viernes, 15 de enero de 2010

La vía muerta

Introducción ferroviaria

La última estación de ferrocarril construida, por el momento, de la ciudad de Baetulonia, data del año 1899, el mismo en el que murió uno de los más insignes genios que ha dado la historia de la música.

Tiene, por lo tanto, una larga vida de 110 años, adecentados en tiempos recientes gracias a una remodelación íntegra que la ha hecho revivir de nuevo y recuperar todo su esplendor de antaño.

Las vías que la atraviesan son las más antiguas de la península; desde aquella línea pionera ha transcurrido siglo y medio en el que todos los trenes de entonces a hoy han sido testigos de los cambios paisajísticos, históricos y sociales que ha sufrido el corto recorrido entre dos capitales: Barcinova e Iluria. Entre medio, como animosas salpicaduras, se encuentran por doquier una retahíla de deliciosas villas marineras que se hicieron grandes a golpe de desarrollo fabril y de oleadas inmigratorias que transformaron su cuerpo habitual, mas nunca el alma inmortal.

Pese a todo, la zona ha podido, tras ingentes esfuerzos, mantener su personalidad de siempre.

La línea ferroviaria es la barrera divisoria entre la ciudad y el mar, ancha e inabarcable gasa azul que separa los sueños terrestres de los marítimos.


Una vía es también un ente infinito, un alargado amasijo de raíles de hierro y traviesas de madera sin un final ni principio definido, por lo que bebe de las fuentes de la inmortalidad y sobrevive a cualquier época.


Con qué superlativo placer acogía las excursiones en tren que hacíamos, cuando era pequeño, toda la familia a lugares costeros.


Era toda una aventura ver alejarse desde el interior los pueblos, la gente, los árboles que nos reverenciaban a nuestro paso… todos se quedaban atrás. Y nosotros siempre íbamos hacia delante.


Todo acababa cuando llegábamos al destino previsto, deteniéndonos en una de tantas estaciones, no importaba cual, y acababan bruscamente mis sueños que se mecían en los envolventes vaivenes de los vagones al moverse rápidamente.


Al introducirnos en un túnel, el tren era un gusano enorme que se adentraba en las entrañas de la tierra; solamente una luz débil palpitaba en el techo del vagón y las caras de las demás personas perdían su acostumbrada familiaridad, pareciéndome entonces rostros extraños y silenciosos.


Tras salir a la superficie todo el mundo continuaba la conversación aplazada ante la quisquillosa oscuridad que no cree más que en el silencio: al igual que la negra muerte termina con la resplandeciente locuacidad de los vivos.

Con el transcurso de los años, los viajes fueron alargándose en el tiempo, pero como feliz contrapunto también fueron aumentando en distancia hasta visitar lugares lejanos y exóticos para mí, siempre diferentes, nunca reacios al abatimiento acompañado del dulce traqueteo de la aventura.

Decía que la estación había sufrido grandes transformaciones durante la última puesta a punto, mas no se limitaron a su apariencia más inmediata, sino que los alrededores también habían sufrido importantes modificaciones, adaptadas a los nuevos tiempos que exigen una mayor seguridad y confort para los impenitentes y leales viajeros.


Uno de los más celebrados cambios fue la supresión de los pasos a nivel, sustituyéndolos por pasillos subterráneos tanto para vehículos como para personas para así evitar cruzar las vías en superficie con el peligro que ello conlleva.

Otra desaparición, no menos celebrada como se verá a continuación, fue la eliminación de lo que técnicamente se denomina una vía muerta, que sirve principalmente de apartadero para trenes averiados o que necesitan simplemente un espacio para dormir hasta el día siguiente.

Gracias a ese hecho aumentó el espacio de los andenes, para mayor comodidad de los pasajeros.


Estas remodelaciones íntegras son costosas pero muy necesarias, además las gestiones fueron aceleradas enormemente por la causa luctuosa de varios atropellamientos mortales en los que murieron varias personas, la mayoría de las cuales al tratar de atravesar las vías por lugares no señalizados sin comprobar antes si podían hacerlo sin riesgo alguno.


Solo el recuerdo de las voces fallecidas hace volver a los vivos más espléndidos y derrochadores que en circunstancias normales.


Esa misma rememoración es la que da pie al principio de esta estrambótica historia, el tren de la memoria se ha parado en una trágica estación.


