Esta mañana me he despertado alterada, hace poco leí en un libro que los sueños imponen una inaceptable igualdad entre las diferentes épocas de una misma vida, que no tienen en cuenta el presente negándole su posición de privilegio. No sé si el presente verdaderamente goza de privilegio porque por lo general solemos añorar el pasado, poner nuestras esperanzas en el futuro y relegar el presente a un puesto de renuncia y resignación.
Desde que recuerdo he creído tener sueños muy profundos, paradójicamente me dijeron que si recuerdas lo que sueñas es que no has descansado en la fase más profunda del sueño; como suelo acordarme cada noche de las historias que han distraído mi mente esas horas nocturnas intuyo que llevo mucho tiempo sin descansar debidamente, sin embargo cada vez que me levanto con un sueño cercano e intenso en la cabeza, las mañanas son más prometedoras porque creo estar viviendo entre dos mundos, sin importarme que uno sea más tangible que el otro.
Debo reconocer que mi predisposición a los sueños quizás esté avivada por la importancia que he dado siempre al acto de acostarme, nunca llegué a dudar de que el tiempo que permanecemos acostados es un tiempo igual de aprovechado, en algunos casos más, que las horas malgastadas frente al televisor o el ordenador, por eso mis preparativos para ir a la cama eran de vital importancia, como el equipaje para unas pocas horas, tomaba una botella de agua de la cocina, ponía un poco de música, generalmente instrumental, colocaba los almohadones, escogía como mínimo un par de libros, uno la novela que estuviese leyendo en ese momento y el otro, alguno que llamase especialmente mi atención esa noche, lo que me llevaba a acumular en la mesita de cabecera y debajo de la cama incontables ejemplares empezados que variaban según el estado de ánimo. A veces me preparaba un café o un té y comenzaba mis lecturas y reflexiones sobre ese día. Cuando estaba lo suficientemente cansada como para soñar apagaba la luz y me encerraba en la segunda parte de la noche.
Esta mañana, repito, me he levantado alterada, cansada, como si hubiera pasado un siglo desde que me acostase la noche anterior, hoy he soñado con Julio Cortázar.
Estaba sentado en el suelo apoyado en una pared, en un cuarto viciado de literatura, yo sentada en un sillón blando, de los de las salas de espera de consultas privadas, quizás verde pino o marrón, aunque no importa dónde nos encontrábamos.
Tenía papeles esparcidos por el suelo y un que otro libro. Estaba concentrado cuando yo aparecí, pero no concentrado en algo de dentro de la habitación, sino que su concentración parecía escaparse por la ventana de enfrente, pero aún así concentrado.
Yo llego sin previo aviso y llevo un libro en la mano, hasta la mitad del sueño no sé de qué libro se trata pero por su peso y tamaño calculo que no es un libro de bolsillo.
No se ha sorprendido de mi presencia y ha comenzado a hablar como si ya llevase un rato a su lado. Primero ha hablado de literatura, de autores que yo desconocía y desconozco, del tiempo y de otras cosas sin importancia.
Luego me ha mirado, su mirada llegándome desde la esquina izquierda ha producido en mí una sensación de sosiego, ha sonreído y parecía más un padre dando consejos que el intelectual colorista y músico que era.
A partir de esa mirada he sido consciente dentro del sueño de con quién estaba hablando, era Julio Cortázar, y aun dándome cuenta del anacronismo e imposibilidad de esa conversación, hemos seguido charlando como amigos, casi como confidentes, o peor, como amantes que recién empiezan a conocerse.
Me pidió el libro que yo llevaba en la mano y se lo di, era un viejo ejemplar de “Ultimo Round”, con una portada amarilla y una foto suya mirando al atrevido lector que en ese preciso momento se dispone a abrir el libro y sumergirse en ese Mundo- Cortázar donde una vez has entrado es imposible salir.
