miércoles, 20 de enero de 2010

Lo que nos queda

Los humanos somos muy impredecibles. Nunca sabemos realmente lo que deseamos hasta que lo tenemos. Y no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Creemos saberlo todo sobre la vida. Y pensamos que somos sabios sin haber padecido ni envejecido. Creemos que nuestros actos son los mejores. Pero a veces no es así.

Esta es la historia de Carmen y Maria. Dos mujeres con distintas edades pero a la misma vez muy parecidas. Madre e hija compartirán algo que se arrebataron. Cada una con sus infinitos pensamientos lucharán por objetivos distintos. Objetivos que en un tiempo se volverán uno.

Carmen está ingresada en un geriátrico. Dejada allí por su hija María. Ésta no puede hacerse cargo de ella pues sus obligaciones no le dejan tiempo. Además su madre necesita cuidados que ella no puede darle.

Pero a pesar de la tristeza que inunda a María, su decisión ya está tomada. Ella es joven y tiene que vivir. Aunque, ¿a que precio? ¿Cuánto le costará llevar la vida que desea?

María como cada mañana se levanta, prepara el desayuno. Dispone la lista de la compra, recoge la casa, despierta a sus hijos, los viste y les da su alimento. Mientras, su marido está ya dispuesto para salir a trabajar y se ocupa de los pagos de las facturas y de mantener su puesto laboral.

A las dos, María ya está cansada, pero reúne fuerzas porque tiene que recoger a sus hijos del colegio, darles de comer y llevarlos corriendo a sus clases extraescolares. Además, tiene que comer ella, terminar de recoger la casa rápidamente y luego ir a trabajar de nuevo.

Su marido de mientras, no acaba la jornada hasta bien entrada la noche, a pesar de que el almuerzo lo realiza en su trabajo para salir antes.

Cuando el astro rey recoge sus rayos de fuego, la tarea sigue en casa. Bañar los niños, darles la cena, acostarlos, preparar las cosas para el día siguiente… Hasta que consigue a su lecho de sueños bien entrada la noche.

Los fines de semana son peores, además de las tareas que no se hacen durante la semana, tiene los niños, que no ayudan mucho. Todo tiene que estar bien. Todo perfecto. Esa es su misión. No hay nada más.

Lo que María no sabe es que con cada acto que llevamos a cabo, hay unas consecuencias. Consecuencias que no siempre son de nuestro agrado. Consecuencias que deben estar sopesadas en la balanza del bien y el mal. Así está todo regido en este universo. Para reír, antes hay que llorar.

La vida se les va entre obligación y obligación.

A duras penas, algunos domingos María consigue ir a visitar a su madre. Ella está inmóvil, con la cabeza ladeada y la boca torcida. Se puede apreciar como la saliva sale por sus labios. No habla, apenas come, ni siquiera hace gesto alguno.

De todas formas, María le cuenta a su madre su dura tarea diaria. Pero esa vida ya la ha vivido antes ella. Y en su más interna pena, en un recóndito de su corazón, llora cuando oye a su hija. Pues esa fue también su vida, y ahora, se arrepiente no haberla vivido intensamente junto a su marido y sus hijos. Sólo le queda el recuerdo de una fregona, un pañuelo siempre lleno de mocos y sus manos deformadas y envejecidas por el trabajo. Y sigue llorando aún cuando su hija se ha marchado, porque sabe que su hija también acabará como ella.

Van pasando los días y María, pese a ser joven, está envejecida. Sus amigas ya no la llaman porque a cada proposición de diversión, ella las rechazaba una y otra vez por no tener tiempo.

