viernes, 15 de enero de 2010

El DNI

Lo siento, señor, su DNI está caducado - dijo con voz maquinal la cajera de aquel supermercado -.

Vaya contratiempo - pensé -, jamás me había ocurrido nada parecido, es lo que me pasa por ser tan despistado.

Le comenté si podía hacer la vista gorda por una vez y dejar que me llevara la compra a casa, era sábado por la tarde, daban un partido de fútbol por la televisión y quería tener bebida y comida en condiciones para la ocasión: esto es un par de cervezas y una pizza.

Mas la chica se mostró inflexible, eran las normas, no podía pasar por alto un incumplimiento flagrante de las mismas, ¡tenía una reputación que mantener! Próximamente la ascenderían a jefa de las cajas y tendría media tarde a la semana de fiesta, cobrando treinta euros más al mes. Una oportunidad única sin duda.

Rebusqué en mi cartera y encontré el permiso de conducir, eso serviría, mas en un furtivo vistazo constaté con amargura que pasaban un par de semanas desde su fecha de caducidad; definitivamente, aquel no era mi día.

No quise discutir con ella por esa nimiedad y dejé las dos bolsas a su lado, prometiéndole que volvería a por ellas antes del partido, eso sí, el de la semana que viene.

Antes de que pudiera objetar algo en mi contra ya había franqueado las puertas automáticas y me encontraba aspirando el aire fresco del atardecer.

Era la primera vez que alguien se fijaba en la fecha de caducidad de mi documento de identidad para cotejarlo con mi tarjeta de crédito: sin duda las normas habían cambiado y no tenía más remedio que renovarlo sin demora. El lunes a primera hora iría a la comisaría.

En cuanto a la cena no me preocupaba demasiado, improvisaría algo sobre la marcha mientras disfrutaba del encuentro.

Aquella fue una velada perfecta, mi equipo goleó al máximo rival y me fui a dormir tan contento como si yo mismo hubiera chutado a puerta en uno de los tantos.

El domingo lo pasé, ocioso, escuchando algo de música y ojeando el periódico del día: las noticias eran tan crueles y tristes como siempre, así que pasé raudo a la sección de deportes, deteniéndome con fruición en las crónicas del partido de la noche anterior. Aquello serenó e incluso mejoró mis maltrechos ánimos.

Después de comer di un paseo desde mi casa al centro de la ciudad, deteniéndome en cada plazoleta, en cada parque, ante cada casa antigua que se preciara a mi vista: ¡la vetusta Baetulonia se presentaba ante mí con todo su esplendor!

Al volver puse en orden mis papeles para dejarlos listos para el día siguiente: renovaría de un plumazo los dos documentos caducados y así sería de nuevo un conciudadano ejemplar.

Mientras lo hacía encontré el pasaporte que temía haber perdido, tal era el desorden acumulado en años; rememoré el motivo que hizo que lo pidiera: un lejano y delicioso viaje a la hermosa Praga de Kafka y de Meyrink, capital del Moldava mística y soñadora.

Una sombría mueca apareció en mi semblante al recordar que ningún sello checo fue impreso en la frontera, al regreso hacia España; algunos soldados del cuerpo de aduanas habían subido al autocar y, tras llevarse los pasaportes y realizar la inspección de rigor, nos los devolvieron igual que antes y ninguna marca que dejara constancia de aquel periplo había hollado ninguna de sus páginas.

Al menos quedaría como un grato recuerdo, aunque cada vez más difuminado en la memoria y en el tiempo.

Aquella noche cené frugalmente y me acosté temprano, a primera hora tenía que llamar a la oficina donde trabajaba para avisar que no podría asistir en todo el día: de hecho solo necesitaba la mañana para poner en orden aquellos imprevistos asuntos pero me inventaría alguna excusa coherente para disfrutar de una maravillosa tarde de lunes y hacer lo que más me placiera, todavía no sabía qué.

Al levantarme y tras desayunar descolgué el teléfono y marqué los números de mi trabajo, atendiéndome la secretaria de mi jefe; era una empleada eficiente aunque un poco impertinente y quiso indagar en el motivo de mi tan repentina indisposición, el director tenía una reunión muy importante y estaría ocupado durante todo el día: había dado la orden de no importunarle a no ser que fuera algún asunto muy urgente. Este en todo caso no lo era, así que le dije a mi interlocutora que el martes seguro que estaría restablecido y le contaría a él en persona la causa de mi ausencia, a continuación colgué y, tras vestirme, salí de mi domicilio rumbo a la comisaría.

Se encontraba bastante lejos, así que cogí el autobús que pasaba por mi calle y que tenía una parada cerca de mi destino; el vehículo amarillo se adentró en la marea de tráfico que había en aquellos momentos, era hora punta y, a la suma de gente que se dirigía a trabajar - aquella mañana yo no era uno de ellos -, se unían todos aquellos que llevaban a sus hijos al colegio, con lo que la fluidez era escasa.

Pasada por fin la zona céntrica, donde se encuentran numerosas escuelas, cogimos de nuevo suficiente velocidad comercial, recuperando el tiempo perdido; la ciudad histórica se difuminaba a ojos vista, aumentando a nuestro paso las naves industriales y los descampados donde crecían libres hierbas salvajes e incluso algunos de los pocos vecinos del lugar cuidaban algún que otro huerto improvisado.

