Sentada en su vieja mecedora color caoba, María recibía los últimos rayos de sol de aquel atardecer. Se encontraba junto a la ventana, meciendo sus 70 años de edad.
Sus recuerdos acumulados en este tiempo iban y venían al compás de la vieja silla, alante, atrás, alante, atrás… podríamos decir, que su vida se mecía aquella tarde.
Aquel extraño compás, le hacia reflexionar durante horas, sobre el misterioso funcionamiento de nuestra mente, este hecho la tenia completamente embobada.
Le parecía curioso que muchas veces, nos cueste tanto recordar qué comimos ayer y sin embargo, seamos capaces de acordarnos claramente de grandes pedazos de nuestra infancia.
Y lo hacia justo ahora, cuando su memoria comenzaba a jugarle malas pasadas, a menudo se le olvidaban las llaves de casa, apagar el gas o el número de su propio teléfono.
Se cansaba sin motivo aparente, sentía dolencias en su espalda, su carácter se tornó arisco, comía sin apetito y comenzaba a ver nubes donde no las había.
Alarmada acudió al médico, le dijo que estaba perfectamente, que esos síntomas se debían a desgastes propios de la edad, ella intuía que era el principio de algo más serio.
Vivía en una pequeña casa situada en la montaña, rodeada de vegetación, del alegre canto de los pájaros y del mágico silencio que aportan las estrellas.
Este había sido su sueño. Desde que era una chiquilla de escasos años, se sintió extrañamente atraída por la Naturaleza y no paró hasta conquistar su corazón.
Le acompañaba su hija divorciada recientemente y una nieta preciosa de 7 años llamada Rocío, tan traviesa como Zipi y Zape juntos y tan alegre como la propia risa.
Con ella, jugaba y a través de esos juegos, disfrutados en su mayoría al aire libre, trataba de infundirle ese amor por el medio ambiente que ella misma sentía.
Le enseñaba los distintos nombres de las flores, escuchaban atónitas el canto de los grillos, contemplaban a las mariposas e imaginaban figuras mirando las nubes.
Por las noches, siempre le contaba un cuento.
Aquel anochecer, María quiso contarle uno, que muchísimos años atrás, le había contado su madre a ella. La recordaba a menudo… su pelo rubio… su olor a fresa… su ternura…
Lo cierto, es que con su nieta atenta como un búho y tumbada en la cama de nogal que ella misma le había comprado por su último cumpleaños, comenzó a decirle:
Este cuento que te voy a narrar se titula “Un regalo para el viento” y es que… hace muchos, pero que muchos años, existió un país muy bello en el que vivían los colores.
El azul moraba en el cielo, el blanco habitaba la luna, el verde cubría los campos, el rojo teñía las amapolas y el amarillo observaba la vida sentado en los mismísimos rayos del sol.
Era por tanto, un país muy especial, lleno de luz, alegría y color.
Sin embargo, una mañana de Enero, el color negro quiso adueñarse de él y llegando en forma de tormentosas nubes, atemorizó tanto a los colores que se escondieron debajo de la tierra
El país lloraba agónico, sin la luz de sus colores moriría sin solución, esperaba la muerte, cuando un viento huracanado sopló tan fuerte que en cuestión de segundos, alejó su negrura.
El azul salió de las entrañas de la tierra y volvió a su cielo querido, el blanco le siguió y subió a la luna, el verde regresó a las praderas, el rojo buscó las amapolas y el amarillo corrió hacia el sol.
Entonces, el viento orgulloso de haber devuelto la alegría a aquel país que lloraba desconsolado, se dispuso a marcharse discretamente.
-Espera- le dijeron los colores- queremos hacerte un regalo.
Y un gran Arco de colores apareció ante sus narices, era el Arco Iris, ese mismo Arco que hoy, millones y millones de años más tarde, sigue presente en nuestras vidas.
Al acabar el cuento, la niña estaba dormida, su aspecto era angelical, no quiso darle un beso por no despertarla, la cubrió levemente con la sabana y se marchó a su habitación.
Vestida con el camisón rosa de satén que le compro su hija por su ultimo aniversario y tumbada en esa cama tan blandita que tanto le gustaba, recordaba la imagen de su nieta.
Fue lo ultimo que hizo María antes de entregarse a los brazos del sueño, recordar a ese pequeño ser: bello, diminuto y frágil, después, tan solo unos minutos después... se fue de este mundo para siempre.
Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)
Sus recuerdos acumulados en este tiempo iban y venían al compás de la vieja silla, alante, atrás, alante, atrás… podríamos decir, que su vida se mecía aquella tarde.
Aquel extraño compás, le hacia reflexionar durante horas, sobre el misterioso funcionamiento de nuestra mente, este hecho la tenia completamente embobada.
Le parecía curioso que muchas veces, nos cueste tanto recordar qué comimos ayer y sin embargo, seamos capaces de acordarnos claramente de grandes pedazos de nuestra infancia.
Y lo hacia justo ahora, cuando su memoria comenzaba a jugarle malas pasadas, a menudo se le olvidaban las llaves de casa, apagar el gas o el número de su propio teléfono.
Se cansaba sin motivo aparente, sentía dolencias en su espalda, su carácter se tornó arisco, comía sin apetito y comenzaba a ver nubes donde no las había.
Alarmada acudió al médico, le dijo que estaba perfectamente, que esos síntomas se debían a desgastes propios de la edad, ella intuía que era el principio de algo más serio.
Vivía en una pequeña casa situada en la montaña, rodeada de vegetación, del alegre canto de los pájaros y del mágico silencio que aportan las estrellas.
Este había sido su sueño. Desde que era una chiquilla de escasos años, se sintió extrañamente atraída por la Naturaleza y no paró hasta conquistar su corazón.
Le acompañaba su hija divorciada recientemente y una nieta preciosa de 7 años llamada Rocío, tan traviesa como Zipi y Zape juntos y tan alegre como la propia risa.
Con ella, jugaba y a través de esos juegos, disfrutados en su mayoría al aire libre, trataba de infundirle ese amor por el medio ambiente que ella misma sentía.
Le enseñaba los distintos nombres de las flores, escuchaban atónitas el canto de los grillos, contemplaban a las mariposas e imaginaban figuras mirando las nubes.
Por las noches, siempre le contaba un cuento.
Aquel anochecer, María quiso contarle uno, que muchísimos años atrás, le había contado su madre a ella. La recordaba a menudo… su pelo rubio… su olor a fresa… su ternura…
Lo cierto, es que con su nieta atenta como un búho y tumbada en la cama de nogal que ella misma le había comprado por su último cumpleaños, comenzó a decirle:
Este cuento que te voy a narrar se titula “Un regalo para el viento” y es que… hace muchos, pero que muchos años, existió un país muy bello en el que vivían los colores.
El azul moraba en el cielo, el blanco habitaba la luna, el verde cubría los campos, el rojo teñía las amapolas y el amarillo observaba la vida sentado en los mismísimos rayos del sol.
Era por tanto, un país muy especial, lleno de luz, alegría y color.
Sin embargo, una mañana de Enero, el color negro quiso adueñarse de él y llegando en forma de tormentosas nubes, atemorizó tanto a los colores que se escondieron debajo de la tierra
El país lloraba agónico, sin la luz de sus colores moriría sin solución, esperaba la muerte, cuando un viento huracanado sopló tan fuerte que en cuestión de segundos, alejó su negrura.
El azul salió de las entrañas de la tierra y volvió a su cielo querido, el blanco le siguió y subió a la luna, el verde regresó a las praderas, el rojo buscó las amapolas y el amarillo corrió hacia el sol.
Entonces, el viento orgulloso de haber devuelto la alegría a aquel país que lloraba desconsolado, se dispuso a marcharse discretamente.
-Espera- le dijeron los colores- queremos hacerte un regalo.
Y un gran Arco de colores apareció ante sus narices, era el Arco Iris, ese mismo Arco que hoy, millones y millones de años más tarde, sigue presente en nuestras vidas.
Al acabar el cuento, la niña estaba dormida, su aspecto era angelical, no quiso darle un beso por no despertarla, la cubrió levemente con la sabana y se marchó a su habitación.
Vestida con el camisón rosa de satén que le compro su hija por su ultimo aniversario y tumbada en esa cama tan blandita que tanto le gustaba, recordaba la imagen de su nieta.
Fue lo ultimo que hizo María antes de entregarse a los brazos del sueño, recordar a ese pequeño ser: bello, diminuto y frágil, después, tan solo unos minutos después... se fue de este mundo para siempre.
Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)
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