Era un jabón tan limpio que se llamaba Ariel. Su madre, una linda lavadora, le llamó así en honor a su marido, un apuesto detergente.
A menudo, recordaba el día que le conoció, una asistenta del hogar les presentó en el momento que hacia su colada.
Desde entonces, el bello electrodoméstico, quedó cautivado por la blancura que aportaba a la ropa que enjabonaba.
El amor enseguida surgió entre ellos y un casamiento en toda regla formalizó una relación por la que pocos apostaban.
La bella lavadora se quedó en cinta a los seis meses del enlace y toda la familia chapoteaba de alegría.
Ariel, nació un día de primavera, envuelto en olorosos jabones que llenaban su vida de aromas espléndidos.
El día del bautizo, la secadora, hermana de la lavadora y tía del pequeño jabón, tuvo el privilegio de llevarlo en brazos.
De eso, habían pasado unos cuantos años y aún se acordaba del enorme llanto del pequeño y su formidable meada cubierta de espuma.
Su abuelo, un orondo fregadero, bebió tanto alcohol que se cayó al suelo y tuvieron que repararlo durante varios días seguidos.
La abuela, una botella de lejía, se moría de vergüenza al ver a su esposo borracho como una cuba en un acontecimiento familiar tan serio.
Ariel tuvo varios hermanos: estaba el jabón lagarto que llevaba su nombre y era tan astuto como uno de ellos.
Luego, llegó el champú de pelo, era muy escurridizo, en especial, cuando tenía que escapar corriendo por alguna travesura.
Después, nació el gel de baño neutro, desde crío se preocupó por la Justicia mundial, tanto que llegó a ser un abogado con prestigio.
Y la ultima en llegar, fue la pastilla de jabón “La Toja” era un pequeño ser muy coqueto y altamente perfumado.
Eran unos jabones muy queridos por todos, pero quizás Ariel, por haber sido el primogénito siempre fue el preferido de toda la familia.
Ahora veinte años después de su nacimiento, contrae matrimonio con la única novia formal que ha tenido en su vida.
La afortunada, era una chica bellísima, de carácter discreto y piel muy clara que conoció en la ciudad del amor.
Fue un viaje de fin de curso a París, que además, puso el punto final a su condición de soltero de oro.
Cuando Ariel se la presentó a sus padres quedaron impresionados por su frescura y transparencia en el trato.
- Hijo, únete a ella sin dudarlo, es una chica ejemplar - le dijeron impresionados por el buen gusto de su hijo.
Y así lo hizo, se unió en matrimonio un día precioso de verano en el que la felicidad era tan patente que se podía tocar con las manos.
La ceremonia fue inolvidable, cien mil invitados fueron testigos del espectacular evento.
Asistió la fregona, que a su vez era la amiga intima de la novia y esperaba ser la próxima en casarse.
Su compañero sentimental, era un cubo de plástico que conoció en una droguería, vestía para la ocasión, un chaqué precioso.
Una enorme esponja miraba atónita a un estropajo que cantaba una oración junto a un bote de “Mistol”.
El suavizante trataba de conquistar de forma lenta y dócil a un ambientador con aroma a Lavanda que se hacia el interesante.
Al amoniaco nadie se le acercaba y rezaba en un rincón de un banco de la iglesia con un semblante bastante apenado.
El cepillo de dientes lucia sus flamantes cerdas junto a un dentrífico con sabor a menta y un finísimo hilo dental.
La bayeta Vileda vivía obsesionada por la limpieza y allá donde iba buscaba ácaros que eliminar.
El sacerdote, un fijador de pelo muy potente, ofició la misa con un esmero fuera de lo común.
Después, llegaron las fotos, el fotógrafo, un limpia cristales bastante inexperto sudaba a raudales ante tantísimo trabajo.
El arroz que lanzaron a los novios se les metió por todos los poros de su cuerpo produciéndoles picores que ocasionaron múltiples carcajadas.
