El Summertime sigue escuchándose detrás de mí mientras me alejo de la boca del metro y entre la gente la realidad me mata.
En ese preciso instante, a miles de kilómetros de Madrid, vos andás de camino al laboro en tu viejo auto blanco. Fumando tabaco negro, mientras el semáforo se torna verde, te permitís un momento de duda, porque, como decías, basta un segundo para cambiar el mundo, pero eso lo pensabas con veinte años, ahora con más de cuarenta, perdiste la cuenta de los días, todos insulsos e iguales y arrancás el coche con el cigarrillo en la boca y ese rayado disco de Janis Joplin que escuchás es lo único que nos queda, con resignación asumís que la realidad nos mata, lentamente.
Cristina Salán (Barcelona)
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