No es nada extraño en estos tiempos que corren - y nunca mejor dicho -, ver por las calles y jardines públicos de nuestros pueblos y ciudades a una multitud de ciudadanos que aprovechan buena parte de sus ratos de ocio en la sana ocupación de hacer footing, tal como se le llama hoy en día.
Lo practican todas las etapas de la edad adulta y ambos sexos; ni qué decir tiene que es una bien empleada ocupación para el cuerpo.
El resultado final resulta interesante en cuanto ponerse en forma implica una vida plena y con menos preocupaciones.
La mayoría de la gente es escrupulosa en su vestuario y elige vestimenta adecuada para la ocasión para pasar totalmente desapercibida en su sano cometido, mas existen también personajes que desprecian totalmente el sentido del ridículo y que llaman la atención nada más verlos aparecer y nos preguntamos, con toda la razón del mundo, por qué no se dedican a otros menesteres menos comprometidos con su integridad moral.
Eso mismo se decía a si mismo Alfonso al divisar una mañana de finales de verano a un insólito corredor en una actitud cuanto menos curiosa.
El susodicho, apodado el banquero solitario por quienes le conocían, aparecía cada mañana a la misma hora por el camino que daba acceso a la parte más frondosa del parque; caminaba con paso decidido pero distraído, sacaba un pedazo de pan y lo fragmentaba en pequeñas migajas para darle de comer a las palomas que se agolpaban a su sola intención de abrir la bolsa que contenía el alimento preferido de aquellas.
Alfonso decía a quien quisiera escucharle que aquel banco era el mejor del lugar, pues al estar en un recogido claro le daba el sol de cara y era un sitio tranquilo, por eso era el que se ajustaba mejor a sus intereses; de ahí el acertado mote de “banquero solitario” dado con sorna por el sardónico vulgo.
No era muy mayor, tampoco ya excesivamente joven; mas su completa ociosidad hacía que pareciese una persona de edad más avanzada.
Uno de tantos días en los que estaba embebido en su única ocupación matutina observó avanzar entre los árboles un cuerpo totalmente ajeno a la escena habitual.
Aquel hombre corría de un modo ciertamente extraño, sin motivo aparente; desde luego no llevaba la indumentaria adecuada para tal fin y, tras cerciorarse de que nadie le acosaba, se preguntó por qué actuaba de tal modo.
Lo que más le llamó la atención no es que corriera en si, sino que se girara constantemente lanzando ostentosas miradas llenas de pavor a un perseguidor que a los ojos de Alfonso no existía.
Una vez hubo perdido de vista a tan singular personaje siguió dando de comer a sus aladas compañeras hasta que llegó la hora de comer y se marchó a su casa.
Tardó varias jornadas en volver a cruzárselo en su inmóvil camino pero lo cierto es que apareció de nuevo como alma que persigue el diablo, siempre volviéndose hacia atrás con espantado ademán.
Dio varias vueltas sin sentido definido por los alrededores, acercándose un poco más en cada una de ellas a donde se encontraba el bueno de Alfonso y se marchó finalmente por donde vino con la única salvedad que aplastó un parterre de flores variadas recién sembrado.
Todos los días se repetía la insólita escena y cada vez se aproximaba más a la órbita del sempiterno ocupante del poco concurrido rincón verde.
La verdad es que estaba sumamente alarmado de que ahuyentara finalmente a las palomas que se reunían en animado cónclave en torno a él, por lo que decidió apartar momentáneamente su acostumbrada contemplación y decidió abordar al huidizo desconocido en cuanto tuviera la menor ocasión.
No hubo de aguardar mucho para llegar al ansiado momento, pues a la semana siguiente de comenzar tan inhabitual espectáculo se le acercó tanto el estrambótico ser que casi se le abalanzó encima; entonces, herido en su amor propio, le conminó a deponer tan deplorable actitud.