La comida se celebró bajo la atenta mirada de unos algodones que actuaron como impecables camareros.
Fue una comida copiosa, compuesta por: entremeses de alquitrán y barro, manchas de gasolina y enormes sombras de tinta negra.
El alcohol volvió a emborrachar al abuelo del novio y la abuela, con más arrugas en su rostro que antaño sentía aun más vergüenza que años atrás.
Un interminable baile dio por finalizada una boda en la que el nombre de la novia fue la intriga de todos los invitados.
Al día siguiente comenzó su larga Luna de miel, la ciudad elegida como destino fue Venecia.
Los románticos paseos en góndola enamoraron más aun, a una pareja que desprendía amor por los cuatro costados.
La pasión corría por sus venas a una velocidad tan vertiginosa que un montón de preciosas pompas comenzaron a flotar por el ambiente.
Era tal cúmulo de pompas las que llenaban la atmosfera, que pronto llegaron hasta el pueblo natal de la joven pareja.
Allí sorprendieron a propios y extraños, la fregona amiga intima de la novia miraba al cielo alucinada.
Su novio, el cubo de plástico estaba embobado con semejante fenómeno y corrió a por la maquina fotográfica.
La esponja que asimilaba tan fácilmente todos lo sucesos ocurridos en el pueblo, no podía dar crédito a sus ojos.
El apuesto suavizante trataba de pulir la situación buscando una explicación que no hallaba.
El amoniaco, solo en mitad de la noche, corrió a meterse entre las sabanas presa de un pánico terrible.
El cepillo de dientes, el dentrífico y el hilo dental se preguntaban una y otra vez, el destino de esas pompas.
La bayeta Vileda fue rápidamente a por sus prismáticos para ver con detalle cada una de las pompas existentes en el espacio.
Fue el sacerdote quien apreció el parecido de estas pompas con Ariel, el joven jabón que había unido en matrimonio hace apenas unos días.
Y fue entonces, cuando de pronto, descubrió el nombre de su bella esposa, ella se llamaba… Agua.
A menudo, recordaba el día que le conoció, una asistenta del hogar les presentó en el momento que hacia su colada.
Desde entonces, el bello electrodoméstico, quedó cautivado por la blancura que aportaba a la ropa que enjabonaba.
El amor enseguida surgió entre ellos y un casamiento en toda regla formalizó una relación por la que pocos apostaban.
La bella lavadora se quedó en cinta a los seis meses del enlace y toda la familia chapoteaba de alegría.
Ariel, nació un día de primavera, envuelto en olorosos jabones que llenaban su vida de aromas espléndidos.
El día del bautizo, la secadora, hermana de la lavadora y tía del pequeño jabón, tuvo el privilegio de llevarlo en brazos.
De eso, habían pasado unos cuantos años y aún se acordaba del enorme llanto del pequeño y su formidable meada cubierta de espuma.
Su abuelo, un orondo fregadero, bebió tanto alcohol que se cayó al suelo y tuvieron que repararlo durante varios días seguidos.
La abuela, una botella de lejía, se moría de vergüenza al ver a su esposo borracho como una cuba en un acontecimiento familiar tan serio.
Ariel tuvo varios hermanos: estaba el jabón lagarto que llevaba su nombre y era tan astuto como uno de ellos.
Luego, llegó el champú de pelo, era muy escurridizo, en especial, cuando tenía que escapar corriendo por alguna travesura.
Después, nació el gel de baño neutro, desde crío se preocupó por la Justicia mundial, tanto que llegó a ser un abogado con prestigio.
Y la ultima en llegar, fue la pastilla de jabón “La Toja” era un pequeño ser muy coqueto y altamente perfumado.
Eran unos jabones muy queridos por todos, pero quizás Ariel, por haber sido el primogénito siempre fue el preferido de toda la familia.
Ahora veinte años después de su nacimiento, contrae matrimonio con la única novia formal que ha tenido en su vida.