1. Aventura en la playa

Ha transcurrido desde entonces el meridiano de mi vida - tenía exactamente unos dieciseis años por lo que una simple suma o multiplicación da como resultado mi edad actual -; nunca imaginé que la segunda mitad de la existencia sería una losa casi imposible de sostener como contrapunto a la feliz y ligera que había sido la primera.

Pero nunca llegamos a comprender el verdadero sentido de las cosas hasta que suceden y caen como fruta madura por su propio peso.


Con qué nostalgia recuerdo a la bien avenida e indestructible pandilla que formábamos unos cuantos amigos de la vecindad, todos más o menos con la misma edad y parecidas inquietudes: el tranquilo placer que sentíamos sobre las cosas más intrascendentes, las risas que manaban, francas e inocentes, ante cualquier hecho trivial y las confidencias que nos hacíamos al experimentar los primeros escarceos amorosos con las chicas; vivencias sin duda imborrables para cualquier persona.


De todos ellos yo era sin lugar a dudas el que más atraído me sentía por todo lo que tuviera que ver con el mundo ferroviario pues, a pesar de que solamente era un incipiente adolescente, me apasionaba la historia de ese gran medio de transporte que revolucionó un mundo lento y que forjó renovadas ilusiones en la sociedad moderna.


No es casual entonces que cada vez que mis amigos me decían de ir a la playa yo insistiera en que fuéramos al tramo que se encontraba más cerca de la estación para así ver a los trenes que pasaban sobre las vías que nosotros cruzábamos, aunque transversalmente, al ser estas paralelas y muy cercanas al mar.


Un verano especialmente caluroso y con el permiso de nuestros padres convenimos en darnos un refrescante y excitante baño nocturno; nos costó, claro está, en conseguir su aceptación, pero gracias a nuestra insistencia y a que éramos bastantes en el grupo logramos nuestro propósito y nos encaminamos hacia el lugar alegremente.


La arena era un manto negro, parecía que de un momento a otro nos iba a sepultar bajo ella; gracias a la luna que rielaba sobre el agua, formando un rayo intenso de plata y a las luces de la ciudad que débilmente refulgían a nuestra espalda, la oscuridad no era completa.


A pesar de ser pleno mes de agosto el agua estaba muy fría y nos metimos en ella los más osados; eso sí, al salir estábamos completamente ateridos y nos secamos rápidamente con las toallas al no lucir ningún sol protector en el firmamento.


Hablamos largo y tendido toda la pandilla en derredor de una hoguera que nos fue de maravilla para entrar en calor e incluso narramos historias de miedo que hicieron las delicias de algunos o mostraron la aprensión de otros. Sí, aquella fue sin duda una velada inolvidable.


Una de las narraciones seguidas con más interés por todos fue la que contó el rubicundo y dicharachero Jaime, el cual, debido a la maestría con que contaba su relato y la estupenda caracterización que hacía gala fue suficiente para sembrar el pánico en más de un corazón impresionable.


- Veréis chicos - comenzó a relatar nuestro amigo -, existe una casa deshabitada en esta ciudad de la que cuentan que está encantada; lo sé porque un amigo de mi hermano lo vivió en su propia carne y se lo contó mientras estaba en mi casa. Yo que estaba en mi habitación lo oí todo y me pareció terrorífico.


En resumidas cuentas dijo más o menos esto: “hay en las afueras de nuestra ciudad una casa que, aún estando abandonada, no es la típica que saldría en ninguna película de terror, pues es de construcción bastante reciente, aunque se dice que en su interior se cometió un crimen y desde entonces permanece desierta.


Se dice que pertenecía a un matrimonio joven y sin hijos que, al principio, como todos los mayores, parecen llevarse bien y luego no se sabe por que motivo se vuelven taciturnos y poco amigables...


- Y sino que me lo digan a mí, pues mis padres se separaron después de una fuerte discusión y yo desde entonces me siento como una pelota, siempre de arriba para abajo -, interrumpió David, el benjamín del grupo en una directa relación con su caso.

- No tiene que ser siempre así -contestó Jaime -, pero comprendo tu postura.

Sus palabras y sobretodo nuestras airadas protestas para que continuara hicieron retomar de nuevo el hilo de su exposición.