- Muy señor mío - dijo, afectado por la tensa escena, con aire ofendido-, no entiendo lo que pretende conseguir al corretear locamente por doquier, sobretodo cuando molesta a mis palomas y eso es algo que no le tolero a nadie.
- Disculpe, amigo - contestó familiarmente el aludido mientras detenía momentáneamente su incansable deambular -, le ruego que perdone mi intrusión pero tengo mucha prisa y no quisiera entretenerme demasiado.
Mientras hablaba de este modo no dejaba de mirar por el rabillo del ojo hacia todas partes como si esperara que alguien se abalanzase sobre él en cualquier instante.
- ¿Pero de qué prisa me está usted hablando? ¡Ni que fuera el conejo de Alicia en el país de las maravillas que siempre llega tarde!
Tras esta irónica sentencia, la cual pareció a Alfonso altamente ingeniosa pese a su puerilidad, acabó por decir: - Pero, ¿de quien huye si puede saberse? -.
Esta última aseveración hizo serenar levemente al paseante y, adoptando un tono confidencial para evitar ser oído por otra persona ajena a ellos dos musitó:
- Huyo de la muerte que me acosa sin cesar.
- ¿Cómo dice? -continuó el sorprendido Alfonso - eso que dice es la locura más grande que he tenido la desgracia de escuchar en toda mi vida.
- Puede ser pero le aseguro que va tras de mí permanentemente durante el día, por eso vago como alma en pena para que no me alcance.
Solamente en la tranquilidad de la noche deja que repose hasta que la luz del sol alumbra mi tormento nuevamente.
- ¡Tonterías! - estalló ante tamaña sarta de necedades el bueno de Alfonso -, eso que usted me cuenta no tiene ningún sentido.
¿Acaso no ve que yo paso aquí - continuó diciendo - cuatro horas todas las mañanas y nunca me ha ocurrido nada en absoluto? Quítese esa absurda idea de la cabeza.
- Eso es porque aún no se ha fijado en su persona hasta ahora, mas espere que lo haga y entonces ya será demasiado tarde para huir.
Dicho esto arguyó que no podía quedarse por más tiempo y se despidió amablemente para continuar como una exhalación su alocado deambular.
Alfonso dudó seriamente de sus facultades mentales y desde entonces eludió dirigirse a él de nuevo.
A veces lo veía en la distancia pero para su satisfacción no se le volvió a acercar tanto como en aquella ocasión; eso sí, mantenía su manía persecutoria por temor a aquella que aparece en el lugar y momento más inesperado. ¿Era necesario realmente huir?
Un buen día se organizó un gran revuelo en el parque. Multitud de personas estaban agolpadas en derredor de un banco admirando una ominosa escena.
Minutos antes un caminante había reparado en un bulto enorme que reposaba en el suelo arenoso sobre el cual revoloteaban, ufanas, gran cantidad de palomas.
Tras ahuyentarlas como pudo observó que lo que estaban tan encarnizadamente guardando eran grandes hogazas de pan diseminadas sobre el cadáver de un hombre.
Pidió entonces auxilio y acudió un tropel de gente alarmada por sus gritos de ayuda.
Esperaron la llegada de la policía pero mientras lo hacían observaron que su rostro crispado había sufrido lo indecible, consecuencia sin duda de una gran impresión que había precipitado su repentino final.
Todos los curiosos comenzaron a hacer cábalas por el motivo exacto de la muerte del malogrado Alfonso: un ataque fulminante había terminado con su vida, decían unos, envenenamiento, decían otros; muerte natural debido a la asfixia producida por las plumas de las poco higiénicas palomas, decían los más aventurados. En fin, que la gente opinaba a su libre albedrío.
Cuando las últimas palabras del osado populacho aun reverberaban en el ambiente surgió en la escena repentinamente un peculiar corredor y añadió: - ya le advertí que acabaría por alcanzarlo -.
Sin decir más continuó corriendo atropelladamente sin un propósito cabalmente definido, echando a su espalda furibundos vistazos de terror.
