miércoles, 20 de enero de 2010

El primer amor

A la gran mayoría de las personas nos es muy difícil conformarnos con las primeras veces de un hecho en particular de nuestra vida. Casi nadie graba el mensaje de voz de su contestador automático a la primera, es muy poco probable que nos quedemos con la primera pose de las tres que nos da a elegir el fotomatón, normalmente una mujer no elige el primer vestido de novia que se prueba y las que lo hacen, tendrán que aprender a vivir para siempre con la duda de si pudo haber otro mejor si hubieran seguido buscando. No nos paramos en “nuestra primera vez”, es obvio, seguimos practicando para intentar superar esos nervios que podían al deseo y que nos hacían dudar de si sería el “hueco” correcto. Pero con lo que si nos quedamos para siempre ya sea literalmente o en forma de recuerdo bueno o malo, es con nuestro primer amor.

La edad, aunque muchos no estéis de acuerdo conmigo, es un dato irrelevante. Hay gente que encuentra su primer amor con sesenta años (por poner un ejemplo), porque el trabajo no se lo ha permitido, porque no han tenido suerte, o porque simplemente no lo han buscado. Y otros que no lo encuentran nunca y creen haberlo encontrado aunque solo sea un sucedáneo. ¡Pobrecillos! Porque aunque lo que nos quede sea un recuerdo malo, es mejor que no tener ninguno.
Aunque tuve un tardío despertar en el tema besos, achuchones, frotamientos y perdí la virginidad con los diecinueve largos, algo que a la juventud de ahora le resultara de lo más retrogrado, si que reconozco que fui de lo más promiscua para el tema del enamoramiento pasajero. Me gustaban los que le gustaban a todas, y como yo era más bien del montón hacía abajo, pues siempre los conseguían mis amigas que eran de la parte alta del montón.

Mi primer amor, que debo decir de antemano no fue correspondido, lo encontré en el instituto. Hasta entonces había estudiado en un colegio de monjas donde solo había chicas y mi contacto con el sexo opuesto se había limitado a un par de besos furtivos con mis vecinos mientras jugábamos al escondite y coincidíamos debajo de la cama, y a la compañía de mis primos las tardes de los sábados. Me gustaría decir que no recuerdo como se llama, más que nada porque seguro que él no recuerda de mi ni mi persona, pero lo cierto es, que lo recuerdo.
Nacho, que la verdad ahora que lo pienso no era tan guapo, tenia los ojos más verdes que había visto en mi vida. Iba a mi clase y ya sabéis que eso antes (ahora no tengo ni la menor idea de cómo va el tema con tanta reforma educativa) significaba casi seis horas de estar sentada viendo su cogote. Recuerdo cuanto me costaba elegir la ropa que ponerme cada día, recuerdo como imaginaba historias cuando ponía el botón de off en medio de alguna explicación, donde una mañana al entrar en clase me decía si quería salir con él. Recuerdo su sonrisa y los hoyuelos que le salían a ambos lados de la cara. Sus polos de mil colores, su habilidad para la gimnasia y sobre todo recuerdo la cantidad de ridículas situaciones en las que me puse, para conseguir que él dejara de hablarme como si fuera su hermanita pequeña.
Podría contaros como le pedí apuntes totalmente ilegibles para mi (su letra no acompañaba a sus maravillosas manos), solo por tener algo suyo conmigo y poder dirigirme a él una vez más al día siguiente cuando se los devolviera, como le saque un foto a escondidas en el patio del instituto mientras mis amigas posaban confiadas en que era a ellas a las que retrataba (aún la conservo), como me puse de roja cuando nos tocó leer en clase “Tres sombreros de copa” justo el trozo en que Paula (yo) se declara a Dionisio (Nacho), o como le deje copiar en literatura aún a riesgo de que me pillaran por ganar otro tipo de puntos. Lo que si os contaré fue mi apoteósica despedida final.
Teníamos que ir a recoger las notas de selectividad, casi ni preste atención a ese pedazo de notable, que de poco me ha servido, porque el nudo que tenía en el estómago ante la posibilidad de no volverle a ver me nublaba hasta la vista. Había ensayado un pequeño discurso donde prácticamente le rogaba que saliera conmigo o que al menos me diera su teléfono para llamarle, poder oír su voz y luego colgar y llorar desconsoladamente durante horas, pero cuando le vi allí plantado con su cartulina camino de la puerta se me olvido todo por completo y una especie de enajenación mental se apoderó de mi.
.- Nacho perdona, ¿Qué nota has sacado?-
.- (No la recuerdo creedme).-
.-Ah!, genial, y ahora……esto, pues nada……que mira, no podía dejar que te marcharas sin decirte lo mucho que me gustas.-
Y aquí viene la frase, bueno más bien la palabra, que me acompañara para el resto de mis días, y que espero no hayáis tenido que oír vosotros de vuestro primer amor.
.-¡Gracias!.-
Y salió por la puerta tan campante dejándonos a mí y a mi enajenación como un trapillo viejo. ¡Menos mal que no me quedé con mi primer amor y si con el hombre de mi vida!.

Silvia López Cabanillas (Madrid)

No hay comentarios:

Publicar un comentario