“Como iba diciendo vivieron un tiempo en armonía hasta que el marido, después de perder su empleo, se dio a la bebida y entonces comenzaron los problemas, pues no había noche que no llegara borracho a casa, tanto incluso que maltrató a su abnegada esposa en más de una ocasión.


- Mi padre intentó hacer algo parecido con mi madre en una ocasión, pero ella que le saca dos palmos y tiene el diámetro de la rueda de un camión, le dio tal bofetada que rodó escaleras abajo y fue tal la impresión que se llevó que desde aquel día se le quitaron las ganas de beber y de intentar ponerle la mano encima.


Una atronadora profusión de risas se elevó en la playa silenciosa tras la inocente revelación de Juan, un compañero de clase algo descerebrado pero el más leal de mis amigos.


- Es la segunda vez que me interrumpís -se lamentó Jaime -, aunque esta vez os la perdono porque ha tenido gracia. Que no se vuelva a repetir o no digo más.


Tras decir esto y recuperar la debida compostura siguió hablando.


“Uno de tantos días el castigo sufrido por ella fue muy severo ya que el odioso ser que había convertido su vida en un infierno volvió más alcoholizado y fuera de sí que de costumbre y la propinó tal paliza que tuvo que guardar reposo en cama durante varios días.


Cuando recuperaba sus cabales se arrepentía profundamente de sus actos y juraba que sería la última vez que haría algo parecido; ella al principio creía en sus propósitos de enmendar su problema pero al final se dio cuenta que su reincidencia era crónica y que jamás se recuperaría, por lo que decidió dejarle.


Como era una muchacha de buen corazón, en vez de dejarle una nota diciendo que se había marchado y que no la molestara más decidió decírselo personalmente esperando su comprensión.


Mas no escogió un buen día para hacerlo, ya que aquella misma tarde su esposo había perdido una gran suma de dinero jugando en una reunión ilegal y tenía un humor de perros. Su mujer, nada más verle, tembló de pavor pero su determinación se abrió paso al recordar todo lo que había sufrido calladamente y le dijo todo lo que tenía que decirle.


Al principio él no pareció tomárselo mal, aunque al instante su rostro adoptó un tono rosáceo; toda la ira que albergaba su ser apuntaba ahora a su indefensa esposa. Era incluso más repulsivo de esta forma que si hubiera bebido gran cantidad de licor, pues la penuria económica le cegaba más que los efluvios del alcohol si cabe.


Sin pensárselo dos veces se dirigió a la cocina y cogió un gran cuchillo, entonces fue hacia ella y le seccionó de un tajo el meñique de su mano derecha para seguidamente acuchillarla en el corazón.


¿Qué por qué le amputó el dedo de ese modo? No se sabe a ciencia cierta, mas era tal su odio irreflexivo que podría haberle dado por otro derrotero distinto.


- Os preguntareis si esto es todo, os diré para vuestro interés que no, ahora viene lo mejor.

“Escondió el cadáver de su esposa en el sótano de la casa y limpió todo rastro de sangre, inventaría una coartada y nadie se enteraría de nada.

En la vecindad había pocos vecinos, pero había transcurrido algún tiempo desde que vieron por última vez al joven matrimonio y decidieron llamar a la policía.


Al entrar en la casa encontraron efectivamente un cadáver en ella, mas no era el de una mujer sino el del marido que había muerto estrangulado; tras indagar en su reciente pasado se declaró que había sido un ajuste de cuentas y se dio el asunto por zanjado.


Una inspección más detallada de la escena dio pie a varias sorpresas: la primera es que en la habitación de matrimonio se encontró, junto a lo que parecía un dedo meñique, la siguiente nota escrita con sangre: “miren en el sótano”.


En él encontraron a la esposa con signos evidentes de descomposición, la sangre cotejada de esta coincidía con la de la nota, que sin duda era posterior al fallecimiento. También se supo que el dedo encontrado arriba era suyo. Se pensó que la había escrito el marido antes de ser asesinado.


Por último el forense determinó que había sido estrangulado por alguien con una fuerza poderosa, a pesar de que la mano que lo había hecho solo dejó en su cuello cuatro marcas negras y paralelas. Faltaba la del dedo meñique.

A pesar de ser un caso inusual se dio rápidamente por cerrado.

Y esta es toda la historia que le contaron a mi hermano.”


Todos nos quedamos silenciosos y sobrecogidos por la narración de Jaime durante unos minutos, hasta que un espantoso grito nos extrajo de nuestro ensimismamiento: - ¡ayudadme, una mano de cuatro dedos se ha posado sobre mi hombro! -.