Visto desde fuera parecía seguir con inquietante interés las malévolas evoluciones de un imaginario perseguidor.
Lo practican todas las etapas de la edad adulta y ambos sexos; ni qué decir tiene que es una bien empleada ocupación para el cuerpo.
El resultado final resulta interesante en cuanto ponerse en forma implica una vida plena y con menos preocupaciones.
La mayoría de la gente es escrupulosa en su vestuario y elige vestimenta adecuada para la ocasión para pasar totalmente desapercibida en su sano cometido, mas existen también personajes que desprecian totalmente el sentido del ridículo y que llaman la atención nada más verlos aparecer y nos preguntamos, con toda la razón del mundo, por qué no se dedican a otros menesteres menos comprometidos con su integridad moral.
Eso mismo se decía a si mismo Alfonso al divisar una mañana de finales de verano a un insólito corredor en una actitud cuanto menos curiosa.
El susodicho, apodado el banquero solitario por quienes le conocían, aparecía cada mañana a la misma hora por el camino que daba acceso a la parte más frondosa del parque; caminaba con paso decidido pero distraído, sacaba un pedazo de pan y lo fragmentaba en pequeñas migajas para darle de comer a las palomas que se agolpaban a su sola intención de abrir la bolsa que contenía el alimento preferido de aquellas.
Alfonso decía a quien quisiera escucharle que aquel banco era el mejor del lugar, pues al estar en un recogido claro le daba el sol de cara y era un sitio tranquilo, por eso era el que se ajustaba mejor a sus intereses; de ahí el acertado mote de “banquero solitario” dado con sorna por el sardónico vulgo.
No era muy mayor, tampoco ya excesivamente joven; mas su completa ociosidad hacía que pareciese una persona de edad más avanzada.
Uno de tantos días en los que estaba embebido en su única ocupación matutina observó avanzar entre los árboles un cuerpo totalmente ajeno a la escena habitual.
Aquel hombre corría de un modo ciertamente extraño, sin motivo aparente; desde luego no llevaba la indumentaria adecuada para tal fin y, tras cerciorarse de que nadie le acosaba, se preguntó por qué actuaba de tal modo.
Lo que más le llamó la atención no es que corriera en si, sino que se girara constantemente lanzando ostentosas miradas llenas de pavor a un perseguidor que a los ojos de Alfonso no existía.
Una vez hubo perdido de vista a tan singular personaje siguió dando de comer a sus aladas compañeras hasta que llegó la hora de comer y se marchó a su casa.
Tardó varias jornadas en volver a cruzárselo en su inmóvil camino pero lo cierto es que apareció de nuevo como alma que persigue el diablo, siempre volviéndose hacia atrás con espantado ademán.
Dio varias vueltas sin sentido definido por los alrededores, acercándose un poco más en cada una de ellas a donde se encontraba el bueno de Alfonso y se marchó finalmente por donde vino con la única salvedad que aplastó un parterre de flores variadas recién sembrado.
Todos los días se repetía la insólita escena y cada vez se aproximaba más a la órbita del sempiterno ocupante del poco concurrido rincón verde.
La verdad es que estaba sumamente alarmado de que ahuyentara finalmente a las palomas que se reunían en animado cónclave en torno a él, por lo que decidió apartar momentáneamente su acostumbrada contemplación y decidió abordar al huidizo desconocido en cuanto tuviera la menor ocasión.
No hubo de aguardar mucho para llegar al ansiado momento, pues a la semana siguiente de comenzar tan inhabitual espectáculo se le acercó tanto el estrambótico ser que casi se le abalanzó encima; entonces, herido en su amor propio, le conminó a deponer tan deplorable actitud.
- Muy señor mío - dijo, afectado por la tensa escena, con aire ofendido-, no entiendo lo que pretende conseguir al corretear locamente por doquier, sobretodo cuando molesta a mis palomas y eso es algo que no le tolero a nadie.
