Ignacio se despierta sobresaltado. Parece que las imágenes del accidente le perturban incluso en sueños. Lleva más de cuarenta y ocho horas sin dormir, y ni el agotamiento logra que pueda descansar tranquilo. Busca el interruptor palpando en la pared, enciende la luz y se incorpora sobre la almohada. El otro lado de la cama está intacto: la sábana blanca totalmente lisa, la almohada mullida y la manta bien metida bajo el colchón. La mesilla de Carmen está tan ordenada como siempre. No como la suya, donde se amontonan revistas de moto y envolturas de caramelos. Si ella estuviera aún, le habría ordenado la mesilla y tendría otro aspecto. Aparta las revistas para ver el despertador, aún son las dos y media.
Se levanta de la cama para despejarse, no quiere volver a dormir. Lo poco que recuerda del accidente se ha quedado grabado en su cabeza. Recuerda que es de noche, Carmen le abraza con fuerza por detrás. Salen a la Gran Vía y un todo terreno negro se estampa contra ellos. Los dos vuelan, él cae sobre la acera. A través del cristal del casco solo ve un cuadrado de carretera. No puede mover la cabeza. En su ángulo de visión ve las piernas de Carmen. Ve las botas negras que él le regaló cuando se compró la moto. Las botas no se mueven. Llama a Carmen y su propia voz retumba dentro del casco. Otras piernas aparecen, se arrodillan frente al él y una mujer de pelo negro le mira con angustia. Ya no recuerda nada más.
Ignacio se ha bebido toda el agua de la botella pero no ha desaparecido el dolor de cabeza. Ya le dijo el médico que tendría la misma sensación que al despertar con resaca. Abre la puerta cuidadosamente y se dirige a la cocina. En el suelo, sobre su manta morada, duerme Tarzán. El perro levanta una oreja, abre un ojo y, al verle, se levanta despacio, desperezándose. Se acerca a él moviendo la cola lentamente. Tarzán le mira a los ojos, mientras le lame la mano.
—Tú también crees que yo la maté, ¿verdad? —Ignacio se arrodilla frente al perro—. Nadie me lo dice, pero todos lo piensan.
Carmen siempre decía que los perros entienden el habla de las personas. Ella conversaba con Tarzán como con cualquier ser humano. Y Tarzán se sentaba sobre las patas traseras y la miraba fijamente moviendo la cola.
Ignacio decide tomarse una infusión. Siempre era ella quien las preparaba: calentaba el agua en la tetera, elegía la cajita, echaba tres cucharaditas de té y lo servía en las tazas que compraron en Almería. Él quisiera prepararlo como ella pero no sabe ni siquiera dónde guardaba Carmen la tetera. Calienta un vaso de agua en el microondas y echa un té de bolsita. El agua se vuelve negra al remover con la cuchara. Negra como el asfalto de la carretera. Negra como las botas de Carmen. Negra como su Honda. Negra como el todo terreno. Negra como su corazón.
Sale al comedor y se tumba en el sofá, frente a los cristales del balcón. Tarzán le sigue, se sienta delante de él y lo mira de nuevo a los ojos. Ignacio desvía la mirada. Sobre el mueble están apoyadas las fotos del Cabo de Gata que hizo Carmen. A ella le encantaban esas pitas en flor con el tallo gigante, muchas veces tumbado. A Ignacio le parecen puñales clavados en la tierra. En aquel viaje estrenaron la moto. Ignacio le dejó elegir a ella el destino para compensar el disgusto que se llevó cuando la compró. Recuerda el calor que pasaron, y cómo bebían cervezas en cada pueblito que paraban a echar fotos. Carmen no le dejaba beber mucho, para que no perdiera el control en alguna curva. Ignacio le decía que el peligro no estaba en él, sino en los coches que no respetan a los moteros. Maldita premonición.
Tarzán le lame la mano de nuevo. Ignacio vuelve la mirada al frente y tropieza con su propio reflejo en el cristal del balcón.
—No vi el todo terreno, Tarzán —Ignacio toma un sorbo de té—. Iba demasiado rápido y no pude esquivarlo. Pero murió en el acto, ¿sabes? En el hospital dijeron que se partió la columna al caer. Creían que no los oía pero lo escuché todo. Por eso sé que me creen culpable aunque me dicen buenas palabras e intentan animarme.
El perro mueve la cola. Ignacio le acaricia un poco la cabeza y el cuello, tiene el pelo enredado. Esas lanitas tan graciosas, como decía Carmen, están hechas un nudo. Deja el vaso en el suelo para intentar quitarle los enredos. Tarzán se acerca al vaso y se bebe el té. Ignacio no recuerda que el perro bebiera otra cosa que no fuera agua. ¿Cuándo le puso agua por última vez? Se acerca de nuevo a la cocina. El perro mueve la cola y da saltitos de alegría. Los dos recipientes de plástico están limpios en el suelo. Ignacio llena el verde de agua y el azul de bolitas de pienso malolientes. Tarzán se bebe toda el agua y mueve la cola mientras machaca ruidosamente el pienso entre los dientes.
Ignacio se sienta en el suelo, apoyada la espalda sobre la pared, mirando cómo Tarzán devora la que debe ser su única comida en los dos últimos días. Pobre Tarzán, nadie se ha acordado de él. Cuando el perro limpia los recipientes, Ignacio busca la correa y se acerca a la puerta. Tarzán da brincos de alegría. Salen de la casa y, justo en la puerta, el perro levanta la patita contra la pared.