Todos nos volvimos hacia Víctor, que era el que había proferido aquella exclamación, mas respiramos aliviados al ver a la luz cambiante de la fogata que no era más que el gracioso de Santiago, que había puesto su mano derecha sobre Víctor separando su dedo meñique, empresa de la que era experto, y haciendo que un profundo pánico hiciera mella en él.


Ni que decir tiene que nos reímos mucho; tras ello, cubierto el cupo de emociones fuertes y no queriendo preocupar en demasía a nuestros padres, pues comenzaba a ser tarde, nos dirigimos cada uno a nuestra casa, no sin felicitar antes a Jaime por su convincente relato.


2. Viajeros al tren

A partir de este momento es cuando el cálido abrazo de la realidad da paso al aullido inesperado de lo imposible. Como era ya tarde decidimos volver cada uno a nuestra casa; el numeroso grupo se dispersó cada uno en su dirección, una vez en el paseo marítimo, y solo quedamos la pandilla irreductible que, como éramos todos del mismo vecindario, volvíamos juntos.

Antes de cruzar de nuevo las vías en sentido contrario al que habíamos empleado anteriormente, mi inseparable Juan exclamó: - ¡mirad, ahí un tren parado en la estación!


Y así era, en efecto. En aquellas horas nocturnas el servicio estaba interrumpido y por lo que sabía no pasaban trenes hasta las seis de la mañana. De todos modos no se hallaba en una de las dos vías principales, sino en el apartadero de vía única y sin salida que daba al muro con barrotes más cercano al mar.


Sin duda algún maquinista lo había dejado allí pero nos pareció curioso no haberlo escuchado desde la playa, pues, pese al jolgorio organizado, nos encontrábamos lo suficientemente cerca para haber percibido el ruido de su motor y su caminar metálico en su acostumbrada senda.


Se trataba de un ejemplar ya en desuso en nuestros días, hace dos décadas eran numerosos los trenes de RENFE con sus vagones pintados de azul y amarillo que vagaban por los pueblos y ciudades de España. Mas hoy aquella cercenada flota no es más que un objeto de coleccionista expuesto en el Museo del Tiempo.


Se encontraba allí, silencioso y solitario; la única luz que extraían sus ventanas acristaladas era el pálido reflejo de la luna que llegaba entre las rendijas de la pérgola de la estación y la mortecina luz que desprendían los fluorescentes de aquella construcción que daba cobijo a máquinas y hombres sin distinción. ¿Acaso existe algo más decadente y poético que una estación bajo la tranquila noche veraniega?


Alguien de nosotros, no recuerdo quien, observó que una de sus puertas estaba abierta. Y otro más aventuró que por qué no entrábamos un momento a investigar el lóbrego interior.


Algunos objetaron que era ya tarde y que nuestros padres estarían preocupados pero la mayoría, entre los que me contaba, queríamos aprovechar aquella oportunidad única de ser los pioneros en un ficticio recorrido nocturno.

Sin más dilación saltamos sin problemas la valla que nos separaba de nuestra novedosa distracción y salvamos la corta distancia en dos zancadas hasta tenerlo al alcance de la mano.

Bien sabía que aquella vía se hallaba en estado de semiabandono; por el día se veían las hierbas que crecían por doquier entre grava, madera y raíles. Era una penosa estampa, indigna de una estación con miles de viajeros diarios.


Y allí descansaba, como una gigantesca oveja de metal que pacía en aquel prado inesperado, la impertérrita figura que nos acogió en su seno.


Subimos sin más y el último de nosotros cerró la puerta tras de sí, no sin antes gritar: -¡viajeros al tren!

En el mismo instante que aún reverberaban en el ambiente estas palabras notamos un leve y casi imperceptible movimiento bajo nuestros pies. El suelo de madera crujía ante nuestras pisadas y creímos que se debía a ello.

Recorrimos de punta a punta los vacíos vagones e incluso entramos en la cabina de la locomotora, ante nosotros se abría la visión única del maquinista que veía ante sí una inacabable sucesión de dos caminos paralelos de hierro atravesados por infinitas traviesas que se mostraban reacias en la penumbra nocturna.


