sábado, 30 de enero de 2010

El timbre de una moneda de dólar

Cuando a Frances Olivier le asignaron el caso de “4L”, diminutivo que la prensa había dado a Lester Leigh Luton el Ludópata, pensó que se trataba de una broma de mal gusto.

Frances no había conseguido por casualidad que su nombre se mencionase en la firma del bufete “Albrecht, Arnold y Olivier”, pero sus dos compañeros no desperdiciaban la ocasión de enfrentarla a casos que la conducían al límite de sus posibilidades. Aunque siempre salía airosa. O casi siempre.

Sin embargo, le fastidiaba que ese par de zorros de Albrecht y Arnold hubiesen averiguado su ya superada adicción al juego. Le parecía demasiado inocente la sonrisa que curvaba los gruesos labios de Arnold cuando le entregó el expediente de 4L, y el modo sibilino en que Albrecht la felicitó por la suerte de recibir un caso “tan fácil”.

Sólo una ex-ludópata, como era su caso, podía saber lo difícil que es defender a otra persona en la misma situación. Ella se había recuperado con siete meses de tratamiento intensivo y una autodenuncia para que la prohibiesen entrar en todas las salas de juego de la ciudad. Todavía se estremecía cuando escuchaba el timbre de una moneda de dólar chocando contra el metal, recordatorio pauloviano de su afición a las máquinas tragaperras.

Por este motivo, sus sentimientos no eran muy afines al cliente que se sentaba en ese momento delante de ella, pero se obligó a estirar la boca en un gesto impersonal que hizo levantar una ceja al hombre apodado 4L. Estaban en una de las salas de visita de la penitenciería donde le recluían.

Frances había leído en su expediente que aquel hombre de 39 años llevaba el juego en la sangre. Había empezado apostando canicas cuando sólo era un crío y desde entonces había probado todas las modalidades: juegos de mesa, máquinas tragaperras, apuestas de carreras, peleas de gallos y un largo etcétera. Para conseguir financiar su vicio había robado a su familia y luego a las empresas donde se había empleado, de las cuales se había despedido después de dar el gran golpe, cambiando de ciudad y de nombre con la misma facilidad con que otro se calzaría un par de zapatos. Finalmente le habían atrapado porque en una entrevista de trabajo le reconocieron por una fotografía que llevaba años pinchada en el panel de los empleados. La policía no tardó más que unos minutos en prepararle un comité de bienvenida a su regreso al apartamento.

-Usted no quiere llevar este caso, ¿verdad? –le dijo 4L a Frances mientras ella releía la información del carpesano con lentitud, dilatando el momento de hablar con su defendido.

Frances alzó la mirada y se cruzó con los ojos grises de aquel hombre de rostro anodino, que no revelaba arrugas de preocupación ni cualquier otro síntoma de la adición que le consumía. Eso la exasperó.

-¿Nunca ha pensado en dejarlo? –le recriminó.

-¿El juego? No, ¿por qué iba a hacerlo?

-¿Quizá para evitar la cárcel, el robo y el disgusto a su familia?

El hombre cruzó las manos sobre la mesa y acercó su rostro a la abogada.

-Es que no puedo, ¿sabe? Necesito oír.

Frances estudió el rostro de su cliente. Sus ojos no parecían los de un fanático, pero ¿acaso recordaba cómo eran los suyos cuando estuvo inmersa en la pesadilla?

-¿Oír el qué? ¿El timbre de una moneda de dólar?

El hombre sonrió ampliamente.
-Creo que usted puede comprenderme. Yo no soy ludópata, en realidad.

Y añadió:
-Lo que necesito oír es el repiqueteo de las monedas, el crujido de los billetes, el choque de las fichas de casino. No sé muy bien cómo llamar a esa enfermedad… ¿fonofilia ludopática?

Así fue, en efecto, cómo la letrada Olivier defendió a su difícil cliente ante la corte el día del juicio, ganándolo contra todo pronóstico.

-¿Un cigarrillo? –le ofreció 4L (renombrado a 3L) a Frances a la salida de los juzgados, el día que el juez ratificó su veredicto exculpatorio. El sol brillaba aunque era una fría mañana de diciembre.

-Sí, ¿por qué no?

Y al observar cómo 3L frotaba entre sus dedos el cigarrillo mientras se lo acercaba al oído, comentó:

-Me alegra que haya encontrado una nueva fonofilia para el tiempo que deba permanecer en rehabilitación.

Él le devolvió la sonrisa y recordando una de las confidencias que ella le había hecho en ese tiempo le dijo:

-Yo, a mi vez, le sugiero que desarrolle otra fonofobia: a la letra A mayúscula.

Semanas después, el bufete “Albrecht, Arnold y Olivier” perdía su tercer apellido y una jugosa parte de sus clientes. Y es que nunca es bueno burlarse de las filias y fobias ajenas. Siempre pasan cuenta.

Rocío de Juan (Valladolid)

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