Antonio era un anciano, fiel seguidor de su programa de radio favorito: “Quien llama, gana”, un espacio emitido por la tarde, que basaba sus dos horas de emisión en todo tipo de concursos, en los cuales podían participar los oyentes. La mayoría de dichos concursos eran de preguntas y respuestas, pero a Antonio le gustaba especialmente uno, que no se perdía jamás. Las cuestiones versaban sobre hechos pasados, acontecimientos históricos, tema en el que Antonio era todo un experto. Normalmente, acertaba con las respuestas, pero no se atrevía a llamar, pues le parecía muy complicado resultar ganador. Sólo había un premio, de mucho dinero, que recibía la primera llamada que tuviese la respuesta correcta, por lo que nunca se animaba a coger el teléfono y marcar el número del programa. No obstante, su vida estuvo a punto de cambiar, el día que se armó de valor y decidió concursar.
Como de costumbre, Antonio estaba escuchando atentamente el programa, acertando las preguntas formuladas y esperando que llegase el momento de las cuestiones históricas, que comenzaba a la hora de programa. Ese día se convenció a sí mismo para participar y tenía el teléfono descolgado, entre sus manos. Con el transistor a todo volumen, pegó la oreja para no perder detalle de la pregunta. El locutor la formuló, y Antonio, por supuesto, sabía la solución. Ya estaba tecleando en el teléfono, cuando escuchó algo que lo cambiaba todo. El presentador dijo que ese justo día, cambiaban las bases del concurso. No ganaba el primero que llamase, sino el primero en llegar a los estudios de la emisora, con la respuesta acertada. En ese mismo edificio, el premio sería entregado al ganador, sin intermediarios ni nada por el estilo. Cuando Antonio lo escuchó, se apenó muchísimo, todavía con el auricular en las manos. El mismo día que había decidido participar, las llamadas no eran válidas y había que desplazarse hasta la misma radio, en pleno centro de la ciudad. Colgó el teléfono y se dispuso a seguir escuchando el programa, pero se levantó y se dijo que esa era su oportunidad, que ya que había pensado en concursar, no podía echarse atrás.
Se puso la chaqueta y se dirigió con presteza hacia la puerta. De repente, su mujer salió de la cocina y le dijo que tenía que llevarla de compras, que se lo había prometido, pero él hizo caso omiso, mientras la mujer le seguía con una cuchara de madera, propinándole golpes en la cabeza. Antonio no podía pensar en el dolor que sentía su calva, sino en el dinero que iba a ganar, pero cuando abrió la puerta de la calle, se encontró con su hija y sus nietos. La mujer tenía que trabajar hasta tarde y pensaba dejar a los niños al cuidado de Antonio, que siempre sabía cómo entretenerles y que no dieran ruido. Pero el hombre, tras verles, corrió hacia su coche, tirando por el suelo a los dos chavales.
Por culpa de los nervios, las llaves del coche se le cayeron varias veces, antes de poder abrir la puerta, mientras su hija, sus nietos y su mujer, se acercaban peligrosamente hacia su posición. Pero aquello no era lo peor. Antonio escuchó una voz conocida y miró a la casa de al lado. Su vecino Abundio estaba cerrando la puerta y caminaba rápidamente hacia el coche, mientras miraba fijamente a Antonio y sonreía pícaramente. Antonio supo enseguida que su vecino se acababa de convertir en su mayor enemigo, pues Abundio también escuchaba el programa y ese día sabía la respuesta a la pregunta. Ambos se metieron a la vez en sus respectivos coches y arrancaron. Casi salieron en segunda, debido a la velocidad que cogieron sendos vehículos. Por la calle, los dos coches se iban dando toques, cada vez más violentos, hasta que llegaron a una de las arterias principales de la ciudad. Uno intentaba sacar al otro del asfalto, empujando el coche a altas velocidades. Tenían que esquivar al resto e impedir llegar a su contrincante. A lo lejos, Antonio divisó una salida hacia las afueras de la ciudad, su mayor oportunidad. Poco antes de llegar, dio un volantazo que obligó a Abundio a desviarse hacia dicho lugar, eliminándolo de la competencia, aunque también provocó un accidente múltiple con decenas de heridos. Pero eso no era tan importante como el premio, claro.
Finalmente se internó por las calles centrales de la ciudad, pero su velocidad e imprudencias eran tales, que un coche de policía comenzó a perseguirle. La persecución duró varios minutos, hasta que Antonio detuvo el coche en un semáforo en rojo, abandonó el automóvil y se metió en el metro. Dentro de él, escuchó a un hombre decir que iba al estudio de radio. Pensando que se trataba del concurso, Antonio le propinó un puñetazo, que le dejó casi inconsciente. El problema es que el hombre iba a la radio, sí, pero a trabajar en su primer día.
El anciano se bajó en la parada más próxima al estudio. Apartó a toda la gente que estaba subiendo en las escaleras mecánicas, y en menos de un minuto se halló frente al estudio. Hincó sus rodillas en el suelo y extendió los brazos al aire, como si se tratase de una aparición. Comenzó a gritar de alegría y hasta una lágrima se escapó de sus ojos. Al acercarse a la puerta, un mendigo comenzó a asediarle, pidiéndole algo de dinero suelto. Como no podía desembarazarse de él, tomó el poco dinero que el pobre tenía en un cesto y lo lanzó a la carretera. El mendigo no tuvo más remedio que correr hacia allí, para recoger sus monedas, mientras los coches le esquivaban a su alrededor y le pitaban sin cesar.
Por fin, Antonio entró en la radio, donde tuvo que pelear con un hombre que había llegado antes que él. Ganó la batalla y entró. Era el primero. Sin embargo, cuando le preguntaron la respuesta correcta, ya no se acordaba.
Mario Parra Barba (Miguelturra, Ciudad Real)
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