Era un consultor cansado. Apenas había comenzado la jornada laboral y ya no tenía fuerzas para vivir el día. Caminaba con desgana, arrastrando su sombra por la acera de la avenida. Como lastre, colgando de su mano, se bamboleaba un maletín negro. Pesaba mucho, pero no todo lo que debía pesar.
Se había levantado de madrugada para tomar un avión. Tenía una reunión importante con un cliente. Solo cuando se sentó a la mesa, en la sala de juntas donde le habían acogido, surgió la duda. Se acordó de que no había revisado el contenido del maletín antes de acostarse. Su rostro palideció por un instante.
Inmediatamente, continuó la conversación con el director financiero y trató de tranquilizarse. Todo tenía que estar en orden. El maletín pesaba bastante, tanto como para guardar el ordenador portátil, en el que llevaba preparada la presentación sobre organización y calidad que iba a hacer. Incluso recordaba haber metido la muda de ropa en el bolsillo delantero.
Pero, cuando ya estaba en medio de la faena y abrió el maletín, dentro no estaba su ordenador. En cambio, encontró varias carpetas llenas de documentación que tenía que haber archivado en casa. Probablemente, el ordenador seguía encima de la mesa del salón, apagado e inútil, justo donde había pasado las últimas horas de la tarde ensayando el discurso que debía desarrollar.
Deseó que el suelo se abriera bajo sus pies. Se le vino el mundo encima. Rotos sus planes, tenía que improvisar para intentar arreglar la situación. Pero el día había empezado mal, con pesadillas y mucho sueño, y no estaba en completo dominio de sus facultades.
Una hora después, el consultor abandonaba las oficinas de su cliente con la mayor sensación de fracaso que nunca había sentido. Era casi seguro que habían perdido la oportunidad y ahora se deslizaba fatigado, sin rumbo fijo, lamentándose del fatídico despiste. De su mano pendía el maletín. No estaba vacío, pero, en efecto, no pesaba lo que tenía que pesar.
Al cruzar un paso de peatones sus ojos se detuvieron en una escena que se estaba desarrollando al otro lado de la calle. Un hombre se había bajado de la acera para recoger algo que se le había caído en el asfalto, entre dos coches. Mientras estaba agachado, el coche que tenía a su espalda había encendido las luces de marcha atrás y se disponía a moverse para salir del hueco en el que estaba aparcado. Ninguno de los dos, ni el hombre acuclillado ni el conductor del automóvil, eran conscientes de la peligrosa circunstancia que estaban originando.
El consultor observó la escena abrumado. Pero reaccionó con más rapidez de lo que él mismo hubiera esperado tal como se encontraba en ese momento. Tenía que hacer algo para impedir que el coche atropellara a aquel incauto peatón.
No obstante, no le daba tiempo de correr hacia ellos y advertirles. Antes de que pudiera llegar a la mitad de la calzada, aquel desdichado yacería postrado en el pavimento gris, aplastado entre dos coches.
Sintió el peso de su maletín y se le ocurrió una cosa. Era lo único factible. Como consultor, estaba acostumbrado a analizar situaciones difíciles y hallar la solución óptima. Flexionó las piernas, echó el brazo para atrás, giró la cintura y luego dio impulso a su brazo para lanzar con todas sus fuerzas el maletín. Lo soltó y salió por los aires, en dirección al coche que estaba empezando a dar marcha atrás. Si lo alcanzaba, sonaría un fuerte golpe y el conductor seguramente se detendría para averiguar qué había ocurrido.
El maletín pesaba lo suficiente para ser arrojado como un martillo olímpico, pero no lo bastante para impedir que el brazo del consultor pudiera hacerlo. Afortunadamente, no llevaba en su interior el ordenador y esa desgracia pasajera podía salvar una vida. Dibujó exactamente una parábola y, por la trayectoria que estaba siguiendo, en menos de un segundo golpearía el costado del coche. El consultor se sintió satisfecho.
Pero la satisfacción duró tan solo un lapso indescriptiblemente pequeño, pues una entidad inesperada interceptó la parábola del maletín. Era un motorista.
El maletín colisionó con él. La motocicleta se desvió y fue a estrellarse unos metros más abajo, en el puesto de flores, rompiendo varias macetas y arrollando las plantas expuestas. Mientras tanto, el motorista caía con una lentitud pasmosa. El consultor siempre tuvo la certeza de que el impacto contra el duro suelo le dolió a él tanto como al accidentado.
Cuando todo terminó, el dueño de la floristería se llevaba las manos a la cabeza, maldiciendo en voz alta al propietario de la motocicleta. En la calle, el motorista se incorporaba y permanecía sentado, preguntándose qué demonios había pasado. La gente empezaba a arremolinarse a su alrededor. Al otro lado, la mayoría de los transeúntes aún no se habían percatado de lo sucedido. De hecho, el hombre que se había agachado a recoger la moneda perdida, se erguía enseguida exclamando al conductor del coche que pudo haberle atropellado:
-Ya la tengo. Vámonos.
El consultor, viendo que el mal causado no era grave, que la víctima estaba siendo atendida y que su acción había pasado inadvertida, solo pudo hacer una cosa. Seguir caminando y denunciar en una comisaría de policía que le habían robado el maletín. Ya se arrepentiría de su cobardía.
