Nació sorda. Sus manos fueron su principal recurso comunicativo, las movía en el aire a tal velocidad, que solo unos pocos podíamos entenderla, yo fui una de ellas... fui su amiga.
Murió el año pasado. Tengo en mi memoria, muchos momentos compartidos. El día en que la conocí, por ejemplo: tumbada en la piscina, tomaba el sol con su bikini de topos rojos.
No supe que era sorda hasta que una tarde y de forma precipitada por mis habituales agobios, le pregunté la hora, entonces, al ver las dificultades que tenia para responderme... lo descubrí.
Días después, coincidimos en un bar, era de noche y llovía, mi ropa estaba empapada, nos saludamos cordialmente y meses más tarde, fuimos presentadas formalmente a través de unos amigos comunes.
Era guapa y avispada, estudió Derecho, miraba fijamente a las personas cuando le hablaban, leía en los labios y llevaba siempre encima una libretita azul, donde escribía, cuando no conseguía hacerse entender de otro modo.
Entre eso y los signos que aprendí en una Academia de Zaragoza a la que asistí, para comprender su idioma, nos entendíamos muy bien. Tanto, que nos hicimos inseparables.
Compartíamos hobys: la natación, ir a la peluquería, caminar kilómetros y kilómetros por las sencillas carreteras de nuestro pueblo... la afición más curiosa fué la de resolver jeroglíficos.
Ella me enseñó, me mostraba el camino que llevaba a la solución del enigma, acabé “seducida”, tanta era nuestra afición, que hacíamos apuestas, nos jugamos una comida en un Restaurante.
Una tarde me dijo:
Durante una semana, compraremos el periódico, resolveremos el jeroglífico diario que publican en la sección de pasatiempos y el domingo pagará la comida quien pierda ¿Qué te parece?
-Bien-contesté.
El lunes lo resolví yo, el martes ella, el miércoles yo, el jueves ella, el viernes yo, el sábado ella, empatadas, esperábamos impacientes el periódico del domingo.
Finalmente gané yo.
-Está bien -dijo –pago yo, pero... elegiré Restaurante.
-De acuerdo- respondí.
Así fue, como me llevó a “Manos que hablan”. Llamó mi atención la fachada, decorada con vivos colores, la amplitud del comedor, la extremada limpieza que había y el silencio que se respiraba.
Mis ojos se centraron, en sus inmensas paredes, cuantiosos cuadros con manos de gran tamaño y colocadas en distintas posiciones, cubrían su extraordinaria blancura.
Por el movimiento de sus manos, pude comprobar que todos los comensales eran sordos, ¡me encontraba en un Restaurante adaptado a sus necesidades!
Nos situamos en una mesa, un jarrón con flores la adornaba, la vajilla estaba impecable y los cubiertos relucían. En el borde había un discreto pulsador de luz para llamar a los camareros.
Nos sentamos en unas sillas de madera, nos miramos un instante, sonreímos orgullosas de nuestra hazaña y pulsamos para llamar al camarero. Enseguida llegó y nos ofreció la carta.
Pedimos, aún me acuerdo del menú: Paella con marisco, pescado en salsa y Flan. Fuimos servidas. Mientras comíamos, miraba con detalle a los comensales cercanos.
Había un chico solitario en una mesa, era muy guapo y estaba muy triste, me fije que desdobló su propia servilleta para volverla a doblar y dejarla en el mismo sitio. Pensé:
-¡Será maniático!
Acto seguido, llegó a mi mente mi manía por conservar el orden en mi alcoba, ¡no tolero que toquen mis cosas! Mi madre, dice extrañada, que sus amigas se quejan porque sus hijos no recogen nada.
En otra mesa, había una pareja sentada muy junta, sus ropas elegantes me gustaban, tomados de la mano apenas comían, por sus arrumacos, miradas de complicidad y cariñosos gestos, debían estar enamorados.
Alejadas de nuestra mesa, un grupo de chiquillas celebraban un cumpleaños, sus risas rompían el silencio de aquel callado comedor y una enorme tarta de chocolate con velas adornaba su mesa.
Yo pensaba que despertarían al bebé que dormía en una sillita junto a sus padres, una pregunta llenó mi mente ¿ese bebé sería sordo? No me atreví a mencionarla.
Casi de manera inconsciente, mi mirada volvió hacia el chico solitario. Vestía ropa informal, tenía el pelo canoso y... me cautivaba. De pronto, me sonreía, ruborizada, le devolví la sonrisa.
Miré a mi amiga, me encontraba cómoda, comenzamos a planear las vacaciones. Una hora más tarde, dimos al pulsador para llamar al camarero, llegó, pedimos la factura, pagó y nos marchamos.
Al salir, el ruido acaparó mí atención. El rugido de los coches, el gorgoteo de la lluvia, los murmullos humanos... estrambótica sinfonía que mi amiga…nunca oyó.
Estaba dándole vueltas a esta reflexión, cuando siento que, alguien guarda algo en mi gabardina ¡el chico solitario de la mesa del restaurante! reconocí su espalda al girarme.
En casa, desplegué el papel arrugado y mojado por la lluvia, era su correo electrónico. Nos escribimos durante un tiempo. Hoy, ese chico: melancólico, solitario, cautivador, sordo, maniático… es mi pareja.
Hemos aprendido mucho en estos meses que llevamos conviviendo en nuestra pequeña casa de Barcelona. Una vivienda comprada con ilusión y mucho esfuerzo económico por nuestra parte.