La verdad es que hacía mucho tiempo que no pasaba por aquella zona y la encontré, por su cruda dejadez, muy cambiada y en un estado de abandono.

El autobús llegó a mi parada y bajé, frente a mí se mostró una conocida y pintoresca estampa de una hilera de casas de planta baja de cierto valor histórico y arquitectónico: aunque la mayoría estaban tapiadas y algunas en estado ruinoso.

Caminé, pensativo, por la acera y llegué a la altura de la comisaría; hasta ese momento no había levantado los ojos del suelo y cuando lo hice pensé que estaba soñando, ¡allí no había nada! ¿Dónde se encontraba el edificio policial de antaño?

Un gran cráter de forma rectangular suplía su anterior volumen, como si se lo hubiera tragado la tierra; entonces recordé, aliviado, que un antiguo plan urbanístico se estaba desarrollando por fin en la zona, por eso en aquel polígono se sucedían solares vacíos, edificios renqueantes y fábricas abandonadas. La comisaría, sin duda, había sido de los últimos vestigios en ser víctima de la piqueta y tenía que haber sido trasladada a otro lugar; le pregunté a un transeúnte y con amabilidad me explicó dónde se hallaba: la habían llevado a un moderno bloque de oficinas en uno de los flamantes ensanches de la ciudad.

Algo contrariado, apreté el paso y me dirigí a mi nuevo destino; había perdido un tiempo precioso y aquella mañana solo me daría tiempo a renovarme el DNI, pues en tráfico seguro que los trámites serían más lentos. Decidí entonces que aquella semana iría en tren al trabajo y que renovaría el permiso de circulación en cuanto pudiera cogerme otro día de fiesta, no conviene abusar de la situación laboral.

Dejé atrás velozmente aquel limbo urbanístico en que se había convertido la zona y me adentré de nuevo en las queridas y simétricas calles del casco urbano; los grandes plataneros me saludaban a mi paso, mientras las bocinas de los coches eran un políglota y arrítmico latido del corazón de la urbe.

Para ahorrar tiempo, atravesé la zona peatonal para no ser importunado por semáforos en rojo y pasos de cebra en los que depender de algún generoso conductor, que también los hay.

Crucé una travesía en la que apenas había un alma, miré la placa azul que contenía su nombre: calle de la Soledad.

Le venía como anillo al dedo.

Desembocaba en la principal arteria comercial, aquella que, ya fuera invierno o verano, siempre bullía de febril actividad y en la que numerosos paseantes miraban los escaparates o charlaban con algún conocido; es sabido por todos que si quieres ver a alguien a quien hace tiempo que le has perdido el rastro, tienes que pasar por esta vía y no tardarás mucho en cruzarte con algún rostro amigo.

Mientras pensaba en ello, precisamente vi a lo lejos a un compañero de clase del que hacía años que había perdido todo contacto.

¡José Miguel!, - grité a pleno pulmón para hacerme oír entre el gentío -. Mas pasó de largo sin volverse, fingiendo no oírme.

Qué extraño - cavilé -, la sola palabra de su nombre tendría que haber sido suficiente para que al menos detuviera
el paso. Tendría mucha prisa - razoné intentando hallar una justificación -.

Sin pensar más en ello, giré a la izquierda y subí por la atestada calle; aquí y allá veía rostros conocidos a los que miraba con el ánimo de saludar, aunque fuera con un simple hola. Mas ninguno se detenía y seguía como si nada. ¿Qué estaba pasando? La gente se había vuelto muy maleducada.

Cuando ya llegaba al final y el paseo se ensanchaba en una agradable plaza que presidía el antiguo ayuntamiento, divisé en una esquina a dos de mis primos; estaban ante la puerta de una zapatería y me dirigí contento hacia donde estaban, pues nos unía una buena relación.

Cuando estuve a su altura, estaban girados de espaldas hacia mí y les saludé con alegría:

Cuanto tiempo, me alegro de veros - les dije a ambos -. Mas continuaron hablando entre ellos como si nadie les hubiera abordado.

Soy yo, vuestro primo, ¿es que no me vais a decir nada? - casi supliqué, algo alterado por la inusual situación -.
Un estremecedor silencio sucedió a estas palabras.

Me palpé el bolsillo, buscando respuestas; quizá si les enseñaba el motivo de haberlos encontrado allí reaccionaran y me saludaran. Mientras seguían a lo suyo.

Me dirijo a renovarme el DNI - gritaba más que hablaba, fuera ya de mí -, mirad, aquí está - y mientras lo decía abrí la cartera y extraje de ella el pequeño rectángulo que demostraba, aunque caducado, mi propia identidad.
Al mirarlo paré de hablar en seco, un nudo corredizo atenazó mi garganta y fue cerrándose cada vez con mayor fuerza; hasta que enmudecí por completo.

Allí no había foto, ni datos que demostrasen que lo que yo decía fuera cierto, ¿había existido realmente o era fruto de una ensoñación pasajera, una burda broma del universo?

Aquella tarjeta estaba vacía, era anónima y transparente; yo veía a través de ella como todos veían a través de mí.

Oscar Sánchez García (Arbúcies, Girona)

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