sábado, 30 de enero de 2010

Oscar

A través de la ventana del aula, observé a los niños caminando lentamente hacia la escuela, con las mochilas cargadas a la espalda. Oscar venía, como cada mañana, solo. Andaba, según su costumbre, haciendo equilibrio sobre una línea imaginaria, como un pequeño acróbata. De todos los niños tímidos e inteligentes que había conocido durante mis veinte años de maestro, ninguno me había causado tanto interés como el pequeño Oscar. Su corta estatura y su nariz respingona, me recordaban más aún que su propio nombre, al niño de la versión cinematográfica de El tambor de hojalata.
Me vino a la memoria el primer día de curso, apenas unos meses antes. Al verlo entrar en mi clase, con sus cortos pasitos, pensé que se había equivocado y lo mandé con los de segundo.
—Señor, yo ya hice segundo el año pasado. No se confunda por mi forma de vestir tan infantil —me había contestado guiñándome un ojo—, es que mi madre no se da cuenta de lo que he crecido y se empeña en vestirme de este modo.
Su respuesta me sorprendió pues vestía el uniforme de la escuela, exactamente como los otros niños. Desde ese momento empezó a interesarme el pequeño. No tenía ningún amigo y andaba siempre solo, pero no parecía importarle demasiado. El resto de los muchachos no desperdiciaban ninguna oportunidad de burlarse de Oscar, especialmente por su tamaño, aunque también por sus silencios y su continuo ensimismamiento. Por las mañanas lo observaba durante el recreo. Se sentaba en algún rincón y sacaba del bolsillo un pequeño cuaderno de tapas negras, donde escribía y escribía cuando pensaba que nadie le miraba.
Se abrió la puerta del aula y los niños fueron tomando asiento en sus pupitres, inundando el aula de olor a colonia infantil. Oscar se sentó, como siempre, en la primera fila, entre la ventana y una niña pecosa que le sacaba un palmo de altura. Mientras dejaba a los muchachos retrasar el inicio de la clase ignorando sus bromas en voz alta, me preguntaba cómo sacar provecho de la última circular en sobre amarillo que había llegado de la Dirección. Esta vez pretendían que averiguáramos las profesiones de los padres de cada uno de los alumnos. Aunque no se aducía ninguna razón concreta para volver a entrometernos en la vida familiar de los chicos, yo imaginaba que la nueva Dirección quería seguir adelante con el proyecto de segregación de los alumnos.
Mandé callar a los chicos y les expliqué el trabajo que debían preparar para el día siguiente.
—Tenéis que escribir una pequeña redacción acerca de la profesión de vuestro padre. Me gustaría sobre todo que nos contarais lo que más os guste de su oficio, si queréis dedicaros a lo mismo que él cuando seáis mayores... —Los chicos pusieron mala cara, nos les gustaba nada llevarse deberes a casa, pero a mi me pareció una buena forma de hacerles escribir—. Medio folio es suficiente. Después lo leeremos en voz alta. ¿Lo habéis entendido bien?
Oscar levantó la mano para preguntar algo, pero pareció arrepentirse y volvió a bajarla.
—¿Tienes alguna duda, Oscar? —me interesé.
—Oscar no sabe nada de su padre —El comentario desde la última fila provocó la risa entre los niños. El pequeño rostro de Oscar ni siquiera enrojeció, y desvió su mirada hacia la ventana, como si no le importaran las risas de sus compañeros.
—No hay problema —Traté de improvisar—. Si alguien no tiene cerca a su padre, puede escribir la redacción acerca de su abuelo, o de algún tío… Otro día lo haremos de las madres. O de las abuelas. Lo importante es escribir.
Oscar parecía no haberme oído y seguía vuelto hacia la ventana con la mirada perdida.