En un momento de la conversación estábamos de repente en la calle, pero en idéntica posición, realmente lo único que cambiaba era una de las paredes, había desaparecido y podíamos ver el campo y las carreteras. Estábamos en algún lugar de Castilla entre mi pueblo y sitios desconocidos. Por una de las carreteras ha pasado velozmente un automóvil gris, aunque no logro acordarme de quién iba conduciendo, tengo la sensación de que conocía a los viajeros. En cuanto el coche ha desaparecido de nuestra vista ha derrapado y se ha estrellado con algo, más bien creo que explotó debido a la velocidad a la que iba, es un sueño y los accidentes imposibles son posibles, porque allí no había ningún obstáculo a la vista con el que chocar.
Nos hemos mirado desconcertados, asumiendo el accidente como algo tan natural que no ha merecido la pena levantarse e ir a avisar a una ambulancia o a la policía, cuya sirena parecía oírse por otra de las carreteras. Como si ese mundo no fuera el nuestro, conformándonos con el papel de espectadores lejanos e impasibles.
Con la pequeña catástrofe ya formando parte del pasado Julio ha leído en alto alguno de sus cuentos, poemas e incluso partes de diarios. Me seguía mirando tranquilo, y mi tranquilidad iba en aumento. Le pregunté qué tal se encontraba su imaginación, y me confesó que seguía mejor que nunca, que desde que tenía recuerdos su imaginación había sido casi su mejor aliado y que cuando era joven solía derrocharla escribiendo sobre cualquier cosa con la que se topase. Me aconsejó que hiciese lo mismo “sacás una idea de ahí, un sentimiento del otro estante y los atás con ayuda de palabras” el resto es sencillo, pero no te alarmes si más del 90 % de lo que consigues escribir acaba en la papelera.
En un punto de la conversación, entre los cronopios y los seres que nunca llegaran a libros tangibles, percibo que mi presencia en la recuperada habitación comienza a desvanecerse.
Lo último que recuerdo son sus ojos, sonriéndome, y sus enormes manos divertidas con mi ejemplar amarillo entre ellas. Las largas piernas rozando casi la pared de enfrente. Me fijo en su chaqueta, detalle que hasta entonces había pasado desapercibido, es una chaqueta de pana que va alternándose entre marrón claro y marrón oscuro según si me mira y hablamos o se concentra en su mundo de migas de pan e hilos azules.
Desde que recuerdo he creído tener sueños muy profundos, paradójicamente me dijeron que si recuerdas lo que sueñas es que no has descansado en la fase más profunda del sueño; como suelo acordarme cada noche de las historias que han distraído mi mente esas horas nocturnas intuyo que llevo mucho tiempo sin descansar debidamente, sin embargo cada vez que me levanto con un sueño cercano e intenso en la cabeza, las mañanas son más prometedoras porque creo estar viviendo entre dos mundos, sin importarme que uno sea más tangible que el otro.
Debo reconocer que mi predisposición a los sueños quizás esté avivada por la importancia que he dado siempre al acto de acostarme, nunca llegué a dudar de que el tiempo que permanecemos acostados es un tiempo igual de aprovechado, en algunos casos más, que las horas malgastadas frente al televisor o el ordenador, por eso mis preparativos para ir a la cama eran de vital importancia, como el equipaje para unas pocas horas, tomaba una botella de agua de la cocina, ponía un poco de música, generalmente instrumental, colocaba los almohadones, escogía como mínimo un par de libros, uno la novela que estuviese leyendo en ese momento y el otro, alguno que llamase especialmente mi atención esa noche, lo que me llevaba a acumular en la mesita de cabecera y debajo de la cama incontables ejemplares empezados que variaban según el estado de ánimo. A veces me preparaba un café o un té y comenzaba mis lecturas y reflexiones sobre ese día. Cuando estaba lo suficientemente cansada como para soñar apagaba la luz y me encerraba en la segunda parte de la noche.
Esta mañana, repito, me he levantado alterada, cansada, como si hubiera pasado un siglo desde que me acostase la noche anterior, hoy he soñado con Julio Cortázar.