— ¿Podrás perdonarme, Tarzán? Ella no va a volver. Pero yo no dejaré que te pase nada —se agacha para acariciarle—. A ti sí seré capaz de cuidarte.
Inés Mataix (Caravaca de la Cruz)
Se levanta de la cama para despejarse, no quiere volver a dormir. Lo poco que recuerda del accidente se ha quedado grabado en su cabeza. Recuerda que es de noche, Carmen le abraza con fuerza por detrás. Salen a la Gran Vía y un todo terreno negro se estampa contra ellos. Los dos vuelan, él cae sobre la acera. A través del cristal del casco solo ve un cuadrado de carretera. No puede mover la cabeza. En su ángulo de visión ve las piernas de Carmen. Ve las botas negras que él le regaló cuando se compró la moto. Las botas no se mueven. Llama a Carmen y su propia voz retumba dentro del casco. Otras piernas aparecen, se arrodillan frente al él y una mujer de pelo negro le mira con angustia. Ya no recuerda nada más.
Ignacio se ha bebido toda el agua de la botella pero no ha desaparecido el dolor de cabeza. Ya le dijo el médico que tendría la misma sensación que al despertar con resaca. Abre la puerta cuidadosamente y se dirige a la cocina. En el suelo, sobre su manta morada, duerme Tarzán. El perro levanta una oreja, abre un ojo y, al verle, se levanta despacio, desperezándose. Se acerca a él moviendo la cola lentamente. Tarzán le mira a los ojos, mientras le lame la mano.
—Tú también crees que yo la maté, ¿verdad? —Ignacio se arrodilla frente al perro—. Nadie me lo dice, pero todos lo piensan.
Carmen siempre decía que los perros entienden el habla de las personas. Ella conversaba con Tarzán como con cualquier ser humano. Y Tarzán se sentaba sobre las patas traseras y la miraba fijamente moviendo la cola.
Ignacio decide tomarse una infusión. Siempre era ella quien las preparaba: calentaba el agua en la tetera, elegía la cajita, echaba tres cucharaditas de té y lo servía en las tazas que compraron en Almería. Él quisiera prepararlo como ella pero no sabe ni siquiera dónde guardaba Carmen la tetera. Calienta un vaso de agua en el microondas y echa un té de bolsita. El agua se vuelve negra al remover con la cuchara. Negra como el asfalto de la carretera. Negra como las botas de Carmen. Negra como su Honda. Negra como el todo terreno. Negra como su corazón.
Sale al comedor y se tumba en el sofá, frente a los cristales del balcón. Tarzán le sigue, se sienta delante de él y lo mira de nuevo a los ojos. Ignacio desvía la mirada. Sobre el mueble están apoyadas las fotos del Cabo de Gata que hizo Carmen. A ella le encantaban esas pitas en flor con el tallo gigante, muchas veces tumbado. A Ignacio le parecen puñales clavados en la tierra. En aquel viaje estrenaron la moto. Ignacio le dejó elegir a ella el destino para compensar el disgusto que se llevó cuando la compró. Recuerda el calor que pasaron, y cómo bebían cervezas en cada pueblito que paraban a echar fotos. Carmen no le dejaba beber mucho, para que no perdiera el control en alguna curva. Ignacio le decía que el peligro no estaba en él, sino en los coches que no respetan a los moteros. Maldita premonición.
Tarzán le lame la mano de nuevo. Ignacio vuelve la mirada al frente y tropieza con su propio reflejo en el cristal del balcón.
—No vi el todo terreno, Tarzán —Ignacio toma un sorbo de té—. Iba demasiado rápido y no pude esquivarlo. Pero murió en el acto, ¿sabes? En el hospital dijeron que se partió la columna al caer. Creían que no los oía pero lo escuché todo. Por eso sé que me creen culpable aunque me dicen buenas palabras e intentan animarme.
El perro mueve la cola. Ignacio le acaricia un poco la cabeza y el cuello, tiene el pelo enredado. Esas lanitas tan graciosas, como decía Carmen, están hechas un nudo. Deja el vaso en el suelo para intentar quitarle los enredos. Tarzán se acerca al vaso y se bebe el té. Ignacio no recuerda que el perro bebiera otra cosa que no fuera agua. ¿Cuándo le puso agua por última vez? Se acerca de nuevo a la cocina. El perro mueve la cola y da saltitos de alegría. Los dos recipientes de plástico están limpios en el suelo. Ignacio llena el verde de agua y el azul de bolitas de pienso malolientes. Tarzán se bebe toda el agua y mueve la cola mientras machaca ruidosamente el pienso entre los dientes.
Ignacio se sienta en el suelo, apoyada la espalda sobre la pared, mirando cómo Tarzán devora la que debe ser su única comida en los dos últimos días. Pobre Tarzán, nadie se ha acordado de él. Cuando el perro limpia los recipientes, Ignacio busca la correa y se acerca a la puerta. Tarzán da brincos de alegría. Salen de la casa y, justo en la puerta, el perro levanta la patita contra la pared.
— ¿Podrás perdonarme, Tarzán? Ella no va a volver. Pero yo no dejaré que te pase nada —se agacha para acariciarle—. A ti sí seré capaz de cuidarte.
Inés Mataix (Caravaca de la Cruz)
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