Cuando al día siguiente dejaron sus redacciones sobre mi mesa, aparté el trabajo de Oscar para leerlo el primero. Su texto era sorprendente, aquellos renglones torcidos a pesar de la cuadrícula me dejaron boquiabierto.
Dedicamos la tarde a leer los trabajos en voz alta, para comentarlos entre todos. Los alumnos leían su texto desde el encerado, y el resto escuchaba tan atentamente como se les podía exigir en una tarde de viernes. Mientras los niños leían las anécdotas de médicos, tenderos y electricistas, yo iba completando el listado que me había pedido la Dirección, escribiendo a la derecha de cada alumno la profesión de su padre.
Cuando le tocó el turno a Oscar, se levantó del pupitre entre las risas de sus compañeros y, cruzando con ellos una mirada altiva, se colocó a mi lado para leer su texto. Estaba tan erguido que, a pesar de su estatura, me pareció más alto que los anteriores alumnos. Oscar empezó con su redacción.
—Mi padre es espía. Trabaja para una sociedad secreta que le encarga sus misiones a través de un enlace, que es como se llama el hombre que le envía las tareas. Para poder trabajar sin ser descubierto, mi padre vive en un escondite secreto, que solamente conoce su enlace. Sería muy peligroso si le descubrieran los enemigos de sus jefes, que son las mafias, sobre todo italianas y rusas. Un buen espía tiene que ser un hombre muy inteligente para poder descifrar mensajes en clave, y además tiene que recibir un entrenamiento especial para disparar armas incluso desde un coche en marcha, y para pilotar aviones. Mi padre es un hombre muy valiente que empezó con el espionaje de barrio, haciendo sus anotaciones en pequeños cuadernos de tapas negras, y ahora trabaja como agente para los gobiernos más poderosos del mundo. Gracias a los hombres como mi padre, que persiguen a los traficantes de drogas o a los asesinos de niños, cuando nosotros seamos mayores viviremos en un mundo más seguro.
Los chicos quedaron todos en silencio por un momento. Entonces un muchacho de la tercera fila que ya nos había hablado de su padre electricista, se levantó de su asiento y se dirigió a Oscar chillando.
— ¡Eso es mentira! Tu padre se largó hace tiempo y os abandonó a ti y a tu madre. Lo sabe todo el pueblo.
—No debería decirlo —le respondió Oscar sin inmutarse—, porque es secreto, pero precisamente tu familia fue uno de los primeros encargos de mi padre. ¿Y sabes lo que descubrió? Descubrió que tu padre había engañado a su propio hermano para quedarse él solo con el taller que os dejó tu abuelo. Tu padre es un ladrón.
— ¡Ja, ja, ja! —La muchacha pecosa que se sentaba al lado de Oscar se rió del hijo del electricista, que se sentó ruborizado—. Tu padre es un ladrón, tu padre es un ladrón.
—No deberías burlarte —Oscar se dirigió a la pecosa—, también le pidieron que investigara en tu familia, y descubrió otro secreto. Esa enfermera que tenía tu padre en la clínica como ayudante, se quedó embarazada de él y por eso la mandó a otra ciudad. Así que tienes un hermanito lleno de pecas en algún sitio.
La niña se quedó como paralizada, y se calló. Nadie dijo nada más. Pedí a Oscar que volviera a su sitio para seguir con el turno de lectura. Caminó lentamente hasta su pupitre y se sentó, con el brillo en la mirada de quien acaba de ganar una batalla.
Mientras los alumnos terminaban de leer sus redacciones en medio de un silencio irreconocible en un grupo de tercero, yo golpeaba nervioso con el bolígrafo sobre la mesa, pensando qué poner a la derecha del nombre de Oscar. Miré de nuevo su rostro infantil, con la nariz chata y los dientes aún de leche.

Pocas semanas después volvió a llegar una circular en sobre amarillo de la Dirección. Esta vez debía averiguar algunas costumbres familiares de los alumnos. Junto con las indicaciones de los datos que debía completar, habían escrito en lápiz: “Esta vez haga su trabajo y no invente nada”.

Inés Mataix (Caravaca de la Cruz)

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