Aprendimos a dialogar, a respetarnos, a ser pacientes, aprendimos a enfadarnos, a discutir, a disfrutar juntos... aprendimos a ser felices entrelazando su silencio y mi ruido
Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)
Murió el año pasado. Tengo en mi memoria, muchos momentos compartidos. El día en que la conocí, por ejemplo: tumbada en la piscina, tomaba el sol con su bikini de topos rojos.
No supe que era sorda hasta que una tarde y de forma precipitada por mis habituales agobios, le pregunté la hora, entonces, al ver las dificultades que tenia para responderme... lo descubrí.
Días después, coincidimos en un bar, era de noche y llovía, mi ropa estaba empapada, nos saludamos cordialmente y meses más tarde, fuimos presentadas formalmente a través de unos amigos comunes.
Era guapa y avispada, estudió Derecho, miraba fijamente a las personas cuando le hablaban, leía en los labios y llevaba siempre encima una libretita azul, donde escribía, cuando no conseguía hacerse entender de otro modo.
Entre eso y los signos que aprendí en una Academia de Zaragoza a la que asistí, para comprender su idioma, nos entendíamos muy bien. Tanto, que nos hicimos inseparables.
Compartíamos hobys: la natación, ir a la peluquería, caminar kilómetros y kilómetros por las sencillas carreteras de nuestro pueblo... la afición más curiosa fué la de resolver jeroglíficos.
Ella me enseñó, me mostraba el camino que llevaba a la solución del enigma, acabé “seducida”, tanta era nuestra afición, que hacíamos apuestas, nos jugamos una comida en un Restaurante.
Una tarde me dijo:
Durante una semana, compraremos el periódico, resolveremos el jeroglífico diario que publican en la sección de pasatiempos y el domingo pagará la comida quien pierda ¿Qué te parece?
-Bien-contesté.
El lunes lo resolví yo, el martes ella, el miércoles yo, el jueves ella, el viernes yo, el sábado ella, empatadas, esperábamos impacientes el periódico del domingo.
Finalmente gané yo.
-Está bien -dijo –pago yo, pero... elegiré Restaurante.
-De acuerdo- respondí.
Así fue, como me llevó a “Manos que hablan”. Llamó mi atención la fachada, decorada con vivos colores, la amplitud del comedor, la extremada limpieza que había y el silencio que se respiraba.
Mis ojos se centraron, en sus inmensas paredes, cuantiosos cuadros con manos de gran tamaño y colocadas en distintas posiciones, cubrían su extraordinaria blancura.
Por el movimiento de sus manos, pude comprobar que todos los comensales eran sordos, ¡me encontraba en un Restaurante adaptado a sus necesidades!
Nos situamos en una mesa, un jarrón con flores la adornaba, la vajilla estaba impecable y los cubiertos relucían. En el borde había un discreto pulsador de luz para llamar a los camareros.
Nos sentamos en unas sillas de madera, nos miramos un instante, sonreímos orgullosas de nuestra hazaña y pulsamos para llamar al camarero. Enseguida llegó y nos ofreció la carta.
Pedimos, aún me acuerdo del menú: Paella con marisco, pescado en salsa y Flan. Fuimos servidas. Mientras comíamos, miraba con detalle a los comensales cercanos.
Había un chico solitario en una mesa, era muy guapo y estaba muy triste, me fije que desdobló su propia servilleta para volverla a doblar y dejarla en el mismo sitio. Pensé:
-¡Será maniático!
Acto seguido, llegó a mi mente mi manía por conservar el orden en mi alcoba, ¡no tolero que toquen mis cosas! Mi madre, dice extrañada, que sus amigas se quejan porque sus hijos no recogen nada.
En otra mesa, había una pareja sentada muy junta, sus ropas elegantes me gustaban, tomados de la mano apenas comían, por sus arrumacos, miradas de complicidad y cariñosos gestos, debían estar enamorados.
Alejadas de nuestra mesa, un grupo de chiquillas celebraban un cumpleaños, sus risas rompían el silencio de aquel callado comedor y una enorme tarta de chocolate con velas adornaba su mesa.
Yo pensaba que despertarían al bebé que dormía en una sillita junto a sus padres, una pregunta llenó mi mente ¿ese bebé sería sordo? No me atreví a mencionarla.
Casi de manera inconsciente, mi mirada volvió hacia el chico solitario. Vestía ropa informal, tenía el pelo canoso y... me cautivaba. De pronto, me sonreía, ruborizada, le devolví la sonrisa.
Miré a mi amiga, me encontraba cómoda, comenzamos a planear las vacaciones. Una hora más tarde, dimos al pulsador para llamar al camarero, llegó, pedimos la factura, pagó y nos marchamos.
Al salir, el ruido acaparó mí atención. El rugido de los coches, el gorgoteo de la lluvia, los murmullos humanos... estrambótica sinfonía que mi amiga…nunca oyó.
Estaba dándole vueltas a esta reflexión, cuando siento que, alguien guarda algo en mi gabardina ¡el chico solitario de la mesa del restaurante! reconocí su espalda al girarme.
En casa, desplegué el papel arrugado y mojado por la lluvia, era su correo electrónico. Nos escribimos durante un tiempo. Hoy, ese chico: melancólico, solitario, cautivador, sordo, maniático… es mi pareja.
Hemos aprendido mucho en estos meses que llevamos conviviendo en nuestra pequeña casa de Barcelona. Una vivienda comprada con ilusión y mucho esfuerzo económico por nuestra parte.
Aprendimos a dialogar, a respetarnos, a ser pacientes, aprendimos a enfadarnos, a discutir, a disfrutar juntos... aprendimos a ser felices entrelazando su silencio y mi ruido
Inmaculada Cordovilla (Mondragón, Guipuzcoa)
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