Estaba sentado en el suelo apoyado en una pared, en un cuarto viciado de literatura, yo sentada en un sillón blando, de los de las salas de espera de consultas privadas, quizás verde pino o marrón, aunque no importa dónde nos encontrábamos.
Tenía papeles esparcidos por el suelo y un que otro libro. Estaba concentrado cuando yo aparecí, pero no concentrado en algo de dentro de la habitación, sino que su concentración parecía escaparse por la ventana de enfrente, pero aún así concentrado.
Yo llego sin previo aviso y llevo un libro en la mano, hasta la mitad del sueño no sé de qué libro se trata pero por su peso y tamaño calculo que no es un libro de bolsillo.
No se ha sorprendido de mi presencia y ha comenzado a hablar como si ya llevase un rato a su lado. Primero ha hablado de literatura, de autores que yo desconocía y desconozco, del tiempo y de otras cosas sin importancia.
Luego me ha mirado, su mirada llegándome desde la esquina izquierda ha producido en mí una sensación de sosiego, ha sonreído y parecía más un padre dando consejos que el intelectual colorista y músico que era.
A partir de esa mirada he sido consciente dentro del sueño de con quién estaba hablando, era Julio Cortázar, y aun dándome cuenta del anacronismo e imposibilidad de esa conversación, hemos seguido charlando como amigos, casi como confidentes, o peor, como amantes que recién empiezan a conocerse.
Me pidió el libro que yo llevaba en la mano y se lo di, era un viejo ejemplar de “Ultimo Round”, con una portada amarilla y una foto suya mirando al atrevido lector que en ese preciso momento se dispone a abrir el libro y sumergirse en ese Mundo- Cortázar donde una vez has entrado es imposible salir.
En un momento de la conversación estábamos de repente en la calle, pero en idéntica posición, realmente lo único que cambiaba era una de las paredes, había desaparecido y podíamos ver el campo y las carreteras. Estábamos en algún lugar de Castilla entre mi pueblo y sitios desconocidos. Por una de las carreteras ha pasado velozmente un automóvil gris, aunque no logro acordarme de quién iba conduciendo, tengo la sensación de que conocía a los viajeros. En cuanto el coche ha desaparecido de nuestra vista ha derrapado y se ha estrellado con algo, más bien creo que explotó debido a la velocidad a la que iba, es un sueño y los accidentes imposibles son posibles, porque allí no había ningún obstáculo a la vista con el que chocar.
Nos hemos mirado desconcertados, asumiendo el accidente como algo tan natural que no ha merecido la pena levantarse e ir a avisar a una ambulancia o a la policía, cuya sirena parecía oírse por otra de las carreteras. Como si ese mundo no fuera el nuestro, conformándonos con el papel de espectadores lejanos e impasibles.
Con la pequeña catástrofe ya formando parte del pasado Julio ha leído en alto alguno de sus cuentos, poemas e incluso partes de diarios. Me seguía mirando tranquilo, y mi tranquilidad iba en aumento. Le pregunté qué tal se encontraba su imaginación, y me confesó que seguía mejor que nunca, que desde que tenía recuerdos su imaginación había sido casi su mejor aliado y que cuando era joven solía derrocharla escribiendo sobre cualquier cosa con la que se topase. Me aconsejó que hiciese lo mismo “sacás una idea de ahí, un sentimiento del otro estante y los atás con ayuda de palabras” el resto es sencillo, pero no te alarmes si más del 90 % de lo que consigues escribir acaba en la papelera.
En un punto de la conversación, entre los cronopios y los seres que nunca llegaran a libros tangibles, percibo que mi presencia en la recuperada habitación comienza a desvanecerse.
Lo último que recuerdo son sus ojos, sonriéndome, y sus enormes manos divertidas con mi ejemplar amarillo entre ellas. Las largas piernas rozando casi la pared de enfrente. Me fijo en su chaqueta, detalle que hasta entonces había pasado desapercibido, es una chaqueta de pana que va alternándose entre marrón claro y marrón oscuro según si me mira y hablamos o se concentra en su mundo de migas de pan e hilos azules.
Cristina Salán (Barcelona)
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