Se había levantado de madrugada para tomar un avión. Tenía una reunión importante con un cliente. Solo cuando se sentó a la mesa, en la sala de juntas donde le habían acogido, surgió la duda. Se acordó de que no había revisado el contenido del maletín antes de acostarse. Su rostro palideció por un instante.
Inmediatamente, continuó la conversación con el director financiero y trató de tranquilizarse. Todo tenía que estar en orden. El maletín pesaba bastante, tanto como para guardar el ordenador portátil, en el que llevaba preparada la presentación sobre organización y calidad que iba a hacer. Incluso recordaba haber metido la muda de ropa en el bolsillo delantero.
Pero, cuando ya estaba en medio de la faena y abrió el maletín, dentro no estaba su ordenador. En cambio, encontró varias carpetas llenas de documentación que tenía que haber archivado en casa. Probablemente, el ordenador seguía encima de la mesa del salón, apagado e inútil, justo donde había pasado las últimas horas de la tarde ensayando el discurso que debía desarrollar.
Deseó que el suelo se abriera bajo sus pies. Se le vino el mundo encima. Rotos sus planes, tenía que improvisar para intentar arreglar la situación. Pero el día había empezado mal, con pesadillas y mucho sueño, y no estaba en completo dominio de sus facultades.
Una hora después, el consultor abandonaba las oficinas de su cliente con la mayor sensación de fracaso que nunca había sentido. Era casi seguro que habían perdido la oportunidad y ahora se deslizaba fatigado, sin rumbo fijo, lamentándose del fatídico despiste. De su mano pendía el maletín. No estaba vacío, pero, en efecto, no pesaba lo que tenía que pesar.
Al cruzar un paso de peatones sus ojos se detuvieron en una escena que se estaba desarrollando al otro lado de la calle. Un hombre se había bajado de la acera para recoger algo que se le había caído en el asfalto, entre dos coches. Mientras estaba agachado, el coche que tenía a su espalda había encendido las luces de marcha atrás y se disponía a moverse para salir del hueco en el que estaba aparcado. Ninguno de los dos, ni el hombre acuclillado ni el conductor del automóvil, eran conscientes de la peligrosa circunstancia que estaban originando.
El consultor observó la escena abrumado. Pero reaccionó con más rapidez de lo que él mismo hubiera esperado tal como se encontraba en ese momento. Tenía que hacer algo para impedir que el coche atropellara a aquel incauto peatón.
No obstante, no le daba tiempo de correr hacia ellos y advertirles. Antes de que pudiera llegar a la mitad de la calzada, aquel desdichado yacería postrado en el pavimento gris, aplastado entre dos coches.
Sintió el peso de su maletín y se le ocurrió una cosa. Era lo único factible. Como consultor, estaba acostumbrado a analizar situaciones difíciles y hallar la solución óptima. Flexionó las piernas, echó el brazo para atrás, giró la cintura y luego dio impulso a su brazo para lanzar con todas sus fuerzas el maletín. Lo soltó y salió por los aires, en dirección al coche que estaba empezando a dar marcha atrás. Si lo alcanzaba, sonaría un fuerte golpe y el conductor seguramente se detendría para averiguar qué había ocurrido.
El maletín pesaba lo suficiente para ser arrojado como un martillo olímpico, pero no lo bastante para impedir que el brazo del consultor pudiera hacerlo. Afortunadamente, no llevaba en su interior el ordenador y esa desgracia pasajera podía salvar una vida. Dibujó exactamente una parábola y, por la trayectoria que estaba siguiendo, en menos de un segundo golpearía el costado del coche. El consultor se sintió satisfecho.
Pero la satisfacción duró tan solo un lapso indescriptiblemente pequeño, pues una entidad inesperada interceptó la parábola del maletín. Era un motorista.
El maletín colisionó con él. La motocicleta se desvió y fue a estrellarse unos metros más abajo, en el puesto de flores, rompiendo varias macetas y arrollando las plantas expuestas. Mientras tanto, el motorista caía con una lentitud pasmosa. El consultor siempre tuvo la certeza de que el impacto contra el duro suelo le dolió a él tanto como al accidentado.
Cuando todo terminó, el dueño de la floristería se llevaba las manos a la cabeza, maldiciendo en voz alta al propietario de la motocicleta. En la calle, el motorista se incorporaba y permanecía sentado, preguntándose qué demonios había pasado. La gente empezaba a arremolinarse a su alrededor. Al otro lado, la mayoría de los transeúntes aún no se habían percatado de lo sucedido. De hecho, el hombre que se había agachado a recoger la moneda perdida, se erguía enseguida exclamando al conductor del coche que pudo haberle atropellado:
-Ya la tengo. Vámonos.
El consultor, viendo que el mal causado no era grave, que la víctima estaba siendo atendida y que su acción había pasado inadvertida, solo pudo hacer una cosa. Seguir caminando y denunciar en una comisaría de policía que le habían robado el maletín. Ya se arrepentiría de su cobardía.
José Ángel Muriel González (Sevilla)
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