La afortunada, era una chica bellísima, de carácter discreto y piel muy clara que conoció en la ciudad del amor.
Fue un viaje de fin de curso a París, que además, puso el punto final a su condición de soltero de oro.
Cuando Ariel se la presentó a sus padres quedaron impresionados por su frescura y transparencia en el trato.
- Hijo, únete a ella sin dudarlo, es una chica ejemplar - le dijeron impresionados por el buen gusto de su hijo.
Y así lo hizo, se unió en matrimonio un día precioso de verano en el que la felicidad era tan patente que se podía tocar con las manos.
La ceremonia fue inolvidable, cien mil invitados fueron testigos del espectacular evento.
Asistió la fregona, que a su vez era la amiga intima de la novia y esperaba ser la próxima en casarse.
Su compañero sentimental, era un cubo de plástico que conoció en una droguería, vestía para la ocasión, un chaqué precioso.
Una enorme esponja miraba atónita a un estropajo que cantaba una oración junto a un bote de “Mistol”.
El suavizante trataba de conquistar de forma lenta y dócil a un ambientador con aroma a Lavanda que se hacia el interesante.
Al amoniaco nadie se le acercaba y rezaba en un rincón de un banco de la iglesia con un semblante bastante apenado.
El cepillo de dientes lucia sus flamantes cerdas junto a un dentrífico con sabor a menta y un finísimo hilo dental.
La bayeta Vileda vivía obsesionada por la limpieza y allá donde iba buscaba ácaros que eliminar.
El sacerdote, un fijador de pelo muy potente, ofició la misa con un esmero fuera de lo común.
Después, llegaron las fotos, el fotógrafo, un limpia cristales bastante inexperto sudaba a raudales ante tantísimo trabajo.
El arroz que lanzaron a los novios se les metió por todos los poros de su cuerpo produciéndoles picores que ocasionaron múltiples carcajadas.
La comida se celebró bajo la atenta mirada de unos algodones que actuaron como impecables camareros.
Fue una comida copiosa, compuesta por: entremeses de alquitrán y barro, manchas de gasolina y enormes sombras de tinta negra.
El alcohol volvió a emborrachar al abuelo del novio y la abuela, con más arrugas en su rostro que antaño sentía aun más vergüenza que años atrás.
Un interminable baile dio por finalizada una boda en la que el nombre de la novia fue la intriga de todos los invitados.
Al día siguiente comenzó su larga Luna de miel, la ciudad elegida como destino fue Venecia.
Los románticos paseos en góndola enamoraron más aun, a una pareja que desprendía amor por los cuatro costados.
La pasión corría por sus venas a una velocidad tan vertiginosa que un montón de preciosas pompas comenzaron a flotar por el ambiente.
Era tal cúmulo de pompas las que llenaban la atmosfera, que pronto llegaron hasta el pueblo natal de la joven pareja.
Allí sorprendieron a propios y extraños, la fregona amiga intima de la novia miraba al cielo alucinada.
Su novio, el cubo de plástico estaba embobado con semejante fenómeno y corrió a por la maquina fotográfica.
La esponja que asimilaba tan fácilmente todos lo sucesos ocurridos en el pueblo, no podía dar crédito a sus ojos.
El apuesto suavizante trataba de pulir la situación buscando una explicación que no hallaba.
El amoniaco, solo en mitad de la noche, corrió a meterse entre las sabanas presa de un pánico terrible.
El cepillo de dientes, el dentrífico y el hilo dental se preguntaban una y otra vez, el destino de esas pompas.
La bayeta Vileda fue rápidamente a por sus prismáticos para ver con detalle cada una de las pompas existentes en el espacio.
Fue el sacerdote quien apreció el parecido de estas pompas con Ariel, el joven jabón que había unido en matrimonio hace apenas unos días.
Y fue entonces, cuando de pronto, descubrió el nombre de su bella esposa, ella se llamaba… Agua.
Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)
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