miércoles, 20 de enero de 2010

Santa Cuna

Cuando me sumo en una inmensa tristeza y desasosiego, me evado de la realidad y nazco y vivo y muero como cenobita. Abrazado por eternos muros que hablan en silencio, sin labios, y arropado por el castellano eco que escucha sin oídos el continuo palpitar de la vida, admiro su belleza. Engrandezco al sentirme parte de esa espléndida cuna de la lengua castellana, me siento fuerte, ávido de sapiencia y aún así, respiro calmado, sereno. Me siento frente a la yacente figura de San Millán y espero. Su cenotafio me sumerge en las tinieblas de un mundo vacío de solitaria piedra cantera que susurra la invisible llamada del scriptorium y nado entre el añejo aroma de las glosas. Siento cómo mi alma se llena. Un inesperado reflejo me sorprende y compruebo cómo Gonzalo de Berceo rubrica sus versadas palabras. Me invade la impaciencia de cerrar los ojos y alzar mi voz al unísono de las románicas ráfagas de la llamada de la flor y cada verde pétalo, ocho veces hermanado. De mis labios surge intensamente un leve susurro con aire de O magne rerum. Entrelazo mis manos y, como si de una jaculatoria se tratara, elevo con humildad mi rezo a los reinantes códices y adulados beatos para mostrarme el camino que debo recorrer en vida para llegar a la infinita eternidad. Se arroja sobre mí una dañina duda, que hace peligrar mi constante devoción. Observo los brazos de la flor que descansa sobre el pecho de la marmórea estatua del santo y omnipotentemente me sobrecoge doce veces el poder de sus hojas dormidas sobre su casulla. Acaso santidad, acaso pecado. Difícil elección. Punzante ortiga que purifica mi penoso camino tres momentos ansiado. Por fin conozco el rostro de Dios.

Diana Ruiz López (Calalberche, Toledo)

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