viernes, 29 de enero de 2010

Culturas encontradas

La anciana mujer miraba a través del gran ventanal de su salón. La decoración y el brillo de su casa contrastaban con la suciedad y la pobreza de la calle. Años atrás, aquella zona había sido próspera y había estado llena de familias felices. Ahora, las pocas familias que se mantenían en aquel lugar, hacían su vida fuera de la zona, por miedo a la delincuencia y a los inmigrantes. Para ella, eso era lo peor de todo: los inmigrantes que no cesaban de llegar y que se asentaban en aquellas casas, otrora pertenecientes a familias españolas. La mujer observaba ese panorama, bajo la luz de una tenue farola situada en mitad de la calle. Los pobres yacían en el suelo, muertos de frío, pidiendo una mísera limosna con oscuras intenciones. Las mujeres corrían al llegar a esa calle, debido al miedo a ser robadas o algo peor. Las tiendas cerraban pronto, ante la llegada de la oscuridad nocturna; docenas de robos se habían producido en el barrio en los últimos meses. Ella divisaba todo como un espectador de cine, suspirando y recordando tiempos mejores, con una mirada triste y vacía. Era alguien a quien no le quedaba nada más que su vieja casa, donde había pasado toda su vida junto a su familia. Pero sus hijos ya tenían su vida y su marido había fallecido tres años atrás. La soledad la atormentaba cada noche, así como el saber que su calle no era tranquila ni segura. Sus vecinos habían ido dejando aquel piso y apenas conocía a sus nuevos inquilinos. Y no porque ellos no se esforzaran, sino por sus pocas ganas de hacer nuevas amistades. Estaba sola, pero deseaba seguir sola.

Justo cuando iba a apartar su mirada de la ventana, oyó dos disparos de bala, que parecían proceder de esa misma calle. De pronto, un hombre salió con una pistola de la tienda de enfrente, y salió corriendo, alejándose lo máximo posible del local. Unos segundos después, una mujer marroquí salió por la puerta, con las manos tapándose la barriga, que se estaba desangrando. Entonces, se desplomó en medio de la calle, muerta, sin nadie que la socorriese. La mujer, viendo que la gente no hacía nada por ella, llamó a la policía y bajó las escaleras de su piso. No obstante, al llegar junto al cadáver, se percató de que no podía hacer nada.

Al día siguiente, la policía llamó a la anciana para testificar. Llegó a comisaría y se adentró en una habitación, una sala de reconocimiento, donde descubrió la cara del asesino. Le identificó y se marchó de la comisaría. Esa misma tarde, el marido de la mujer asesinada, que era vecino de la mujer, subió hasta su apartamento para agradecerle su ayuda. Sin embargo, ella no quiso saber nada y dio un portazo. Se sentía frustrada, pero no quería cuentas con esa gente. Creía que ellos habían llevado la pobreza, pero no era así.

Unos días después, ya de noche, la mujer iba caminando por la calle, tras hacer la compra. Se encontró de bruces con el asesino, que sabía que le había identificado ante la policía. Desgraciadamente, 24 horas después, le habían permitido salir de la cárcel. El hombre llevaba una navaja, que no dudaría en usar. Pero en ese instante llegó el marroquí, que defendió a la mujer del ataque. El asesino pudo escapar, pero al otro lado de la calle le esperaba la policía. El marroquí estaba herido.

La mujer se hallaba mirando el panorama de su calle. Las cosas no habían cambiado, pero ella sí. Llamaron a la puerta. Era su vecino marroquí, que le llevaba un dulce típico de su país. Ella le dejó entrar. Al día siguiente, comerían juntos en la casa de él.

Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)

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