martes, 12 de enero de 2010

El hombre que no sabía amar

La primera vez que se dio cuenta fue a los doce años. Ella tenía dieciséis y era la mejor amiga de su hermana. Cuando un día, al salir de casa, él fue a decirle que era la mujer de su vida, que no había habido otra y que nunca habría otra, no encontró las palabras. Las busco insistentemente por el bolsillo izquierdo, luego por el derecho y descubrió un agujero en el forro mientras veía como una “a” mayúscula, una “m”, una “o” y una “r” se colaban alegremente por la rendija de una alcantarilla.

Cuatro años más tarde volvió a intentarlo. Con una chica nueva que se sentaba dos bancos más atrás en el colegio y, según le habían dicho, estaba en esa edad en que sólo quería oír cosas bonitas. Así que le dio jabón. Le dio tanto jabón que pronto desapareció bajo la espuma. Desaparecieron sus botas, desaparecieron sus pantalones ajustados, desapareció la camisa roja que tanto le había fascinado y cuando desapareció su sonrisa empezó a pensar que tal vez se había excedido en la cantidad.

Después de aquello, decidió no volver a arriesgarse hasta que hubiera aprendido sobre el amor todo lo que los demás habían aprendido antes que él. Y empezó a leer. Leyó historias de encuentros y de desencuentros. Devoró todo lo que se había escrito sobre sentimientos. Incluso lo que no se había escrito. Hasta que se le cruzaron unas piernas de seda por delante y dejó de leer.

Esta vez quiso olvidarse de las palabras y pasar a la acción. Sencillamente besó a la dueña de aquellas piernas con la misma convicción que había demostrado en la línea veintiséis del capítulo cuarto el protagonista de una de sus novelas.

Y funcionó. Durante unas semanas intercambiaron acrobacias dentales. Se besaban en la calle, en los portales, en los bares, en la cola del cine, en el coche. Pero dejaron de quererse cuando ella le preguntó si la quería.

El hombre que no sabía amar recordó todo lo que había aprendido en los libros. Recordó que los personajes de sus historias siempre acababan perdiendo la cabeza por amor a una mujer.
En cambio, él la tenía firmemente colocada encima de los hombros. Se miró a través del retrovisor, su cabeza le devolvió la mirada.

Y cuando su amiga volvió a preguntar si la quería, no pudo mentirle: le respondió que no.

Pasaron los años. Una tarde, escuchando una conversación en un bar, descubrió que el amor era cuestión de química, y lo probó con una farmacéutica. Había oído que la piel era el camino más corto para llegar al corazón. Por eso, al cabo de poco, ya conocía su pH a la perfección, sabía cómo electrizarla hasta las capas más profundas con sólo rozarla, y era un verdadero experto en ejercicios de transpiración.

Pero como para tenerla contenta se pasaba el rato analizándola, ella le llamó bacteria y se apartó de su lado.

Finalmente pensó que si no podía querer a las mujeres, lo mejor sería hacerse amigo de ellas.

Un martes, cuando estaba empezando a hartarse de ser el mejor amigo de todas sus amigas, le presentaron a Lola.

Al principio fue un poco incómodo: no conseguía quitarse el nudo que se le había hecho en la garganta nada más verla. Y esto le originó algunos problemas entre sus compañeros de trabajo, que se sentían extraños ante aquella malformación en la tráquea que se movía arriba y abajo cada vez que hablaba. Aunque también tenía sus ventajas, porque la gente le dejaba ser el primero en las colas y le cedía el sitio en el metro.

Lola fingía no darse cuenta. Pero un día, acercó la mano hasta su cuello y, con dedos hábiles, deshizo suavemente el nudo como si se tratara de una corbata. Y cuando él quiso agradecérselo, no pudo articular palabra: había perdido la cabeza.

Sílvia Serra Chalamanch (Barcelona)

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