Mientras, su madre en el geriátrico, imagina bellos sueños donde ella, como protagonista, visita los lugares más bellos de la tierra, convive con sus habitantes, descubre nuevas culturas, baila, ríe, grita y se divierte. Pero entonces, en medio de una danza oriental, oye una voz que la llama. Al principio es muy lejana, pero poco a poco se va haciendo más fuerte. Tanto, que consigue despertar a Carmen. La voz de uno de los enfermeros la avisa que ya es hora de tomar la medicación, que es muy importante dada su situación. Carmen, entre sollozos en su alma, mira a su acompañante hacia la muerte y le revela mediante sus ojos, la pena tan inmensa de su alma. Y éste, tan ignorante pero tan fiel, consigue ver el sufrimiento de Carmen en ellos.

Él sabe que a Carmen le gusta bailar, y en un rincón de su mesita, le da rienda suelta a su imaginación con una pequeña radio que sintonizaba música, para que Carmen volviera ensimismada a su particular mundo, a su particular vida paralela.

Un domingo como otro cualquiera, María va a visitar de nuevo a su madre. Como otro domingo cualquiera, habla con ella y le cuenta sus quehaceres diarios. Como otro domingo cualquiera, Carmen llora dentro de sí por su hija, por como malgasta su vida.

Pero la noche de ese domingo cualquiera, iba a ser diferente. Muy diferente. María se va a dormir, pero no se encuentra bien. La cabeza le va a estallar, el cuerpo le flaquea, la mirada se disipa, la habitación le da vueltas. Y decide tomar una pastilla e irse a dormir temprano.

Bien entrada la madrugada, María despierta muy aceleradamente, sudando, intranquila. Con gran esfuerzo consigue abrir los ojos.

- Pero algo ha cambiado, esta habitación no es la mía - pensó María para sus adentros, mientras su rostro envejecía por momentos y su corazón se aceleraba hasta tal punto que le faltaba el aire suficiente para respirar.

Efectivamente, no era su habitación, ni su cama, estaba en una residencia.

Lo que ha María le causó más impacto fue cuando se dio cuenta que no podía moverse, ni siquiera un dedo de sus manos. Le era imposible valerse por sí misma. El miedo se apodera de ella, grita con ansiedad, una y otra vez, pero las palabras no tenían sonido… no podía hablar. El temor se hizo mayor, la angustia apenas la dejaba respirar, le oprimía el pecho. Y María seguía en su empeño de pedir socorro, pero nadie la ayudaba. Nadie podía oírla.

Derrumbada ante tal tragedia, María se queda dormida entre sollozo y sollozo. E imagina en sus sueños, al igual que su madre, la vida que estuvo perdiéndose durante estos años de su corta vida. Nos parece que la vida es eterna, nos creemos que tenemos tiempo para todo. Aplazamos nuestros sueños pensando que siempre hay tiempo. Pero el tiempo se nos va y apenas nos damos cuenta de que llegada a una edad, no todo el mundo está en condiciones físicas ni psíquicas para realizarlos. No nos damos cuenta que la guadaña de nuestro mayor enemigo se ensombrece en nuestros semblantes esperando a dejarla caer en cualquier momento.

Pero María soñaba con viajes, escapadas a los bailes, risas, alegría. Entonces, una voz la sacó de sus más íntimos sueños. Era la voz del enfermero para indicarle que era la hora de tomar su medicación. María lloraba fuertemente, su corazón se destruía cada vez más rápidamente, pero sus lágrimas no salían. Nunca había pensado verse en la misma situación que su madre.

Como cada día, su marido y sus hijos van a visitarla. Y puede ver la dolorida mirada de su marido clavada en ella. Y se pregunta qué estará pensando, qué le estará pasando por esa mente. Es muy simple, su marido no deja de decirse una y otra vez, la gran pena que le inunda su corazón de ver a su mujer en esas circunstancias, tan joven, y sin haber disfrutado de la vida.

Siempre les pareció que había pasado poco tiempo con sus cabezas agachadas pendientes en las obligaciones. Pero esta vez la había levantado y se había dado cuenta que el reloj había corrido más de lo que realmente pensaba. El tiempo no se detiene y los días pasan. Ya les quedaba poco tiempo, menos del que les gustaría. También se ve a él mismo, dentro de algunos años, lamentándose de haber vivido para trabajar. Y para obtener cosas, cosas al fin y al cabo materiales.