- Disculpe, amigo - contestó familiarmente el aludido mientras detenía momentáneamente su incansable deambular -, le ruego que perdone mi intrusión pero tengo mucha prisa y no quisiera entretenerme demasiado.
Mientras hablaba de este modo no dejaba de mirar por el rabillo del ojo hacia todas partes como si esperara que alguien se abalanzase sobre él en cualquier instante.
- ¿Pero de qué prisa me está usted hablando? ¡Ni que fuera el conejo de Alicia en el país de las maravillas que siempre llega tarde!
Tras esta irónica sentencia, la cual pareció a Alfonso altamente ingeniosa pese a su puerilidad, acabó por decir: - Pero, ¿de quien huye si puede saberse? -.
Esta última aseveración hizo serenar levemente al paseante y, adoptando un tono confidencial para evitar ser oído por otra persona ajena a ellos dos musitó:
- Huyo de la muerte que me acosa sin cesar.
- ¿Cómo dice? -continuó el sorprendido Alfonso - eso que dice es la locura más grande que he tenido la desgracia de escuchar en toda mi vida.
- Puede ser pero le aseguro que va tras de mí permanentemente durante el día, por eso vago como alma en pena para que no me alcance.
Solamente en la tranquilidad de la noche deja que repose hasta que la luz del sol alumbra mi tormento nuevamente.
- ¡Tonterías! - estalló ante tamaña sarta de necedades el bueno de Alfonso -, eso que usted me cuenta no tiene ningún sentido.
¿Acaso no ve que yo paso aquí - continuó diciendo - cuatro horas todas las mañanas y nunca me ha ocurrido nada en absoluto? Quítese esa absurda idea de la cabeza.
- Eso es porque aún no se ha fijado en su persona hasta ahora, mas espere que lo haga y entonces ya será demasiado tarde para huir.
Dicho esto arguyó que no podía quedarse por más tiempo y se despidió amablemente para continuar como una exhalación su alocado deambular.
Alfonso dudó seriamente de sus facultades mentales y desde entonces eludió dirigirse a él de nuevo.
A veces lo veía en la distancia pero para su satisfacción no se le volvió a acercar tanto como en aquella ocasión; eso sí, mantenía su manía persecutoria por temor a aquella que aparece en el lugar y momento más inesperado. ¿Era necesario realmente huir?
Un buen día se organizó un gran revuelo en el parque. Multitud de personas estaban agolpadas en derredor de un banco admirando una ominosa escena.
Minutos antes un caminante había reparado en un bulto enorme que reposaba en el suelo arenoso sobre el cual revoloteaban, ufanas, gran cantidad de palomas.
Tras ahuyentarlas como pudo observó que lo que estaban tan encarnizadamente guardando eran grandes hogazas de pan diseminadas sobre el cadáver de un hombre.
Pidió entonces auxilio y acudió un tropel de gente alarmada por sus gritos de ayuda.
Esperaron la llegada de la policía pero mientras lo hacían observaron que su rostro crispado había sufrido lo indecible, consecuencia sin duda de una gran impresión que había precipitado su repentino final.
Todos los curiosos comenzaron a hacer cábalas por el motivo exacto de la muerte del malogrado Alfonso: un ataque fulminante había terminado con su vida, decían unos, envenenamiento, decían otros; muerte natural debido a la asfixia producida por las plumas de las poco higiénicas palomas, decían los más aventurados. En fin, que la gente opinaba a su libre albedrío.
Cuando las últimas palabras del osado populacho aun reverberaban en el ambiente surgió en la escena repentinamente un peculiar corredor y añadió: - ya le advertí que acabaría por alcanzarlo -.
Sin decir más continuó corriendo atropelladamente sin un propósito cabalmente definido, echando a su espalda furibundos vistazos de terror.
Visto desde fuera parecía seguir con inquietante interés las malévolas evoluciones de un imaginario perseguidor.
Oscar Sánchez García (Arbúcies, Girona)
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