Mientras contemplábamos esto, admirados, uno de los que estaban en el vagón posterior a nosotros gritó: - ¡el tren se está moviendo! Una fuerte sacudida le contestó y corrimos hacia la parte trasera, que era el lugar hacia donde se dirigía.


3. Viaje alucinante


En un primer momento pensamos que habíamos tocado sin darnos cuenta alguno de los mandos que solo un conductor experto sabía manejar pero todos juraron que no había sido así. A continuación el tren tomó impulso y nos agarramos instintivamente donde pudimos, observando horrorizados que chocaríamos irremisiblemente contra el final de hormigón de la vía. Éste no se encontraba más que a unas decenas de metros y esperamos el fatal desenlace arrellanados en los asientos acolchados, rezando para que nos salvaran del próximo impacto.

Yo estaba junto a una ventana y con los ojos entrecerrados miraba hacia delante para ver cuanto quedaba para el choque. Mas sucedió que en el mismo instante que debería haber ocurrido, el tren pasó a través de los dos topes de hierro y del suelo que tendrían que haber sido suficientes para haberlo detenido y continuó como un caballo desbocado por aquella estrecha y alargada pradera.


Todos nos miramos, mudos por el asombro; instintivamente hubiéramos deseado impactar y detenernos para bajar de aquel tren. Ahora éramos sus presas y nos dirigíamos a un destino desconocido. La velocidad a la que iba era endiablada y al mirar hacia el exterior no reconocí nada de los lugares habitados si miraba a mi izquierda ni de las playas ni paseos si miraba a mi diestra.


Solamente una cruel negrura acompañaba aquel viaje alucinante, ¡si al menos hubiera habido una triste luz para alumbrar nuestro desasosiego!


Fue pensar esto y al instante se encendieron las luces del techo, afuera aún se mostraba una terrible y fúnebre noche sin estrellas que hirieran su oscura malignidad.


Lo celebramos, al menos veíamos nuestros rostros de sufrimiento pero familiares al fin y al cabo.


De repente el tren alcanzó tal execrable e inesperado furor que todos salimos despedidos hacia atrás; yo era el único que estaba junto a la ventanilla cuando se encendieron las luces y supongo que es lo que me salvó.


Mis compañeros estaban en el pasillo y no tuvieron tiempo de agarrarse a ningún sitio: un viento helado los succionó, chocando entre los asientos e impelidos por una fuerza desconocida.


Antes de perder el sentido debido al poderoso instinto de supervivencia que me hacía agarrar con fuerza las patas de los sillones para no verme arrastrado como ellos, observé con horror que unas fauces enormes se abrían al final del vagón y se fueron tragando uno por uno a mis amigos. Cuando su hambre fue saciada cerró su inenarrable boca.

Entonces se apagaron las luces, el movimiento se detuvo y también mi conciencia, adentrándome en un ansiado y tranquilizador desvanecimiento.


4. Fin de trayecto

Cuando desperté, no sé cuanto tiempo después, el cálido sol calentaba mi rostro, mas sobretodo mi alma; todo lo sucedido seguro que no había sido más que una funesta, aunque muy vívida, pesadilla.

No me encontraba en ningún tren, sino en la playa. Estaba tendido sobre la arena y no había rastro de ninguno de mis compañeros. Me dirigí con pasos vacilantes hacia mi casa; en el apartadero, claro está, no se encontraba ningún inquietante tren.


Al llegar mis padres me dijeron -¡hijo, suerte que estás bien! Yo no entendí nada.


El televisor estaba encendido y las noticias decían que estaban buscando a un grupo de jóvenes desde primera hora de la mañana que habían desaparecido aquella noche.


En ese mismo instante habían descubierto que en un tren averiado dentro de un túnel de una población aledaña a la nuestra había desparramadas por el suelo varias mochilas e incluso bambas que pertenecían a alguno de los desaparecidos.


Una cruel desazón sin nombre recorrió mi espinazo, ¿no estaba tan seguro de que había sido sólo un sueño?

Mis últimos recelos me abandonaron cuando me fijé que en la pared del vagón de cola había poderosas abolladuras, entonces me derrumbé y lloré como un niño.

¡Pues sabía que procedían de los impactos de los objetos que volaron tras mis pobres amigos, justo cuando se cerró aquella espantosa boca con dientes de hierro y una ominosa campanilla de repugnante madera!


Oscar Sánchez García (Arbúcies, Girona)

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