María, en su interior, sabe lo que su marido esta sintiendo, pero prefiere hacer oídos sordos para no sufrir. Prefiere no pensar que la vida se le ha ido en un susurro y que ahora, ya no puede hacer nada para remediarlo.

Mientras, sus hijos corretean por allí, sin hacer caso a su madre, que al fin y al cabo, nunca tuvo tiempo para jugar con ellos. Prácticamente era una extraña a la que llamaban… Mama.

Siempre habían estados tan ocupados en las obligaciones de la casa, en el trabajo fantástico que tanto dinero les dejaba. Pero realmente nada tenía sentido, es decir, tenían un trabajo en el que ganaban mucho dinero, pero no disfrutaban. Tenían la mejor casa, el mejor coche. Aunque se queda solo en eso… materialismo. Ahora se daba cuenta Maria de que tener lo mejor se reducía a no tener realmente nada.

María quería morirse, empezó a angustiarse, a sollozar para sus adentros, pero no duró mucho, porque a los pocos días, María ya no comía, no bebía… simplemente se dedicaba a quedarse en su cama. Porque aquella, la transportaba hacia esos lugares que nunca estuvo, los lugares más bellos de la tierra. Convivía con sus habitantes, descubría nuevas culturas, bailaba, reía, gritaba y se divertía. Pero entonces, en medio de una danza oriental, oye una voz que la llama. Al principio, muy lejana, pero poco a poco se iba haciendo más fuerte. Era la voz de su marido que la despertaba porque ya era hora de levantarse para irse a trabajar.

Cuando María abrió los ojos, vio que todo aquello había sido un mal sueño. Un sueño que la hizo despertar de una pesadilla, de su vida. Y fue a partir de entonces, cuando María decidió cambiar el rumbo de su vida. Tanto ella como su marido, cambiaron sus trabajos por otros que no les ocupaban tanto tiempo, disfrutaban más de sus hijos, salían a bailar, reían, gritaban, se divertían.

La gran sorpresa llegó cuando Carmen, como cada domingo esperando frente a la puerta a su hija, la vio aparecer más radiante que nunca, más joven, más alegre.

- Mamá, venimos por ti, nos vamos de vacaciones - Carmen no podía dar crédito a sus ojos ni a sus oídos. Y fue entonces cuando el triste corazón de Carmen, al ver el gran cambio de su hija, empezó a sanar. Empezó a latir con más fuerza, con más vigor.

Aquella sería la primera vez en muchos años que Carmen mostrara una leve sonrisa en su rostro. A ella no le importaba estar allí, al fin y al cabo pensaba que lo que le quedaba era que su alma fuese recogida para llevarla a otro lugar. Tal vez al paraíso, tal vez al mismísimo infierno. Ya nada importaba, solamente que su hija no diera esos pasos en falso que ella dio y no le diera tanta importancia a aquello que no lo tenía.

Para Carmen fue un nuevo renacimiento. Al fin y al cabo fue dejada allí, en aquella fría casa. Llena de personas olvidadas. Y Carmen recordaba ahora con una sonrisa picarona que nunca es tarde para alzar la cabeza y dejar de lado todo aquello que la vida le trajo y que ella tomó como algo suyo. Como lo primordial en su vida.

A partir de ahí, Carmen ya no tuvo que seguir imaginando cómo serían esos lugares, sus gentes, porque ya los estaba conociendo.

Y era tal su alegría, que en poco tiempo Carmen, volvió a renacer, dando pasos de gigantes para su curación. Los médicos no daban crédito a lo que veían, pero Carmen empezó a hablar, a movers… a vivir.

Vanessa Municio (Santiponce, Sevilla)

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